Lacan comienza el escrito “La agresividad en psicoanálisis” precisando el modo en el que la agresividad se manifiesta en el contexto de la experiencia psicoanalítica. Para analizar dicho fenómeno, propone pasar de la subjetividad de la intención –que nos deja en el plano de la fenomenología de la experiencia– y centrarnos en la noción de una tendencia a la agresión. La agresividad del sujeto hacia la persona del analista constituye la transferencia negativa. Lo que se transfiere sobre el otro es una de las imágenes más o menos arcaicas que se formaron a partir de una identificación. Así, “el más azaroso pretexto basta para provocar la intención agresiva, que reactualiza la imago en el plano de sobredeterminación simbólica”. (49) El título del último punto del escrito expresa “La agresividad es la tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista y que determina la estructura formal del yo del hombre y del registro de identidades característico de su mundo”. (50)
El desarrollo precoz de la función visual le permita al hombre, a partir de una identificación especular, constituirse como unidad de forma anticipada a sus posibilidades reales. Eso conlleva una cierta indiferenciación entre él mismo y el semejante. Por eso, el comportamiento del niño durante aproximadamente los primeros dos años de vida da lugar a manifestaciones emocionales que testimonian de un transitivismo normal. Al confrontar dos niños de edades similares los gestos de uno siguen y se confunden con los del otro, “es en una identificación con el otro como vive toda la gama de reacciones de prestancia y de ostentación, de las que sus conductas revelan con evidencia la ambivalencia estructural, esclavo identificado con el déspota, actor con el espectador, seducido con el seductor”. (51) Allí se juega cierta agresividad, pues “las retaliaciones de palmadas y de golpes no puede considerarse únicamente como una manifestación lúdica de ejercicio de las fuerzas y de su puesta en juego para detectar su cuerpo”. (52)
En el Seminario 1 Lacan señala “existe una dimensión imaginaria del odio pues la destrucción del otro es un polo de la estructura misma de la relación intrasubjetiva. Se trata de lo que Hegel reconoce como el callejón sin salida de la coexistencia de dos conciencias”. (53) Hegel deduce de la misma su mito de la lucha por puro prestigio y deriva del conflicto del amo y del esclavo todo el progreso de nuestra historia al hacer surgir de esas crisis las síntesis que dan cuenta de las formas más elevadas de la persona. Lacan indica “Si el amor aspira al desarrollo del ser del otro, el odio aspira a lo contrario: a su envilecimiento, su pérdida, su desviación, su delirio, su negación total, su subversión. En este sentido el odio, como el amor, es una carrera sin fin”. (54) Ahora bien, el sujeto aprende a reconocer invertido en el otro también su deseo. Al principio el deseo se juega únicamente en el plano de la relación imaginaria del estadio especular. Reconocemos la relatividad del deseo humano respecto del deseo del otro en toda relación donde hay rivalidad. (55)
En el escrito “De nuestros antecedentes” Lacan refiere “sea lo que sea lo que la imagen cubre, esta no centra sino un poder engañoso de derivar la alienación que ya sitúa el deseo en el campo del Otro, hacia la rivalidad que prevalece, totalitaria, por el hecho de que el semejante se le impone con una fascinación dual”. (56) En la relación narcisista, el deseo del sujeto solo puede confirmarse en una competencia absoluta con el otro por el objeto hacia el cual el deseo tiende. Solo el orden simbólico permite hacer pasar el deseo por la mediación del reconocimiento, establece la regulación de las relaciones e imposibilita tanto la completa captación por la imagen como la tentativa feroz de destrucción del semejante, en el que se agotarían los lazos humanos. Por eso, cada vez que nos aproximamos en un sujeto a esa alienación primordial, y falla la regulación que provee el registro de la palabra, se genera la agresividad más radical: el deseo de la desaparición del otro, en tanto el otro soporta el deseo del sujeto.
En el texto “Los complejos familiares en la formación del individuo” Lacan se dedica a la cuestión de los celos en el marco del complejo de la intrusión, el cual “representa la experiencia que realiza el sujeto primitivo, lo más a menudo cuando ve a uno o varios de sus semejante, participar con él de la relación doméstica, dicho de otra manera cuando se entera de que tiene hermanos”. (57) El punto crítico que revelan las investigaciones psicoanalíticas para Lacan es que “los celos en su fondo representan no una rivalidad vital sino una identificación mental”. (58) Para introducir el tema, Lacan recuerda la experiencia que nombra San Agustín sobre los celos infantiles “He visto con mis propios ojos, dice San Agustín, y observado atentamente a un niño muy pequeño presa de los celos: todavía no hablaba, y no podía, sin palidecer, fijar su mirada en el amargo espectáculo de su hermano de leche”. (59)
Si se confrontan niños pequeños por parejas cuando entre ellos no hay una notable diferencia de edad, cada uno confunde la patria del otro con la suya propia y se identifica con él. Al mismo tiempo, aparece el reconocimiento de un rival, o sea, de un “otro” como objeto. Para comprender esta estructura, Lacan propone detenerse un instante en el niño que se ofrece como espectáculo y en aquel que lo sigue con la mirada y se pregunta “¿cuál de los dos es el más espectador? O si no obsérvese al niño que prodiga hacia otro sus tentativas de seducción: ¿dónde está el seductor? Finalmente acerca del niño que goza de las pruebas de dominación que ejerce y acerca de aquel que se complace en someterse a él: preguntémonos cuál es el más avasallado”. (60)
La estructura de los celos surge de la mezcolanza imaginaria y es, a menudo, el hermano el objeto electivo de las exigencias de la libido en el estadio del que nos estamos ocupando. Con lo cual, se funden allí dos relaciones afectivas: el amor y la identificación. Dicha ambigüedad se vuelve a encontrar en el adulto y donde mejor se la puede captar es en la pasión de los celos amorosos. El interés que el sujeto otorga a la imagen del rival, aunque se afirme como odio, debe interpretarse como el interés esencial y positivo de la pasión. Eso lo emparenta con la obsesión. (61) La agresividad máxima que se encuentra en las formas psicóticas de la pasión se explica mejor a partir de la negación de dicho interés que por la rivalidad que parece justificarla.
Antes de que afirme su identidad, el yo se confunde con la imagen que lo forma. A partir de lo cual conservará la estructura ambigua del espectáculo “esta intrusión primordial permite comprender toda proyección del yo construido, ya sea que se manifieste como mitomaníaca en el niño, cuya identificación personal todavía es vacilante, o como transitivista en el paranoico, cuyo yo regresa a un estadio arcaico, o como comprensiva cuando está integrada a un yo normal”. (62) En el drama de los celos se trata de la introducción de un objeto tercero, que sustituye a la confusión afectiva y a la ambigüedad espectacular por la competencia de una situación triangular. (63)
Hemos recorrido algunos de los principales textos iniciales de Lacan con el objetivo de dilucidar el papel que el registro imaginario cumple en el hombre, incidiendo en la constitución del yo, el cuerpo como unidad y la realidad. A partir del análisis del material, nos detuvimos en “la otra cara del amor”, es decir, el odio que se desprende del vínculo especular y que se manifiesta en la tensión con el semejante, la agresividad y los celos, para nombrar algunas de sus facetas. Con el propósito de situar, en esta instancia, el modo en el que se juega el amor en el marco de la relación narcisista, nos serviremos de algunos de sus primeros seminarios. Si bien es imposible analizar el amor solamente a partir de vínculos imaginarios, pues el hombre vive en un mundo de otros que hablan, indagaremos qué sucede cuando los lazos narcisistas dominan el tipo de relaciones que se establecen.
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