Iván Zaro - La vida a través del espejo

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Existe una clara diferencia entre dos tipos de enfermedades: las sobrevenidas y las adquiridas. Las primeras tienden a despertar compasión y apoyo entre la ciudadanía, los medios de comunicación e, incluso, entre los profesionales sanitarios creando un entorno favorable para que las personas diagnosticadas compartan su estado con el mundo y busquen apoyos en su proceso de curación o mejora. Las enfermedades adquiridas, aquellas que son prevenibles y por tanto evitables, no reciben la misma consideración social. El diagnóstico viene acompañado de un estigma asociado a la creencia de que necesariamente algo malo habrán tenido que hacer para haberse contagiado. Esta categorización de la salud es tan perversa e injusta como real y palpable en muchos ámbitos de la vida cotidiana. El autor, Iván Zaro, les invita a conocer los testimonios de hombres y mujeres diagnosticados de VIH que se enfrentaron a sus propios miedos y a una parte de la sociedad que les considera culpables de haber adquirido la enfermedad. El VIH se ha convertido en una excusa para rechazar a homosexuales, migrantes, pobres, drogodependientes, en definitiva, a los otros. Acompañaremos a estas personas en el duelo y en los momentos críticos a los que son sometidos y veremos cómo gracias a la resiliencia y a la superación han rehecho sus vidas para poder convivir con un virus que no solo ha condicionado su salud sino también sus relaciones laborales, personales, sexuales y amorosas. «Cuando me dijeron que había contraído este virus, me di cuenta enseguida de que había contraído además una enfermedad social.» David Wojnarowicz «Una enfermedad infecciosa cuya vía de transmisión más importante es de tipo sexual, pone en jaque, forzosamente, a quienes tienen vidas sexuales más activas; y es fácil entonces pensar en ella como un castigo.» Susan Sontag,
El sida y sus metáforas

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El momento en el que empiezas a notar que está pasando algo es muy duro. El 12 o 13 de febrero empecé a tener fiebre. Un fiebrón de 38 y medio, 39 y pensé que ya estaba, que la había cagado. Pero coincidió que había tenido una guardia en pediatría como dos o tres días antes. Cuando haces una guardia en pediatría ves a cerca de 50 o 60 niños y todos están con fiebre, con mocos, vomitando. Cuando hacemos la guardia, siempre cae algún residente y pensé que esa vez me había tocado a mí. Empecé con un poco con fiebre dos o tres días, luego con vómitos. Y después me sentía fatal, muy cansado. Un típico cuadro gripal muy inespecífico. A los dos o tres días me salió una lesión en la boca, superdolorosa. Como una úlcera, una llaga. ¿Y esto? Esto es vírico. Al día siguiente me apareció un rush en el cuerpo y en la cara que se fue extendiendo. Había ido a mi centro de salud y me habían cogido una vía para ponerme suero porque llevaba unos días perdiendo muchos líquidos. Un día por la mañana me levanté y me dijo el doctor que no fuera a trabajar. Yo sospechaba lo que estaba pasando, pero lo negaba. En una primoinfección pasan dos o tres semanas desde el contacto y coincidía con el último contacto que había tenido. En ese momento se lo comenté a mi tutora y me dijo que me fuera a urgencias para hacerme una analítica. Entonces me entró el pánico porque pensé que, si finalmente era VIH, lo podía saber más gente y mi mayor duda fue a qué hospital iba. Finalmente, decidí ir donde todos me conocían y me presenté allí tapado entero para que no se me vieran las manchas. Me encerré en la consulta de urgencias, llamé a una enfermera y le pedí una analítica completa y una consulta con los dermatólogos para que me vieran las manchas purpúricas. Les dije que yo era resi de allí y les pedí que me dijeran de dónde pensaban que podían venir las manchas. Empezó a leer la analítica y los resultados fueron tremendos. Me dijo que lo sentía mucho, pero que tenía que llamar a un adjunto de interna porque tenía las plaquetas bajas, los linfocitos bajos, alteración en las transaminasas... En fin. En ese justo momento entra una adjunta en la consulta y le dice que le quiere comentar el caso de un paciente que ha venido con un síndrome febril y con unas manchas. Yo estaba con la cara agachada. La adjunta mira la analítica con un nivel de plaquetas de 50 000, bajo, lo normal es tener por encima de 150 000 a 500 000. Tenía un riesgo hemorrágico. Dice, «déjame verte» y, claro, vuelvo la cabeza y le digo, «soy yo». Me dice, «¡David! Vamos a cogerte una cama ahora mismo». Llamaron a agudos, buscando una cama libre, «pues mira es que resulta que tenemos a David malo. David, el resi, está malo». Vienen millones de adjuntos a la consulta donde yo estaba, todos los residentes y la coordinadora de urgencias. Yo solo me preguntaba, «¿y ahora qué?». El trago es fuerte. En ese momento, la coordinadora de urgencia dice: «a David solamente le van a ver los médicos necesarios. El resto se va fuera». Se fueron. Dos semanas antes yo estaba allí trabajando como médico y ahora veía cómo estaban poniendo mi nombre en la mesa, con la bolsa para guardar mi abrigo y mis cosas y yo allí tumbado. La adjunta me dice, «David, te tengo que pedir el VIH». «Vosotros haced lo que tengáis que hacer, ¿vale? Si lo vas a pedir, cuando tengáis el resultado lo comentas con el microbiólogo y que no lo cuelgue en el sistema informático. Que te dé el informe de forma verbal, lo que sea». Ella me preguntó si había riesgo y yo le contesté que sí. Cuando tuvieron el resultado vino ella sola: «Tengo el resultado del VIH. Ha salido positivo». Booom. En ese momento, no me dio por llorar pero estaba como si aquello no me estuviese pasando a mí, como si fuese un sueño y no se tratase de mi cuerpo. Aquello era solo un mal sueño del cual me quería despertar. La adjunta me dijo que había camas de interna con un adjunto al que conocía mucho, pero yo le contesté que con él no quería, que prefería que me entendiera una mujer joven. Me confirmó que la llamarían para que al día siguiente a primera hora me viese a mí el primero. Y así fue, efectivamente. A las ocho de la mañana, ya me estaba viendo. Aquella noche, subí a la planta e intenté dormir, aunque fue imposible. Tampoco quería que me vieran las resis que estaban de guardia. Yo era el que mandaba a las resis. Y no quería que me vieran en mi peor momento. Necesitaba digerir todo aquello.

