3 Nos referimos a la irregular superproducción francesa del año 2001 El pacto de los lobos , dirigida por Christophe Gans.
4 Interesantísima, por esclarecedora desde el punto de vista antropológico, es la leyenda del santo irlandés san Columbano (559-615), quien fuera un gran caminante y fundador de monasterios en diversos lugares de Europa. El más importante de ellos fue el de Luxeuil (Francia), en el que pasó unos veinticinco años de su vida. Parece que una de las costumbres de Columbano era pasear sin rumbo fijo por los bosques adyacentes al monasterio recogido en oración. Durante uno de estos paseos se vio, de repente, rodeado por un grupo de doce lobos. Dice la leyenda que en ese momento se encomendó a Dios y los lobos, simplemente, se limitaron a olisquearle antes de marcharse. Por ello, una de las representaciones más habituales de san Columbano es la que le muestra rodeado por los lobos como ejemplo de cómo la gracia de Dios somete a las bestias por malignas que sean ( La leyenda de oro para todo el año. Vidas de todos los santos que venera la Iglesia . Tomo III. Madrid: Librería Española, 1853, p. 429-432).
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MALOS Y DEFORMES
Cuando Mary W. Shelley publica en 1818 Frankenstein o el moderno Prometeo , no sólo ha nacido uno de los grandes monumentos de la literatura gótica, sino también la primera novela que podría calificarse propiamente de contemporánea, en la que los problemas filosóficos de siempre son tratados desde un punto de vista netamente moderno, radicalmente científico. No es extraño, pues, el rápido predicamento que el libro alcanzó en nuestra cultura y a todos los niveles, ni sorprenden las múltiples versiones en diferentes formatos, imitaciones, pastiches e incluso plagios de los que llegó a ser objeto, al punto de que la historia de la criatura de Frankenstein se convirtió en uno de los primeros clichés de la cultura de masas contemporánea.
Tópico perfectamente identificable tanto por su monstruosidad física —la que sólo es posible cuando uno está construido a partir de pedazos de otros seres humanos— como por su tremendismo moral, religioso e intelectual, pues si el monstruo está creado desde cero y por otro hombre, ya no es propiamente humano, sino un ser desdichado y sin esperanza: «Debiera ser vuestro Adán y, sin embargo, me tratáis como al ángel caído y me negáis, sin razón, toda felicidad» 5 . El juego de analogías no puede detenerse ahí pues, evidentemente, la pregunta que surge de inmediato, y tiene no pocas resonancias platónicas, es la que se refiere a nuestro propio origen. Si en verdad hay un dios que nos ha creado a su imagen y semejanza a partir del barro, ¿qué ha hecho entonces?, ¿un ejército de criaturas que son imperfectos émulos de la divinidad? ¿Es el doctor Frankenstein un imitador de Dios? ¿Y quién es entonces el propio Dios?
Tanto es así que, pasado prácticamente un siglo desde la primera aparición de la obra, esta seguía pesando tanto en la mentalidad colectiva de Occidente que se convirtió en uno de los primeros temas del recién nacido cinematógrafo. De hecho, el primer cortometraje homónimo y basado en el personaje, dirigido por J. Searle Dawley, data de 1910 y pronto se vería seguido de otros dos largometrajes mudos: Life without soul (Joseph W. Smiley, 1915) e Il mostro de Frankenstein (Eugenio Testa, 1921). No obstante, el icono popular en torno a la figura del monstruo no es otro que el encarnado por Boris Karloff en la primera versión sonora, un auténtico clásico del cine repleto de momentos inolvidables, realizada por Universal Pictures en 1931 y dirigida por James Whale, quien a la sazón inspiró con sus bocetos el soberbio maquillaje que Jack Pierce diseñó para la criatura. Tan grande fue el éxito cosechado por ella que el mismo equipo creativo, en 1935, repetiría con una continuación, The bride of Frankenstein, que sin alterar los efectistas patrones visuales de la primera, trataba de profundizar con escaso éxito en los entresijos dramáticos y filosóficos de la historia.
