Iván Zaro - La vida a través del espejo

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Existe una clara diferencia entre dos tipos de enfermedades: las sobrevenidas y las adquiridas. Las primeras tienden a despertar compasión y apoyo entre la ciudadanía, los medios de comunicación e, incluso, entre los profesionales sanitarios creando un entorno favorable para que las personas diagnosticadas compartan su estado con el mundo y busquen apoyos en su proceso de curación o mejora. Las enfermedades adquiridas, aquellas que son prevenibles y por tanto evitables, no reciben la misma consideración social. El diagnóstico viene acompañado de un estigma asociado a la creencia de que necesariamente algo malo habrán tenido que hacer para haberse contagiado. Esta categorización de la salud es tan perversa e injusta como real y palpable en muchos ámbitos de la vida cotidiana. El autor, Iván Zaro, les invita a conocer los testimonios de hombres y mujeres diagnosticados de VIH que se enfrentaron a sus propios miedos y a una parte de la sociedad que les considera culpables de haber adquirido la enfermedad. El VIH se ha convertido en una excusa para rechazar a homosexuales, migrantes, pobres, drogodependientes, en definitiva, a los otros. Acompañaremos a estas personas en el duelo y en los momentos críticos a los que son sometidos y veremos cómo gracias a la resiliencia y a la superación han rehecho sus vidas para poder convivir con un virus que no solo ha condicionado su salud sino también sus relaciones laborales, personales, sexuales y amorosas. «Cuando me dijeron que había contraído este virus, me di cuenta enseguida de que había contraído además una enfermedad social.» David Wojnarowicz «Una enfermedad infecciosa cuya vía de transmisión más importante es de tipo sexual, pone en jaque, forzosamente, a quienes tienen vidas sexuales más activas; y es fácil entonces pensar en ella como un castigo.» Susan Sontag,
El sida y sus metáforas

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Mi hermano, el mayor, lo aceptó bien porque él salió de Murcia para estudiar en Bilbao en los años noventa. Lo encajó bien porque en aquel momento estaba casado con una mujer que tenía un hermano gay. Mi otro hermano, el mediano, dos años más tarde se lo preguntó a mi hermano. Y mi hermano le dijo que sí. Después quedamos los tres para formalizarlo todo. He de decir que mi hermano siempre ha sido mi cómplice, me ha servido para cubrirme muchas veces. Yo decía que me iba a su casa a dormir, aunque luego fuese mentira. Él siempre fue mi aliado y eso se agradece. El problema en mi familia eran mis padres porque los dos están chapados a la antigua. Mi miedo siempre ha sido qué harían en el momento en el que se lo dijera. Mi plan era terminar la carrera, hacer el MIR y poderme ir de casa antes de decirlo.

Al final tuve dos semanas para hacer la mudanza. Cuando llegué a Madrid, le dije a mis hermanos que iba a contárselo a papá y a mamá. Así que vinieron a casa y, claro, mis padres se extrañaron de vernos a todos de buenas a primeras. Les dije que les tenía que contar una cosa y mi padre soltó «yo ya sé lo que me vas a contar» y mi madre contestó «yo también». Y entonces les dije: «mirad a mí no me gustan las mujeres, a mí me gustan los hombres». Ellos me dijeron que me iban a querer igual que siempre. En ese sentido, fue todo muy bien.

Para mí ser médico tiene un componente vocacional. De siempre me ha gustado mucho la ciencia. Para los idiomas, la literatura y temas de letras, no. Lo que yo he sentido por la ciencia desde pequeño ha sido fascinación y mi mayor entretenimiento fue la botánica, que me parece un mundo fascinante. Me ponía a leer un libro de ciencias y tenía la sensación siempre de querer más. Con las letras eso no me pasaba. Un verano, cuando tenía como doce o trece años, puse la tele y estaban emitiendo la serie Urgencias, en la que salía George Clooney. Recuerdo la entrada de la ambulancia, la gente corriendo, cómo metían a los enfermos en el box y yo pensaba que justo eso es lo que quería saber hacer. Para mí esa serie ha sido una de las mejores desde el punto de vista médico porque era muy real. Real en términos de procedimientos y con todo muy bien hecho. Yo tenía una enciclopedia en casa, la típica de ocho tomos de color rojo, y allí leía y me empapaba de términos médicos. Veía «aneurisma de aorta», me entraba la curiosidad de qué sería y lo leía con atención hasta que lo entendiese. Todo muy básico, pero claro tenía doce años. De ahí me viene la vocación por ser médico de urgencias, que es lo que soy ahora.

Mi despertar sexual sería a los cuatro o cinco años, con el programa Luna de miel de Mayra Gómez Kemp. Una de las pruebas se desarrollaba con toda la familia vestida de boda en la piscina y en una barca que se iba hundiendo. Hacia el final, al novio o a la novia le ponían un estríper y debía reconocer las piernas de su pareja entre las cuatro personas que le proponían. Primero hacían la prueba con el chico, con una tía despampanante. Luego le tocaba la prueba a la novia y le ponían al típico estríper hipermusculado, guapo, alto y con un cuerpo fantástico. Yo me excitaba muchísimo y empecé a darme cuenta de que pasaba algo porque esa reacción no la tenía con las chicas, pero ahí se quedó un poco apagada la cosa. Después, a los doce o a los trece años, en el colegio también experimenté lo mismo.

