Raúl Pérez López-Portillo - Los mayas

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Al borde del golfo de México, hace varios miles de años, surgió una civilización de entre los pantanos, ríos, lagunas, ciénagas y selva. Las culturas que se formaron en este entorno denominado Mesoamérica, se dispersaron por el territorio que ahora conocemos como centro y sur de México, Belice, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y parte de Costa Rica. Si en su origen, Mesoamérica nace de la cultura olmeca, de ésta se derivan otras tantas culturas que, con los años, dan pie a una de las más poderosas y enigmáticas de su tiempo, en América: la maya.
Los mayas, en efecto, configuran desde entonces, una de las culturas más avanzadas y aun, llena de incógnitas. El desarrollo humano de este pueblo está llena de vicisitudes y su «desaparición» como pueblo, en una etapa histórica, sólo contribuye a acrecentar el halo de «misterio» que le rodea.
Esta historia se divide en tres partes. La primera corresponde a la fase prehistórica, es decir, la mesoamericana; la segunda, a la presencia española en ese territorio americano, desde el encuentro o descubrimiento de América, y, la tercera, a la parte republicana, ya mexicana. Cada bloque tiene sus correspondientes características, pero unidas, sin embargo, por el hilo conductor de fuerzas externas que en mucho o en parte, modifican su actitud interna.
Tales fuerzas externas contribuyen a moldear una cultura que, lejos de adoptar una actitud pasiva, cauta o sumisa, la hacen violentamente contestataria. Los mayas son un pueblo indómito que hace pagar muy cara su derrota. Incluso hasta nuestros días, es patente tal afán reivindicativo, cómo no, también propiciado por fuerzas externas.

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El florecimiento de una nueva cultura nace en los mismos sitios donde se desenvuelve la cultura Preclásica y así aparece la pujanza de “grandes metrópolis religiosas”: Teotihuacán, Cholula, Xochicalco, Tajín, Monte Albán, Mitla, Palenque, Yaxchilán, Bonampak, Tikal, Uaxactún, Quiriguá y Copán, entre otras. Es una época de esplendor en el arte, la arquitectura, el urbanismo y el desarrollo del bienestar superlativo de las élites, la prosperidad del comercio, la incuestionable potestad de los gobernantes y la gran evolución del calendario, la escritura y la observación del cielo. Se le llama Clásico no por su sentido artístico, advierte Bernal, sino en el gramatical de “grande o notable”. El gigantismo es el sello de la época. Ahí están las pirámides del Sol de Teotihuacán y El Tigre en El Mirador. El comercio en estas capitales es de gran importancia y en los Altos de Guatemala, destaca el floreciente intercambio comercial en Kaminaljuyú, en tanto Teotihuacán se funda en “una encrucijada de rutas de intercambio”, próxima a ricas minas de obsidiana.

La cultura clásica, desde el punto de vista artístico, se caracteriza “por un estilo rico y florido, maestría técnica, madurez estética y sobriedad austera y clásica”, cualidades que se pierden con la evolución, según Covarrubias. En las Tierras Altas “se volvieron más y más convencionales y estilizadas; con el tiempo se mecanizaron”, se vuelven “pomposas hasta entrar en un periodo de franca decadencia. En las tierras bajas tropicales las artes tuvieron un espíritu más libre, alegre y realista, que culminó en desbordamiento decadente”. A este arte solemne y estilizado de las Tierras Altas, Wigberto Jiménez Moreno lo llama “apolíneo”, en contraste con el arte “dionisiaco como el del Tajín” de las tierras bajas tropicales, especialmente el de la costa del golfo de México, barroco, alegre y realista. El arte teotihuacano, explica Covarrubias, tiene un elemento “de inmortalidad, de serenidad inmutable y vive tanto en la macicez de sus pirámides como en las espléndidas máscaras de piedra con sus perfectas caras anchas”.

En El Arte Indígena de México y Centroamérica, Miguel Covarrubias dice que el arte de la meseta “es dramático, austero y tremendo, sus formas son arquitectónicas y geométricas, sus líneas precisas y ordenadas, a menudo rígidas y bárbaras, pero suavizadas por un sentido innato del ritmo y la comprensión por las formas de la naturaleza”. El arte de las Tierras Bajas, en la costa del golfo y en el área maya, es “sensual y etéreo, hecho de volutas, meandros y figuras desbordantes y entrelazadas. Las caras sonrientes y el modelado suave de los cuerpos humanos en la costa son desconocidos en las Tierras Altas, pero las dos tendencias estéticas se influyen mutuamente”. El influjo costeño introduce en el altiplano las formas curvilíneas ornamentales, “en donde se congelan y devienen más formalizadas”, mientras que de aquí bajan a la costa la geometría arquitectónica, para “adquirir un toque de ligereza e ingravidez”.

