Jean-Paul Sartre - La Náusea
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Miré con espanto esos seres inestables que quizá dentro de una hora, de un minuto se desplomarían; bueno, sí; yo estaba allí, vivía en medio de esos libros llenos de conocimientos: unos describían las formas inmutables de las especies animales, otros explicaban que la cantidad de energía se conserva íntegra en él universo; yo estaba allí, de pie delante de una ventana cuyos vidrios tenían un índice de refracción determinado. ¡Pero qué barreras débiles! Supongo que es por pereza que el mundo se asemeja de un día a otro. Parecía como si hoy, quisiera cambiar. Y entonces, todo, todo podía suceder.
No tengo tiempo que perder: en el origen de este malestar se encuentra el asunto del café Mably. Es preciso que vuelva allí, que vea a M. Fasquelle en vida y le toque, si es necesario, la barba, las manos. Entonces tal vez me libre.
Tomé el sobretodo apresuradamente y me lo eché por los hombros, sin ponérmelo; escapé. Al cruzar el jardín público, encontré en el mismo sitio al hombre de la esclavina; tenía una enorme cara pálida entre dos orejas escarlata de frío.
El café Mably centelleaba de lejos; esta vez debían de estar encendidas las doce lámparas. Apreté el paso; era necesario terminar. Eché primero una mirada por la puerta vidriera; la sala estaba desierta. No se veía a la cajera, tampoco al mozo ni a M. Fasquelle.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para entrar; no me senté. Grité: -¡Mozo!-Nadie respondió. Una taza vacía en una mesa. Un terrón de azúcar en el platillo. -¿No hay nadie?
Un abrigo colgaba de la percha. Sobre un velador se apilaban revistas en carpetas negras. Aceché el menor ruido conteniendo la respiración. La escalera privada crujió ligeramente. Afuera, la sirena de un barco. Salí retrocediendo, sin quitar los ojos de la escalera.
Lo sé: a las dos de la tarde los clientes son escasos. M. Fasquelle tenía gripe; seguramente había enviado al mozo por unas diligencias, en busca de un médico quizá. Sí, pero yo necesitaba ver a M. Fasquelle. A la entrada de la calle Tournebride me volví; contemplé con desagrado el café resplandeciente y desierto. Las persianas del primer piso estaban cerradas.
Un verdadero pánico se apoderó de mí. Ya no sabía a dónde iba. Corrí a lo largo de las dársenas, di vueltas por las calles desiertas del barrio Beauvoisis; las casas me miraban huir con sus ojos melancólicos. Me repetía angustiado: ¿adónde ir? ¿adónde ir? Todo puede suceder. De vez en cuando, con el corazón palpitante, daba una brusca media vuelta: ¿qué ocurría a mis espaldas? Quizá eso comenzara detrás de mí, y cuando me volviera, de pronto, sería demasiado tarde. Mientras pudiera ver los objetos, no se produciría, nada: miraba todo lo posible el pavimento, las casas, los picos de gas: mis ojos pasaban rápidamente de unos a otros para sorprenderlos y detenerlos en medio de sus metamorfosis. No parecían demasiado naturales, pero yo me decía con fuerza: es un pico de gas, es una fuente, y trataba de reducirlos a su aspecto cotidiano mediante el poder de mi mirada. Varias veces encontré bares en el camino: el Café des Bretons, el Bar de la Marne. Me detenía, vacilaba delante de sus cortinas de tul rosa: quizá esos locales bien cerrados habían sido perdonados, quizá encerraban aún una parcela aislada, olvidada, del mundo de ayer. Pero era preciso empujar la puerta, entrar. No me atrevía; reanudaba la marcha. Las puertas de las casas, sobre todo, me daban miedo. Temí que se abrieran solas. Terminé caminando por el centro de la calzada.
Desemboqué bruscamente en el muelle de los diques del norte. Barcas pesqueras, pequeños yates. Apoyé el pie en una argolla empotrada en la piedra. Allí, lejos de las casas, lejos de las puertas, conocería un instante de reposo. Bajo el agua tranquila y salpicada de granos negros, flotaba un corcho.
“¿Y debajo del agua? ¿No has pensado en lo que puede haber debajo del agua?”
