Es evidente que en semejante tesitura la justicia decidió avanzar por la calle de en medio para proseguir, y así hasta el presente en la mayoría de los países democráticos, con la idea más práctica de M’Naghten; determinemos si el acusado es capaz de distinguir entre el Bien y el Mal (si es «psicológicamente competente», en suma) a fin de poder emitir un veredicto acerca de aquello que se le acusa. Ya se le tratará psicológicamente en prisión si es necesario y, claro está, si se dispone de los medios y recursos apropiados para afrontar dicho tratamiento 16 .
11 Charcot guardaba cierto parecido físico con Napoleón Bonaparte que él mismo se empecinaba en cultivar (incluso posaba en la tópica actitud napoleónica en los retratos). Por ello, muchos de sus alum-nos, colegas y detractores le otorgaron este apodo. A unos les sirvió como expresión de admiración. A otros como pretexto para la burla.
12 BREGER, L. Freud. El genio y sus sombras. Buenos Aires: Ediciones B Argentina, p. 118, 2001.
13 FREUD, S. El malestar en la cultura . Madrid: Alianza, 1970, p. 63.
14 Ibíd. anterior, p. 64-65. La cursiva es del original.
15 Quizá la más dura de todas ellas proceda de la propia psicología. Autores de reputado prestigio como Hans Eysenck o Bhurrus Skinner —catalizadores de la corriente crítica contra el psicoanálisis— lo han calificado, entre otras cosas, de ambiguo y vago, de circularidad conceptual, de carencias insolubles en lo relativo a su control metodológico e incluso de ineficacia terapéutica.
16 «Recuerdo —escribe un policía— al hijo de un profesor de música de Granada que asesinó a su padre clavándole una estaca en el corazón porque “una voz interior le había dicho que se trataba de un vampiro”. O a aquel muchacho que mató a su hermano porque “del televisor había salido una voz que le ordenó acabar con su vida”. Pero lo peor es que en España se cerraron los manicomios porque eran sitios “vergonzantes” y poco “progres”, y ahora muchos dementes pagan sus acciones, más o menos imputables, en psiquiátricos penitenciarios, a menos que la familia sea eso que se llama “pudiente” y pueda ingresarlo en una institución adecuada y, por supuesto, de pago. ¡Poderoso caballero!» (GIMÉNEZ, M. «Por mandato divino». En: Así son las cosas, n.º 118. Agosto de 2004).
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