En esa mañana, vinieron a verme dos adjuntas, mi tutora del hospital y otra chica con la que me llevaba bastante bien. Lo primero que hizo fue darme un abrazo y en ese momento sí me desmoroné, empecé a llorar, ¡y de qué manera! Me acuerdo de que me tocó compartir la habitación del hospital con un abuelito de ochenta años. Se levantó y me dijo, «mira, tú no te preocupes por nada, esto es así». Me vio que lo estaba pasando tan mal que se levantó a animarme. Aquello fue alucinante. Para ocultar lo que tenía, dijimos que se trataba de una mononucleosis.

Los residentes estaban todos muy distantes después de aquello. Yo se lo dije a un pequeño grupo de gente: a mi amigo más cercano y a mis residentes, que además me vieron allí. Cuando me dieron el alta, me di cuenta de que estaba en Madrid yo solo. ¿Y ahora qué hacía? ¿Cómo se lleva algo así? ¿Cómo vas a una consulta de la unidad de VIH como paciente? Es muy fuerte porque acudes con miedo de que te vea la gente con la que trabajas.

Coincidió que un amigo de la universidad se iba a venir a pasar unos días conmigo. Así que llegó al día siguiente de darme el alta y, con el peor tacto del mundo, le solté todo al bajarse del tren: «Me acaban de dar el alta en el hospital. Tengo VIH». Mi amigo se quedó blanco y me dijo: «Bueno, no pasa nada». Fueron unos días muy raros. Él me acompañó a la primera consulta de VIH. Empezamos con el tratamiento y todo se me hacía un mundo: ¿y si se me olvida?, ¿y si no me la tomo?, ¿y si me la tomo y me pasa algo?

Después de cuatro o cinco días las cosas se calmaron. Más tarde le pregunté a mi amigo por qué no se había ido cuando le dije que era VIH y me contestó: «Tú eres mi amigo. Yo tenía mucho miedo en ese momento, pero eres mi amigo». «¿Miedo de qué? No me voy a acostar contigo. Nunca nos hemos acostado», le contesté. Éramos amigos de toda la vida. ¿Cuál es el miedo? ¿Tenía miedo de que se transmitiera por la convivencia? Bueno, pero eso era falta de información. Cuando estuve ingresado, me planteaba muchas cosas. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? ¿Cuáles eran los pilares de mi vida? Me puse a pensar en la familia, mis amigos, lo que era como persona, lo que me gustaba y mi trabajo, mi profesión. Hubo un amigo médico al que se lo dije que me escribió tres meses más tarde para preguntar con un «Hola, ¿cómo estás?». Los que yo creía que eran mis amigos o la gente en la que había confiado se estaban yendo a la mierda. Eso fue muy fuerte. Y, a nivel profesional, ¿un médico puede tener VIH? ¿Cómo me van a dejar trabajar cuando termine la residencia? ¿Me van a contratar? La esfera profesional también se tambaleaba. En el amor, ¿iba a encontrar novio alguna vez en la vida? Si ya de por sí era difícil, imagínate ahora, ¿no? Entonces, recordé a un chico que conocí hace mucho y le llamé para contárselo. Fue encantador y me recomendó hablar con Iván de Imagina. En Sandoval, como médico rotante, yo le había conocido acompañando a otro chico. Estaba todo muy reciente así que mi gran preocupación en aquel momento era cómo se llevaba todo esto a nivel social. Si ya de por sí los maricas son los primeros en discriminar a la gente por tener pluma o por no ser de gimnasio, imagínate si encima tienes VIH. Y ahí fue cuando se creó el momento de las cuatro sillas, que era un pequeño grupo de apoyo. Acudir a un grupo de apoyo era exponerse mucho y no me veía con la fuerza vital necesaria. Con el tiempo, te vas dando cuenta de que es una cosa normal y de que hay mucha gente que, aunque no lo diga, tiene el VIH. El tiempo lo normaliza todo, se va pasando. Lo que antes te parecía un mundo, como esconder las pastillas cuando alguien venía a casa o mantener relaciones, lo acabas normalizando. Aunque yo no mantuve relaciones hasta que fui indetectable. Sentía que podía matar a alguien.

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