Pero es que, además, Lombroso era un firme partidario de la eugenesia, también muy en boga entre los intelectuales de su tiempo y defendía, por tanto, que las conductas y patologías psicosociales también se heredan. Por ello dedicó gran parte de su tiempo a visitar prisiones a fin de estudiar craneológicamente a diversos delincuentes, vivos o ya ejecutados, para posteriormente cotejar los resultados obtenidos con la anatomía craneana de simios y fósiles humanos prehistóricos, o informes acerca de la vida y costumbres de los hombres primitivos que arrojaban las expediciones antropológicas tan populares en la época. Llegó con ello a la conclusión de que el delincuente era, básicamente y con total independencia de su sexo, un individuo dotado de rasgos morfológicos y conductuales arcaicos, aquejado de un síndrome hereditario al que dio en llamar atavismo . Es decir: no era la sociedad quien hacía al delincuente, ni tan siquiera la enfermedad mental como tal, sino que el criminal nacía ya para serlo.
Según las estimaciones de otros fervientes eugenesistas como Galton, a lo largo de las generaciones los caracteres sufrían a menudo una fase involutiva en la media de las poblaciones. La selección natural deficiente propiciada por la artificiosidad de las sociedades humanas, que al no estar sometidas al control de la naturaleza permitían la supervivencia de los no aptos, daba pie a la perpetuación de rasgos indeseables y empobrecedores de la calidad genética de la especie que, cada cierto tiempo y por deriva génica, se popularizaban en una población dada. Esto permitía explicar, en su opinión, por qué entre los seres humanos de cualquier lugar, clase y condición, predominaba la mediocridad física e intelectual sobre el talento. Los individuos más aptos eran siempre una inmensa minoría. Desde este punto de vista, Galton entendía que los procesos de herencia debían ser manipulados mediante una adecuada política eugenésica, a fin de incrementar la aparición de los rasgos genéticos más adaptativos y deseables, y propiciar una disminución de aquellos otros que empobrecían la herencia. Precisamente, la investigación de Lombroso se centró en el estudio de aquellos rasgos que Galton pretendía erradicar puesto que en ellos, sostenía, se encontraba el fundamento de la conducta criminal. De hecho, estimaba que en cualquier población humana sobrevivía una minoría de sujetos en los que estas taras filogenéticas se manifestaban de modo más preclaro y que, en puridad, podía considerarse que aquellos individuos no eran otra cosa que indeseables efectos involutivos del proceso de selección natural.
Lo cierto es que Cesare Lombroso presentó el grueso de su aportación a la comunidad científica con la publicación de su célebre L’Uomo Delinquente (1875). Una obra que goza del relevante reconocimiento historiográfico que la eleva a origen de la Criminología y la Antropología Forense modernas, y que sigue vigente gracias al inestimable concurso del arte, la literatura y el ensayo, que asumieron en muchos casos sin reservas los argumentos en ella expuestos. Sirva como ejemplo la presentación que de Bray y Sempau realizaron del general Mercier, a todas luces el «malvado nato» de la historia, en su reconstrucción del célebre Caso Dreyfus : un hombre al que se califica nada menos que de acartonado, con cara de vieja octogenaria y ojillos de ratón ocultos entre los pliegues de párpados enormes. O las descripciones que los novelistas afines al género negro componían al referirse a los criminales de sus novelas:
Cuando vi por primera vez a Domingo —continuó Syme— sólo le vi la espalda y comprendí que era el hombre más malo del mundo. Su cuello, sus hombros, eran brutales, como los de un dios simiesco. Su cabeza tenía cierta inclinación, propia más que de un hombre, de un buey. Y al instante se me ocurrió que aquello no era un hombre, sino una bestia vestida de hombre. 10
Sea como fuere, la supervivencia en el presente del ideario lombrosiano no es atribuible a su mero contenido científico, a todas luces superado desde hace décadas aunque existan todavía contumaces interesados en resucitar el cadáver, sino a sus sugestivos elementos ideológicos que, de un modo u otro, ya sea dentro de la misma ciencia, pasando por la consideración política y educativa, o sobreviviendo en la mera tradición popular, permanecen todavía entre nosotros. No lo olviden: la cara es el espejo del alma, los malos siempre lo parecen y, además, no pueden evitar ser malvados porque estaría en su naturaleza.