La gran metrópoli que surge en el altiplano de México es Teotihuacán. Miguel León Portilla la califica de “cabeza de un imperio”. Su influencia y poder llega a regiones tan apartadas como la costa del golfo, Oaxaca o el mundo maya. Los elementos característicos de su arquitectura –talud y tablero– aparecen en muchas regiones de Mesoamérica. En el territorio maya, Kaminaljuyú es, en pequeño, “otro Teotihuacán”. Andrés Ciudad Ruiz recuerda que las “estrechas y controvertidas” relaciones entre Teotihuacán y el área maya, no solo abarcan la región de la citada Kaminaljuyú en el altiplano, sino en la llanura costera, en Cotzumalhuapa o Bilbao, las Tierras Bajas en Tikal, Yaxha, Huaxactun o Copán. Su presencia tiene tanta personalidad que aún se discute si fueron comerciantes, diplomáticos o guerreros quienes llegan desde el centro de México hasta el territorio maya e, incluso, “si llegaron a controlar políticamente algunos de sus centros más relevantes como Tikal y Kaminaljuyú”. José Luis Melgarejo cree que las relaciones entre Teotihuacán y los mayas se dan, sobre todo, a partir de 375, cuando la gran urbe del altiplano pasa a depender de los popolocas y no de los totonacas, dominadores de la Ciudad de los Dioses desde el principio de la era histórica hasta unos trescientos años después.

Entremos entonces al mundo teotihuacano y a la edad clásica de Mesoamérica entre el Altiplano central, el golfo de México, Oaxaca, Occidente y el ámbito mayense, ocho siglos de esplendor, del I al VIII d.C.

Teotihuacán

“Este sol, su nombre cuarto-movimiento, éste es nuestro sol, en el que vivimos ahora y aquí está su señal, cómo cayó en el fuego el sol, en el fogón divino, allá en Teotihuacán. Igualmente fue este Sol, de nuestro príncipe, en Tula, o sea de Quetzalcóatl…”

Fragmento del mito de la creación del Quinto Sol

En el altiplano del valle de México se desenvuelve una cultura de gran influencia en la región, bajo el predominio de Teotihuacán, una ciudad de poder suprarregional, como la califican Austin y Luján. La zona evoluciona del año 200 a.C. hasta el 650 d.C. El ritmo histórico se visualiza a partir de Ticomán, Zacatenco, o Cerro del Tepalcate, que no prosperan mucho y desaparecen; después aparecen centros como Cuicuilco, Tlapacoyan, el Tepalcate-Chimalhuacán, Xico y otros lugares cercanos a Teotihuacán, que son los pobladores que hacen posible el desarrollo de este gran centro ceremonial. Sus primeras construcciones piramidales nacen con sus propios desperdicios, “especialmente de fragmentos de cerámica del Preclásico Superior”. Estos grupos que conviven independientemente unos de otros, elaboran nuevos tipos de cerámica y construyen plataformas y estructuras sencillas, hasta que, en torno al año 100 d.C., erigen la pirámide del Sol “y tal vez la de la Luna, con materiales de relleno que muestran ambas épocas”. Piña Chan llama a esta evolución “Preteotihuacana”, y forma parte del Preclásico Superior. Su cerámica es blanca, marrón, rojo sobre negro, blanco sucio, rojo sobre blanco, marrón negruzco, polícroma, blanco sobre rojo, rojo sobre marrón amarillento, o pintura delimitada por incisión.

La segunda etapa es Prototeotihuacana, y corresponde al periodo Protoclásico, es decir, a la transición al Clásico. A la cerámica polícroma que aparece, se añade el trabajo de la obsidiana, característica del ciclo clásico. Las pirámides del Sol y de la Luna siguen el estilo arquitectónico de cuerpos escalonados en talud, escalinatas de poca anchura limitadas por angostas alfardas, recubiertas de estuco y relleno de las épocas ya referidas. La forma “es monumental”, dice Piña Chan, “sin titubeos” y con pleno dominio de la técnica constructiva heredada y de clara inspiración en Tlapacoya, considerado el punto más importante, en ese tiempo, en el oriente de la cuenca de México. En esta fase empieza la verdadera cultura de Teotihuacán: se desarrolla el centro ceremonial, aumenta la población, la sociedad se estratifica y despliega su influencia hacia la cultura del Golfo de México. La pirámide del Sol es, con la futura excepción de Cholula, en el valle de Puebla, el edificio de mayor peso construido en el antiguo México, con un millón de metros cúbicos y una altura de 64,50 metros. En Xochicalco (Morelos), de largo historial, y en su entorno, se sugieren “íntimos contactos” con los mayas o con una avanzada mayoide. Si bien su cronología es confusa, parece sobrevivir, según Ignacio Bernal, a esta época de turbulencia, porque es, en parte, contemporánea de la ciudad de Tula.

Sus pinturas y murales reflejan el contacto de la costa: conchas, caracoles marinos, estrellas de mar “y una técnica preciosista en el tallado de la piedra”. “No encontramos en la evolución de la arquitectura teotihuacana –añade Bernal– el paso de sobrio a recargado, como aparece en el arte maya”.

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