Y es que el siglo de la revolución fue, en realidad, el siglo de la autoridad, y bajo la invocación de la máxima autoridad —que fue sacralizada—, nuestros ilustrados pudieron aplicar universalmente la más refinada política represiva. Querían orden, limpieza, seguridad, obediencia, uniformidad de los súbditos en lengua y religión y… mantenimiento de sus privilegios. Todos han pasado a los manuales de historia de España, sin embargo, como próceres virtuosos, pero aquí les vamos a ver en su lado más oscuro. Ensenada, cruel con los gitanos y con cualquiera que perturbara la quietud necesaria; el duque de Alba, «hombre de tan buena fama como mal corazón»; el conde de Aranda, un militar ingenuo, pero duro y soberbio, capaz de dictar penas de muerte sin inmutarse; Floridablanca, un imitador de Ensenada, más refinado y con estudios, un buen abogado, pero que tenía claro que «los pobres son peligrosísimos», como le decía a Ventura Figueroa recordando el motín años después. Había empezado su carrera al servicio de Carlos III como alcalde honorario de casa y corte en 1763 y en mayo de 1776, fue enviado como corregidor interino a Cuenca, donde el motín de los días 6 y 7 de abril había sido muy violento. En los pocos días en que ejerció su cargo, mandó apresar a unos 60 amotinados; luego, en el proceso, se dictó una pena de muerte y varias de destierro y presidio.
La crueldad se aprendía en la práctica diaria y luego se empleaba con los enemigos políticos. Todos fueron crueles con sus oponentes, pero nadie quizás llegó a la perversidad del ministro José Antonio Caballero, el tipo más despreciable en un mundo en que aquellas intrigas que siempre habían existido entre los partidos políticos llegaron a la violencia, «a las manos», como llegó Caballero contra Godoy. Cuesta imaginar en la «España feliz borbónica» un navajazo a Floridablanca, o un intento de envenenamiento a Jovellanos y quizás también a Saavedra. Hasta el reinado de Carlos IV, al menos las canalladas se hacían con refinamiento.
Todos habían usado la dureza de la pena como escarmiento o advertencia. Todos fueron igualmente crueles con los pobres, o con los más pobres, los gitanos. Si Ensenada recomendaba quitar a los chiquillos de las madres a los doce años, el conde de Aranda pedía que se hiciera nada más ser destetados, pues según nuestro militar ilustrado aragonés, eran las madres las que les enseñaban a hablar el caló y a robar. Ya no había ni sombra de aquella caridad mal entendida. Ahora los pobres eran un peligro que exigía mano dura. Mi amigo y maestro Jacques Soubeyroux ha dedicado muchos de sus trabajos a esclarecer la situación de los pobres y los trabajadores en Madrid, allí donde eran más peligrosos para nuestros ilustrados y donde por primera vez se pusieron en marcha las ideas de la «gran reclusión» de Aranda y el utilitarismo de Campomanes.
El siglo de la Ilustración es también el siglo de la autoridad y nada lo expresaba mejor que la cuerda tirante, una metáfora que usaba Floridablanca para referirse a lo conveniente que resultaba para disuadir a pobres o presos tener siempre un ahorcado en una picota, o su cabeza en una jaula colgando de la puerta de una ciudad. La política de la cuerda tirante se empleó para que las levas de vagos tuvieran éxito, para que los gitanos tuvieran miedo y no intentaran huir de los arsenales, para que, en fin, los amotinados escarmentaran ante la horrorosa visión. La pena en la horca, o en el garrote, de tantos desgraciados convivió en toda Europa con las nuevas ideas ilustradas sobre la justicia y el castigo, siguiendo la estela de Beccaria, mientras la política real era prácticamente la misma que en la Edad Media. Así lo veremos cuando Aranda pida la pena de muerte contra los que habían perdido La Habana, recurriendo nada menos que a la Ley de las Partidas, o cuando la pida Campomanes para un inocente empresario de ópera, Niccolò Setaro, al que hundieron los curas de Bilbao valiéndose del corregidor, celebrando de paso que Aranda salía para París y ya no podría proteger a los artistas, como recordó luego con amargura Leandro Fernández de Moratín. Con Setaro en la cárcel, acusado falsamente de nefando, curas y frailes todavía se alegraron más de la marcha del impío conde. Hubieran querido también deshacerse de Campomanes, a quien los pasquines llamaban cruel, sanguinario, corrosivo, pero no lo conseguirían con él, sino con otra víctima, uno de sus amigos, don Pablo de Olavide y Jáuregui, que estaba más desprotegido y más lejos del rey. Cuando supieron que don Pablo estaba en la cárcel secreta de la Inquisición, lo celebraron con más euforia, lo mismo que hicieron cuando el catedrático de la Universidad de Salamanca, Ramón Salas, un segundo Olavide, fue reo de la Inquisición en 1795 y estuvo también encarcelado.