¿Un animal? ¿Un gran carapacho medio hundido en el fango? Doce pares de patas surcan el limo lentamente. El animal se levanta un poco de vez en cuando. En el fondo del agua. Me acerqué, espiando un remolino, una débil ondulación. El corcho seguía inmóvil entre los granos negros.
En ese momento oí voces. Era tiempo. Giré sobre mí mismo y proseguí la carrera.
Alcancé a los dos hombres que hablaban en la calle de Castiglione. Al ruido de mis pasos se estremecieron violentamente y se volvieron juntos. Vi que sus ojos inquietos se clavaban en mí, luego detrás de mí para ver si no venía otra cosa. ¿Entonces eran como yo, tenían miedo? Cuando les dejé atrás, nos miramos: casi nos dirigimos la palabra. Pero de improviso las miradas expresaron desconfianza; en un día como éste no se habla con cualquiera.
Me encontré en la calle Boulibet, sin aliento. Bueno; la suerte estaba echada: regresaría a la biblioteca, tomaría una novela, trataría de leer. Mientras costeaba la verja del jardín público, vi al hombre de la esclavina. Seguía allí, en el jardín desierto; la nariz se le había puesto tan roja como las orejas.
Iba a empujar la puerta, pero la expresión de su rostro me detuvo: arrugaba los ojos y reía a medias, con aire estúpido y dulzón. Pero al mismo tiempo miraba fijo hacia adelante algo que yo no podía ver, con una mirada tan dura e intensa que me volví bruscamente.
Frente a él, con un pie en el aire y la boca entreabierta, una chiquilla de unos diez años, fascinada, lo miraba, tironeando nerviosamente de su pañoleta, y adelantando su rostro puntiagudo.
El hombre sonreía para sí como quien va a hacer una buena broma. De golpe se levantó con las manos en los bolsillos de la esclavina que le llegaba hasta los pies. Dio dos pasos y puso los ojos en blanco. Creí que se caería. Pero continuaba sonriendo con aire soñoliento.
De pronto comprendí: ¡la esclavina! Hubiera querido impedirlo. Me habría bastado con toser o empujar la puerta. Pero también me fascinaba el rostro de la chiquilla. Tenía las facciones tensas de miedo; el corazón debía de latirle horriblemente; sólo que además yo leía en ese hocico de rata algo poderoso y maligno. No curiosidad, sino más bien una especie de segura espera. Me sentí impotente; yo estaba afuera, al borde del jardín, al borde del pequeño drama; pero a ellos los unía la oscura potencia de sus deseos; formaban una pareja. Contuve la respiración, quería ver qué se pintaría en esa cara de revieja cuando el hombre, a mis espaldas, apartara los paños de la esclavina.
Pero de pronto la niña, liberada, sacudió la cabeza y echó a correr. El tipo de la esclavina me había visto; fue lo que lo detuvo. Permaneció un segundo inmóvil en medio de la avenida, y echó a andar con la espalda encorvada. La esclavina le golpeaba las pantorrillas.
Empujé la puerta y lo alcancé de un salto.
– ¡Eh, usted! -grité.
El hombre empezó a temblar.
– Una gran amenaza pesa sobre la ciudad -le dije cortésmente al pasar.
Entré en la sala de lectura y tomé de una mesa La Chartreuse de Parme. Trataba de absorberme en la lectura, de encontrar un refugio en la clara Italia de Stendhal. Lo conseguía por momentos, en breves alucinaciones, para recaer en el día amenazador, frente a un viejecito que se aclaraba la garganta, y un muchacho soñador, recostado en su silla.
Pasaban las horas, los vidrios se habían puesto negros. Éramos cuatro, sin contar el corso que sellaba en su escritorio las últimas adquisiciones de la biblioteca. Estaban el viejecito, el muchacho rubio, una joven que prepara su licenciatura, y yo. De vez en cuando uno de nosotros alzaba la cabeza, echaba una mirada rápida y desconfiada a los otros tres, como si tuviera miedo. En cierto momento el viejecito se echó a reír; vi que la joven se estremecía de pies a cabeza. Pero yo había descifrado el título del libro que leía el viejo: era una novela divertida.
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