En un par de años y varias estancias de algunos meses en los dos archivos nacionales, Simancas y el Nacional —cuando estaba en Madrid, alojado en la Casa de Velázquez, donde además de pernoctar usaba su magnífica biblioteca—, había escrito El proyecto reformista de Ensenada, tal como fue a la imprenta. Unos años después lo que no era una biografía se fue completando con otros estudios en los que me di cuenta de la importancia de conocer las relaciones entre personas para entender la política, siempre recordando al maestro Olaechea y, hasta hoy, en compañía gratísima de un amigo y un maestro al que tanto le debo, Carlos Martínez Shaw. En fin, de Ensenada eran tan importantes sus ideas y sus proyectos como la red de personajes que los iban a llevar a la práctica, la red ensenadista, que fue el tema de la brillante tesis doctoral de la profesora Cristina González Caizán, premiada por la Fundación Jorge Juan, un cenáculo madrileño que mantenía la Academia Amistosa Literaria fundada por el sabio de Novelda en 1755 en Cádiz, de la que sigo siendo miembro durmiente.
Tras Ensenada vino Fernando VI, ahora ya sin temores, una biografía en toda regla. Pero una biografía de un rey rodeado de ministros y cortesanos, de mujeres y artistas, de nobles aduladores y políticos astutos, de técnicos y escritores. Ya no podría escribir historia sin llenarla de hombres y mujeres y sin incorporar toda clase de fuentes, desde un pasquín a un balance de hacienda, o a un libro de matemáticas o de química, publicados en la época y quizás dedicados a un ministro o a un rey. Así me fui encontrando a los personajes que se pasean por este libro, desde Macanaz a Jovellanos, y fui sintiendo el vértigo de la política, las paradojas del poder, antes y ahora, pues a todos les unía la mudanza de la fortuna en un momento inesperado, quizás cuando pensaban que eran más poderosos. Ensenada sabía unos días antes de su caída el 20 de julio de 1754 que «la tempestad va a romper», pero no se imaginó que el rey le desterraría. Olavide se desmayó al oír la sentencia inquisitorial el 24 de noviembre de 1778, pues sabía que todos los condenados por herejes y «miembros podridos de la religión», como él, habían acabado ajusticiados. Melchor de Macanaz, que pudo intuir su primera desgracia en 1714, pues se quedó sin valedores y con la enemiga del inquisidor general, nunca pudo imaginar que, 34 años después, en 1748, sus amigos Carvajal y Ensenada le harían volver a España para llevarle preso al castillo de San Antón de La Coruña ¡a sus 78 años y después de haber pasado desterrado media vida! El fiscal Pedro Rodríguez Campomanes tuvo que ser muy listo para protegerse y evitar que le ocurriera lo mismo que a Macanaz, en su primera desgracia, la de 1715, cuando el también fiscal entonces tuvo que salir de España por criticar a la Inquisición y poner al rey por encima de la Iglesia, lo que como veremos hicieron todos los servidores del Estado en el XVIII. En fin, Jovellanos iba a Madrid, muy asustado, a tomar posesión del ministerio que le había ofrecido Godoy, pues sabía que su posición era «difícil, turbulenta y peligrosa», y todavía debió de asustarse más cuando su amigo Francisco Cabarrús, que le esperaba en Guadarrama, le contó lo que pasaba en la corte de la Trinidad en la tierra. Pero quizás nunca pensó que iban a intentar envenenarle y que acabaría pasando siete años preso en el castillo de Bellver.
Pues todo se hacía siempre «sin que lo sienta la tierra», a la manera de Ensenada, «en secreto y sin hacer ruido», como habían hecho el ministro Jerónimo Grimaldi y el gobernador del Consejo Manuel Ventura Figueroa, hechuras ensenadistas, causantes de la desgracia de Olavide ¡para vengarse del conde de Aranda! En este caso, blindando aún más su actuación, pues emplearon el «secreto de Inquisición», el más poderoso y atemorizador. Muchos personajes de primera fila, tantas veces ensalzados como grandes ministros, tuvieron buen cuidado de quemar todos los papeles que podían dejar rastro de sus actuaciones más perversas. Fueron verdaderas «cintas borradoras», como Campomanes, encargado tras los motines de orientar las pesquisas hacia los culpables que había previamente determinado, junto con Roda, y de hacer desaparecer cualquier prueba que permitiera conocer quiénes estuvieron tras el barullo, quizás porque podía encontrar alguna grandeza de España que no fuera adicta a los jesuitas. Goya, siempre certero en su crítica política, escribió en 1810 debajo de un dibujo suyo de un preso encadenado, en la penumbra de una mazmorra: «No lo saben todos».