Y, sin embargo, mantenemos que hubo Ilustración en España y que los logros fueron muchos y en todas las esferas. En la actualidad, si nos atrae tanto el XVIII es porque hubo un proyecto político sólido, potenciado sin pausa a lo largo del siglo, que señaló los grandes problemas de una sociedad que quería y no podía, que se apocaba ante la represión y los grandes poderes, que no supo resolver el trampantojo de la monarquía absoluta y paternalista y los ministros despóticos, pero que lo intentó en todos los frentes. Comenzó con la práctica de muchas ideas que desgranó Feijoo, en apariencia con poquedad y distancia, pero que se vieron robustecidas cuando Campomanes las hizo suyas en la Noticia que escribió para poner prólogo a la edición de las obras del padre maestro tras su muerte, en 1764, cuando el fiscal asturiano comenzaba sus años plenamente reformistas. En ese proyecto político, con altibajos, hay una línea que separa los dos partidos políticos: por una parte, el de los constructores del Estado, ministros de baja extracción social, como mucho hidalguillos medrados; y el otro partido, el bando contrario que Teófanes Egido llamó partido español, o de los españoles. Los dos partidos se notan más cuando los grandes se ven más arrinconados: en tiempo de Felipe V, por los vizcaínos; con Fernando VI, por los ensenadistas y los colegiales; con Carlos III, por los golillas; con Carlos IV, por Urquijo, Jovellanos, Saavedra, incluso por un inclasificable Godoy.
Feijoo lo vio todo y se metió en política, como intentaremos demostrar: por eso, le hemos elegido para abrir este libro y que nos guíe en alguno de los puntos políticos del programa reformista durante la primera mitad del siglo. En la segunda mitad, el elegido es el golilla Campomanes, también nacido en cuna humilde, pero pagado de su hidalguía, pues fue el más representativo de una praxis política, despótica al principio, moderada luego, finalmente muy conservadora. Campomanes fue la inteligencia del siglo y dio prueba de que solo se podía llegar hasta donde las reformas tropezaran con los pilares del régimen, la Iglesia y la nobleza: era en definitiva lo que ya había dicho Feijoo y lo que acabará diciendo Jovellanos, que murió pensando que atacar los obstáculos de frente solo contribuía a reforzarlos.
Tener al rey al lado —a veces la firma del rey por las particulares condiciones de Felipe V y Fernando VI— era un objetivo político fundamental de cualquiera de los dos partidos. Afortunadamente, como vio Feijoo con claridad, con los Borbones del XVIII, todos adiestrados por Isabel Farnesio en el peligro que representaban los nobles, los ministros reformistas plebeyos tuvieron campo libre, aunque hubo momentos en que mudó la fortuna. No hay que decir que las víctimas que presentamos son el fruto del juego político de ambos partidos, que siempre miraron hacia el arcano regio, el que daba y quitaba. Al fin y al cabo, estamos en la plenitud del absolutismo y el rey es siempre el botón rojo. «Sin la firma del rey nada valdría», había dicho Ricardo Wall cuando esperaba la llegada de Carlos III junto al lecho del moribundo Fernando VI. La firma del rey es clave incluso cuando Carlos IV, en Bayona, permite con la suya el fin de su propia dinastía.
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