Eso es precisamente lo que ocurre con el fantasma que Gaston Leroux diseñó para destruir en la ficción el encanto de la ópera Garnier. Contra la falsa opinión difundida —y aceptada por la mayoría del público— en la primera adaptación cinematográfica sonora del personaje realizada por Arthur Lubin en 1943, y que muestra al fantasma como una trágica víctima del destino que se vuelve malo porque «es herido» física y moralmente, la obra de Leroux plantea que Erik es un monstruo de nacimiento, hijo de un albañil de Rouen que le detesta y una madre que le teme por su fealdad y su crueldad, al punto de que pronto se ve obligado a abandonar el hogar familiar. Tras correr diversas peripecias, habiéndose revelado como un prodigio musical durante el tiempo que trabaja como monstruo circense, el deforme Erik se instala en los sótanos de la ópera de París, desde los que chantajea a sus gerentes para ver cumplidos sus planes por siniestros que estos puedan llegar a resultar. El personaje de Gaston Leroux, como corresponde a un malvado monstruoso y pervertido por naturaleza, a un malo lombrosiano de manual, no se redime, no desea eludir su destino sino que, antes al contrario, hace del defecto una virtud y un estilo de vida porque su naturaleza le predestina: esa misma biología adversa escrita en su rostro es, vuelta hacia adentro, corrupción espiritual.
Más fieles al original, y creadoras de un cliché del personaje más perdurable en el cine posterior, fueron las dos primeras versiones mudas de la historia de Leroux: Das Phantom der Oper (Ernst Matray, 1916), y The phantom of The Opera (Rupert Julian, 1925). Muy destacable en la segunda es la excepcional y estremecedora imagen que Lon Chaney Sr. creo del personaje, otro icono de la cultura popular por derecho propio. Resulta curioso, por lo demás que las adaptaciones teatrales de la ficción de Gaston Leroux, generalmente en la forma de tediosos musicales que pretenden emular con escaso éxito el tópico de la bella y la bestia, hayan optado por seguir el esquema romántico y en gran medida pervertidor del espíritu original de la obra de Leroux que exhibe la versión de Lubin. Excluiremos de la lista de fiascos musicales, sin embargo, a la peculiar cinta de Brian de Palma, El fantasma del paraíso (1974), no sólo por la calidad de su banda sonora, sino también por su vibrante concepción artística y cinematográfica que la convierte en una joya visual que actualiza el clásico de manera más que digna y lo introduce en la mentalidad y el concepto de las nuevas generaciones. Una de las mejores películas del siempre discutido De Palma. De hecho, muchas de las visiones músico-teatrales del fantasma de la ópera montadas a partir de 1980 tienen más que ver con la percepción de Brian de Palma que con la de Lubin.
Lo cierto es que el cine muy a menudo se ha decidido por el esquema de la versión de Rupert Julian, más fiel y consecuente con la idea del binomio maldad-monstruosidad que palpita en el original. Así por ejemplo, el fantasma de la ópera Garnier pronto se reconvirtió en el escultor y asesino despiadado de Mistery of the Wax Museum (Michael Curtiz, 1933), historia más conocida entre el público gracias a la inolvidable versión de 1953 dirigida por André de Toth y protagonizada por el colosal Vincent Price. Paradójicamente, y como curiosidad añadida, digamos que esta película fue una de las primeras realizadas en 3D de la historia, pero como De Toth era tuerto, no podía experimentar en primera persona el efecto que trataba de conseguir con sus planos. Sea como fuere, ambas reeditan la historia del asesino deforme que mata más allá de la mera venganza, precisamente, porque su deformidad no aceptada e incapacitante le ha convertido en un ser desgraciado, amargado e inmoral, lo cual le impulsa al crimen irremediablemente.
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