Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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El tinte general de los retratos tiraba al castaño oscuro. Los colores vivos habían sido proscritos por razones de decencia. Sin embargo, en los retratos de Renaudas, que pintaba de preferencia a los ancianos, la nieve del pelo y las patillas resaltaba sobre el fondo negro; Renaudas sobresalía en el tratamiento de las manos. En Bordurin, de técnica inferior, las manos eran en cierto modo sacrificadas, pero los cuellos postizos brillaban como mármol.

Hacía mucho calor y el guardián roncaba dulcemente. Eché una ojeada circular a las paredes: vi manos y ojos; aquí y allá una mancha de luz comía un rostro. Al encaminarme hacia el retrato de Olivier Blévigne, algo me retuvo: desde el cimacio, el comerciante Pacôme dejaba caer sobre mí una clara mirada.

Estaba de pie, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás; tenia en una mano, contra el pantalón gris perla, un sombrero de copa y guantes… No pude evitar cierta admiración; no vi en él nada mediocre, nada que diera motivo a la crítica: pies pequeños, manos finas, anchos hombros de luchador, elegancia discreta, con una pizca de fantasía. Ofrecía cortésmente a los visitantes la nitidez sin arrugas de su rostro; hasta flotaba en sus labios la sombra de una sonrisa. Pero sus ojos grises no sonreían. Podía tener cincuenta años; estaba joven y fresco como a los treinta. Era hermoso. Renuncié a pillarlo en falta. Pero él no me soltó. Leí en sus ojos un juicio tranquilo e implacable.

Comprendí entonces todo lo que nos separaba: lo que yo podía pensar de él no lo alcanzaba, era exactamente psicología como la de las novelas. Pero su juicio me traspasaba como una espada y ponía en duda hasta mi derecho a existir. Y era verdad, siempre lo había sabido: yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio. Mi vida crecía a la buena de Dios, y en todas direcciones. A veces me enviaba vagas señales; otras veces sólo sentía un zumbido sin consecuencias.

Pero con ese hermoso hombre sin defectos, muerto hoy, con Jean Pacôme, hijo del Pacôme de la Defensa Nacional, la cosa era muy distinta: los latidos de su corazón y los rumores sordos de sus órganos le llegaban en forma de pequeños derechos instantáneos y puros. Durante sesenta años, sin desfallecimientos, había hecho uso del derecho a vivir. ¡Qué magníficos ojos grises! Jamás había pasado por ellos la sombra de una duda. Además, Pacôme no se había equivocado nunca.

Siempre cumplió con su deber, con todos sus deberes: de hijo, de esposo, de padre, de jefe. También reclamó sin debilidad sus derechos: niño, el derecho a ser bien educado en una familia unida, el derecho a heredar un nombre sin tacha, un negocio próspero; marido, el derecho a gozar de cuidados, de tierno afecto; padre, el de ser venerado; jefe, el derecho a ser obedecido sin chistar. Pues un derecho es la otra cara de un deber. Su éxito extraordinario (los Pacôme son hoy la familia más rica de Bouville) nunca debió de asombrarle. Nunca se dijo que era feliz, y cuando algo le proporcionaba placer, debía de entregarse a él con moderación, diciendo: “Es un entretenimiento”. De este modo, al pasar al rango de derecho, el placer perdía su agresiva futilidad. A la izquierda, un poco más arriba de su pelo gris azulado, en un estante, vi unos libros. Eran bellas encuadernaciones; seguramente serían clásicos. Sin duda Pacôme leía a la noche, antes de dormirse, unas páginas de “su viejo Montaigne” o una oda de Horacio en el texto latino. A veces también leería, para informarse, una obra contemporánea. Así había conocido a Barrès y a Bourget. Al cabo de un rato dejaba el libro. Sonreía. La mirada perdía su admirable vigilancia; se tornaba casi soñadora.

Decía: “Cuánto más simple y difícil es cumplir con el deber”.

Nunca más pensó en sí mismo: era un jefe.