No ha perdido fuerza la idea de Mary Shelley en el presente, si bien se ha readaptado, en la misma medida en que la ciencia, tras el descubrimiento del ADN y el aporte de la investigación genética, ha establecido que los elementos básicos de la vida son otros diferentes. Los «frankenstein» del presente son hombres que manipulan códigos genéticos, crean quimeras y, cual nuevos dioses, juegan con los misterios últimos de la vida. E incluso pretenden resucitar a los muertos. Así, allá donde Viktor Frankenstein, en un brutal ejercicio de casquería, trataba de coser los pedazos de los cadáveres que robaba en los cementerios, mucho después el Herbert West de Re-Animator (1985) pretendió lo mismo inyectando a los cadáveres un extraño fluido fosforescente en el tronco encefálico. Y donde el pueblo enardecido ante la monstruosidad trataba de incendiar el torreón en el que el científico alojaba su laboratorio, los héroes inexpresivos de la serie B cinematográfica, como Chuck Norris, terminaron por enfrentarse a la bestia resucitada a trastazo limpio en películas como Furia silenciosa (1982). Diferentes coberturas, diversos mensajes, distintos medios, la misma idea. Siempre idéntico mito cultural una vez tras otra: la fascinación ante la muerte, ante la finitud, ante la evidencia inasumible de la nada.
La productora Universal, al adquirir los derechos cinematográficos de Drácula, Frankenstein, La Momia o el Hombre Lobo, hizo uno de los más pingües negocios de toda su historia. El éxito de estas producciones de bajo presupuesto –pero excelente realización– fue tan grande que incluso llegó a ponerlos en pantalla por parejas.
Sea como fuere, a la par que el hombre crea al monstruo, comienza a triunfar otro mito literario: el del hombre que por su ambición creativa potencia al monstruo que todos llevamos dentro fomentando el lado más oscuro y oculto de la propia personalidad. La tragedia, por supuesto, se desencadena cuando ese terror interno escapa al control del lado luminoso, gana terreno y se adueña por completo del ser mismo del individuo. Nos referimos, por supuesto, a El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde , novela de Robert Louis Stevenson aparecida en 1886 y que también, muy pronto, caló en la cultura popular para hacerse un hueco propio e inmortal. Al poco tiempo de publicarse el libro de Stevenson, ya estaba siendo representado con fulgurante éxito en los teatros londinenses, irónicamente en las mismas fechas en las que el terrible Jack el Destripador cometía sus famosos crímenes, por lo que no es extraño —nada es casual— que a menudo la representación en el imaginario popular de la figura de Jack, impulsada desde los rotativos de la época, sea coincidente con la que se ha otorgado al personaje bipolar de Jekyll-Hyde.
En cualquier caso Stevenson, y quizá ahí resida la clave de su éxito, propone la primera lectura netamente moderna, en clave psíquica, del conflicto entre el bien y el mal que reside en el interior de cada uno de nosotros, explorando la idea del hombre como un ser capaz al mismo tiempo de las mayores bondades y de las más terribles atrocidades. Lectura muy influyente, también sobrerrepresentada con posterioridad, y cuya primera versión cinematográfica considerada fidedigna 6 , de enorme carga icónica, apareció en 1931 de la mano de Rouben Mamoulian en la dirección y de un excepcional Fredric March en el papel del doctor. Una parafernalia filosófica la del binomio Jekyll-Hyde que encaja a la perfección con el naciente género detectivesco que eclosiona en aquel Londres de finales del siglo XIX, y cuyo paradigma indiscutible, seña de identidad universal, es el gran personaje de Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, que se presenta al público en 1887 con la publicación de Estudio en escarlata , y que asienta un modelo de novela detectivesca posteriormente reeditado, a lo largo del siguiente siglo, en otras versiones de investigador criminal cerebral que también gozaron de gran popularidad como sucedió con el Hércules Poirot concebido por Agatha Christie, el Harry Dickson de Jean Ray o el Maigret de Georges Simenon.
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