A esta galería de víctimas del absolutismo, en lo alto, le faltarían piezas si no contáramos con los personajes ínfimos, la vil canalla, los que mantuvieron en marcha las bombas de achicar en los diques de los arsenales, los que remaron en las galeras, la chusma, los encadenados de por vida a la barra, pues una sociedad no la determinan solo las buenas acciones, los afanes ilustrados, sino también las últimas consecuencias del poder, del despotismo como era denominado en la época todo exceso, los imponderables del absolutismo ilustrado, que en el siglo XVIII fueron ante todo la limpieza del cuerpo social y la utilidad de todos los miembros, siempre bajo la autoridad, a la manera de Hobbes: toda autoridad debe ser acatada por el hecho de serlo. Nadie lo expresó como Campomanes, un hombre sabio, pero cruel. Veremos al célebre abogado adoptando medidas extremas con los más débiles, incapaz de la benevolencia, aunque nunca llegó a los extremos que veremos en la recta final del siglo ilustrado.
Como nos enseñó el maestro Franco Venturi en Settecento riformatore, la violencia social larvada y amenazante estuvo siempre presente al lado de los proyectos de reforma, necesarios antes de nada para mantener el régimen político, social y económico de los privilegios, el orden natural. El ilustrado Pedro Rodríguez Campomanes, que suele formar pareja con el conde de Aranda para personificar las reformas ilustradas carolinas, explicaba con suma sencillez en qué consistía ese orden a preservar. Previamente definió los «principios comunes a todos los individuos de la república: tales son los que respetan a la religión y al orden público». Si se respetan esos principios comunes, todo era natural y sencillo: «el orden público consiste en el respeto paterno, en la fidelidad de los matrimonios, en la educación y buen ejemplo a los hijos, y en que cada uno cumpla con sus obligaciones particulares», escribía el fiscal en 1775. Lo que no era natural era «el abuso de la libertad atribuida al hombre», que para Campomanes consistía en el «principio vicioso que aniquila el apoyo de las sociedades establecidas dejando al pueblo el arbitrio indefinido de destruir mañana lo que hoy se establece y así sucesivamente». No era muy diferente a lo que había escrito Feijoo cincuenta años antes, ni a lo que Jovellanos dirá ante la Junta Central Suprema, en septiembre de 1808, cuando negó el derecho de los pueblos a la insurrección, pues «sería destruir los cimientos de la obediencia a la autoridad suprema». También Campomanes, ya con el título de conde y ascendido a gobernador del Consejo de Castilla, se apartaba años antes del abismo de la revolución, lo que tanto temían todos, la consecuencia de «establecer el Gobierno democrático o popular, disminuyendo considerablemente el poder legítimo de la autoridad real». Como venían pensando desde 1766 que un motín era la disculpa para exhibir la ultima ratio regum, los cañones, y que esta solución era infalible —al marqués de la Mina le dio buen resultado en 1766 en Barcelona—, reaccionaron ante las primeras revueltas de lo que iba a ser la gran Revolución francesa pensando que tal vez las asonadas podrían servir «para restablecer el buen orden y el crédito en Francia, como había ocurrido en España con el motín contra Esquilache». Aunque parezca mentira, son palabras escritas por el conde de Floridablanca en una carta que envió al conde de Fernán Núñez, embajador de España en París entonces. Seguía en vigor entre los ilustrados españoles la teoría del cañonazo a tiempo, que en definitiva fue la última respuesta del régimen el 2 de mayo de 1808, aunque la mecha de los cañones la encendiera en este caso el ejército francés, que no hay que recordar que estaba en esos momentos a las órdenes del rey de España.
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