En aquella época, los sábado por la noche a las tres de la mañana, después de la película tipo Regreso al futuro o Alien, venía la peli porno. Así que me quedaba a ver el porno y me daba cuenta de que me gustaban los hombres y eso inicialmente lo veía como algo malo. Pero lo que te hace verlo así es la sociedad. Porque cuando llegas a clase los niños empiezan a pegarte, te discriminan, no quieren jugar contigo. ¿Entonces cómo mataba yo el tiempo por las tardes? Me ponía a estudiar, a ver series y jugaba a los videojuegos.

Como yo negaba tanto mi condición sexual, no me permitía que me gustaran los tíos. Por eso nunca he tenido el momento de amor adolescente. Ha habido tíos que me gustaban, claro, por ejemplo mi profesor de autoescuela, pero sabía que tenía novia y no me planteaba más. Mi pubertad la viví con el inicio de internet, de los chats, el chat de Chueca, el bakala, el gaydar y empecé a relacionarme así con otros chicos cuando yo ya tenía dieciocho o diecinueve años. Pensé que cuando fuera a hacer el bachillerato podría empezar una nueva vida con nuevos amigos porque no habría nadie conocido del colegio, pero tuve la mala suerte de que en el instituto al que yo me iba se vino más de media clase conmigo. ¡Otros dos años más para encontrar novedades! ¡Qué le íbamos a hacer! Pese a todo, en el instituto conocí a otros niños más mayores. Había un chico que era súper, súper gay y otros dos que me gustaban, pero que eran muy niñatos. En el momento en el que me hacían daño o me insultaban les ponía la cruz. Así que mis primeras experiencias fueron a partir de los dieciocho o diecinueve años. Empecé a salir de marcha por el ambiente y, entre comillas, fue un poco como mi salida del armario. Una etapa nueva. En la universidad tengo una sexualidad más consciente y más libre.

El sida siempre lo vi como una enfermedad. No tenía mucha información más allá de que era una cosa mala. Y, a medida que fueron pasando los años y estudié asignaturas en las que se trata el VIH y el sida, empecé a tener más conocimiento y conciencia del tema. Se le pierde el miedo a las cosas cuando sabes cómo funcionan. Ves que la gente no se muere, cómo se transmite y cómo se puede prevenir. Esto me parecía superinteresante y era como un reto. ¿Por qué no encuentran la cura? ¿Cómo funciona? Siempre me ha llamado mucho la atención el VIH. Es verdad que la población homosexual de mi edad tiene esa carga, ese estigma generacional.

Antes de mi diagnóstico, yo atendí a pacientes con VIH. En la residencia, pasamos por distintos tipos de servicios o especialidades para complementar la formación. Yo quería estar en el Centro Sandoval para saber cómo funciona un centro especializado en ITS. En aquel momento ante chicos con VIH pensaba: vale somos iguales, pero tú estás infectado y yo no. Es el pensamiento de «algo habrás hecho para estar infectado». Pero lo mismo que lo pensaba con un paciente VIH lo pensaba con la gorda de 80 kilos que medía uno cincuenta y me venía a la consulta diciendo «no, no, es que yo tengo tiroides». «No, no es que tengas tiroides, es que te hinchas a comer y no haces ejercicio, no te cuidas», pensaba yo. Y lo mismo con el paciente que lleva su bombona de oxígeno: «Es que has fumado cerca de sesenta años. ¿Qué pretendes?». Al principio, les echas a los pacientes la culpa de estar enfermos.

En aquella época me hacía pruebas rutinarias de VIH. Me hacía chequeos completos… ¡incluidas hasta las anoscopias! Pero tenía la tranquilidad de que iban a salir negativos porque durante la carrera yo donaba sangre y al ser donante te hacen las pruebas ya no solo del VIH, también de la hepatitis C y B. Y en ningún momento me llamaron para decirme nada. Donaba porque pensaba que así ayudaba y, de paso, me hacían las pruebas. Mataba dos pájaros de un tiro.

Sé que me pude infectar en enero de 2014. E intuyo la persona que pudo infectarme. Yo antes había tenido relaciones sin protección, sí. Esto es una realidad. El condón está muy bien porque te protege de todo, pero todos sabemos que no es lo mismo que cuando pruebas el sexo sin condón. Y después de la infección mantuve relaciones sexuales sin preservativo con un chico porque era indetectable.

Mi sospecha es que me infecté en un encuentro del Grindr. Fue un momento de calentón. Yo no sé hasta qué punto la otra persona sabía que estaba infectada o no. No podemos culpabilizar a la otra persona porque no te diga que es positiva manteniendo una relación sexual a pelo porque esto es cosa de dos. Si quieres jugar, juegas y si no quieres jugar, no juegas. Lógicamente a este chico, del que además no tengo la certeza, cuando he vuelto a hablar con él no le he dicho «oye, mira, me has pegado el VIH» porque yo podía haberle dicho «mira, no, me voy a poner el condón o póntelo tú». Nos pilló un momento de calentón y hay que ser responsables con las cosas que se hacen. Yo era totalmente consciente de los riesgos a los que me estaba exponiendo, jugué con fuego y me quemé, y punto.

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