Éste influye también en la forma en la que construimos y regulamos lo que sentimos y cómo lo expresamos. Se sabe que también tiene relación con la conformación de la memoria, del lenguaje, de los estados de ánimo, y de la atención.
No sé qué es lo que va a salir de esta cirugía. Me resulta difícil distinguir qué es lo que ya ha sido afectado por el crecimiento del tumor, y qué es lo que va a pasar cuando salga de esto y mi cerebro empiece a recuperarse.
Por lo que he visto en algunos consultantes, tarda hasta cinco años el cerebro en recablearse a sí mismo, desinflamarse, formar nuevas estructuras. Hay por supuesto una gran oportunidad con la neuroplasticidad, con la capacidad del cerebro de autorrepararse y encontrar el equilibrio. Pero a veces también en ese proceso de reforma hay cosas que se pegotean o que empiezan a funcionar distinto. Lo que sea que pase, ya no seré exactamente el mismo.
EL FUTURO LLEGÓ HACE RATO
1 DE OCTUBRE DE 2017, AL ATARDECER
NO SIEMPRE FUI una persona de ciencia. Hace casi quince años que no consulto a una tarotista. Durante mis ataques de pánico, cuando todavía trabajaba en el mundo corporativo, era una constante. Cuanto más profunda la tormenta, más quería alguien que me sacara de la confusión que tenía en mi cabeza y me mostrase el camino. Quería certezas, un mapa que seguir o que evitar. La ansiedad era el motor de esa compulsión.
En esos años fui a astrólogos, lectores de registros akáshicos, a que me tiraran las cartas o a que me armonizaran con el péndulo hebreo. Buscaba alguien que me mostrase el orden y el sentido que yo era incapaz de ver, que me mostrara cómo todo en algún momento se resolvería. Creía que el guion de mi vida estaba escrito en algún sitio y que yo solamente tenía que abrirme a dejar que alguien lo leyese.
De todas esas personas aprendí algo. Algunos eran excelentes terapeutas, que ponían en las estrellas o en unos rectángulos de cartón impresos el origen de sus palabras. Otros vendían miedo y desconfianza a mi propia capacidad de analizar las cosas. “Tú eres incapaz de ver el plan maestro, tú no conoces lo que está escrito en el cielo”, me decía una astróloga que vivía en el barrio de Once, a quien consultaba a menudo por entonces. Cuanto más la iba a ver, más necesitaba volver a hacerlo. Visita tras visita, minaba mi autoestima y mi poder de decisión contándome cómo Quirón estaba posicionado en mi carta astral, o cómo tenía que sostener una decisión para contrarrestar la luna en ese mes. Me aliviaba pensar que había cortado una relación o hecho un gasto importante porque estaba escrito que así debía ser . Durante esa época no hice otra cosa que tercerizar mi ansiedad de respuestas. No me hace feliz reconocer que llegué a poner en sus manos resoluciones que yo no quería tomar. Prefería confiar ciegamente en algo que no podía verificar, antes que explorar y vivir en la incertidumbre.
Y es precisamente eso lo que no soporto ahora: no saber por qué tengo una pelota de golf en el cerebro, hecha de la misma sustancia que debería estar protegiéndolo. Es inevitable querer leer entre líneas… ¿Exceso de defensa? Y si fuera algo más literal: ¿células inmunes atacando una amenaza que ya no existe?
Estos tumores son poco conocidos, y como crecen tan lentamente es muy difícil identificar la causa. Puede ser una alteración genética, exceso de radiación en mi cabeza durante mi niñez… Las teorías de la conspiración hablan del uso de teléfonos celulares durante los noventa.
Tengo un nudo que va desde mi garganta a la boca del estómago y siento que inhalo más que el aire que llega a salir. Mientras miro por la ventana siento que quizá quiero llorar y no puedo, y me pongo a mirar el cielo sin pestañear, esperando que caiga alguna lágrima que abra las puertas de este nudo de angustia que me toma entero. No pasa absolutamente nada. Eso sí, no puedo parar de pensar. Tengo hambre de alguna respuesta, de algo que calme a esta fiera desesperada por certidumbre.
TELA DE ARAÑA
18 DE SEPTIEMBRE DE 2009
EN MIS ÚLTIMOS AÑOS en Madrid, mientras estudiaba psicología transpersonal, muchos de mis compañeros coqueteaban a escondidas con las investigaciones de Christian Flèche y Ryke Geerd Hamer sobre la relación entre las emociones y las enfermedades. De hecho, el libro de Thorwald Dethlefsen y Rüdiger Dahlke llamado La enfermedad como camino , publicado unos años antes, era compartido por debajo de los pupitres y a espaldas de nuestros profesores. Todo lo compartido en esos trabajos tenía olor a revolución y a solución definitiva: se podía controlar la causa de toda enfermedad.
Así terminé en Barcelona acompañando a Maribel, una compañera de estudios, a un curso de fin de semana, dictado por un naturópata que disertaba sobre una técnica novedosa: analizando tus “emociones no resueltas”, podías sanar síntomas físicos sin importar la severidad de los mismos. Desde gente con cánceres terminales hasta problemas mentales parecían haber sanado de forma casi milagrosa siguiendo los protocolos que enseñaba este naturópata.
Nos tomamos un tren en Atocha y al llegar a la ciudad callejeamos por el Barri Gotic hasta este centro de salud holístico.
En esa oportunidad, tenía como invitado a un enfermero francés que llegó a dibujar un mapa completo de qué órgano enfermaba con qué emoción. Todo empezó como un viaje fascinante a la relación de la mente con el cuerpo y cómo hormonas y neurotransmisores modificaban comportamientos orgánicos, y sobre susceptibilidades a desarrollar diferentes patologías. En un punto, todo se torció. El curso terminó en una revolución con la mitad de los asistentes abandonando la sala, conmigo incluido. La tormenta se desató cuando el catalán que daba el curso terminó afirmando que una víctima de un accidente de tráfico, presente en la sala, se había causado a sí misma ese padecimiento para autocastigarse. Sí, “había chocado y perdido la vista de un ojo para asegurarse de no ver aquello que la avergonzaba”. Lo dijo con una certeza aplastante, y mientras la discusión transcurría, el grupo se dividió en dos: los que no podían creer lo que estaban escuchando y los que estaban maravillados por la relación causa-efecto, para ellos ahora evidente. Mientras yo guardaba mis apuntes y me ponía el abrigo, lo escuchaba decir: “Hay gente que no está lista para sanar porque no quiere hacer lo que tiene que hacer. Enferma el que quiere”.
Camino a Sants, la estación de la que salían los trenes de regreso, no dejaba de darle vueltas en mi cabeza al límite entre la ciencia que conocía y lo que acababa de escuchar. Aunque me consta y he estudiado la relación entre lo que pensamos, lo que sentimos y nuestra salud, la sobresimplificación de la relación que existe entre estas categorías es peligrosa. Entiendo que alguien pueda chocar porque está distraído por sus preocupaciones, pero ¿puede realmente llegar al punto de querer perder un ojo por ello?, ¿somos seres tan cargados de simbolismo que causamos la pérdida de un ojo para no “ver” algo? Todo esto me hacía acordar a los escritos de Freud y su libro La interpretación de los sueños . ¿Existe un diccionario tan preciso sobre el padecimiento humano? Me tomó unos diez minutos darme cuenta de que Maribel estaba entre las que se habían quedado a escuchar el resto de la disertación.
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