Otros jefes colgaban de las paredes; hasta era lo único que había. Jefe era ese anciano verde grisáceo en su sillón. El chaleco blanco resultaba una afortunada evocación de su pelo plateado. (En esos retratos -pintados sobre todo con fines de edificación moral-, la exactitud llegaba hasta el escrúpulo, pero sin excluir la preocupación artística.) Posaba su larga y fina mano en la cabeza de un muchachito. Había un libro abierto sobre sus rodillas. Pero su mirada erraba en la lejanía. Veía todas esas cosas invisibles para los jóvenes. Su nombre figuraba en un losange de madera dorada, encima del retrato; debía de llamarse Pacôme, o Parrottin o Chaigneau. No se me ocurrió ir a comprobarlo; para sus allegados, para ese niño, para él mismo, era simplemente el Abuelo; dentro de un instante, si consideraba llegada la hora de mostrar a su nieto el alcance de sus futuros deberes, hablaría de sí mismo en tercera persona: “Vas a prometer a tu abuelo que serás muy juicioso, queridito, y trabajarás mucho el año próximo. Tal vez el año próximo el abuelo ya no esté aquí”.

En el ocaso de la vida, derramaba sobre todos su indulgente bondad. Yo mismo, en caso de que me viera -pero era transparente a sus miradas-, hallaría gracia a sus ojos; él pensaría que en otros tiempos había tenido abuelos. No reclamaba nada; ya no hay deseos a esa edad. Nada, salvo que bajaran ligeramente el tono al entrar; que hubiera a su paso un matiz de ternura y respeto en las sonrisas; nada, salvo que su nuera dijese, a veces: “Papá es extraordinario; está más joven que todos nosotros”; salvo ser el único capaz de calmar las cóleras del nieto, imponiéndole las manos en la cabeza y diciendo en seguida: “El abuelo sabe consolar estas grandes penas”; nada, salvo que su hijo solicitara su consejo varias veces al año sobre cuestiones delicadas; en fin, nada salvo sentirse sereno, apaciguado, infinitamente cuerdo. La mano del viejo señor apenas pesaba sobre los bucles de su nieto; era casi una bendición. ¿En qué podía pensar? En su pasado honorable que le confería el derecho a hablar de todo y a decir en todo la última palabra. No llegué bastante lejos el otro día: la Experiencia es mucho más que una defensa contra la muerte; es un derecho: el derecho de los ancianos.

El general Aubry, colgado de la moldura, con su gran sable, era un jefe. Otro jefe, el presidente Hébert, fino letrado, amigo de Impétraz… Su rostro era largo y simétrico, con un interminable montón señalado, justo bajo el labio, por una perilla; adelantaba un poco la mandíbula con el aire divertido de quien hace un distingo o suelta una objeción de principio como un ligero eructo. Soñaba, sosteniendo una pluma de ganso en la mano; también él, diablos, se entretenía, y haciendo versos. Pero tenía el ojo de águila de los jefes.

¿Y los soldados? Yo estaba en el centro de la sala, punto de mira de todos esos ojos graves. No era un abuelo, ni un padre, ni siquiera un marido No votaba, apenas pagaba algunos impuestos; no podía engreírme ni de los derechos del contribuyente, ni de los del elector, ni siquiera del humilde derecho a la honorabilidad que veinte años de obediencia confieren al empleado. Mi existencia comenzaba a asombrarme seriamente. ¿No sería yo una simple apariencia?

“¡Vaya, me dije de improviso, yo soy el soldado!” Esto me hizo reír sin rencor.

Un quincuagenario rollizo me devolvió cortésmente una hermosa sonrisa. Renaudas lo había pintado con amor; no había dado toques demasiado tiernos a las pequeñas orejas carnosas y cinceladas, ni, sobre todo, a las manos largas, nerviosas, de dedos finos; verdaderas manos de sabio o de artista. Su rostro me era desconocido; seguramente habría pasado con frecuencia delante de la tela sin reparar en ella. Me acerqué, leí: Rémy Parrottin, nacido en Bouville en 1849, profesor de la Escuela de Medicina de París.

Parrottin: el doctor Wakefield me había hablado de él. “Una vez en mi vida encontré un gran hombre. Era Rémy Parrottin. Seguí sus cursos durante el invierno de 1904 (como usted sabe, pasé dos años en París para estudiar obstetricia). Me hizo comprender lo que es un jefe. Tenía fluido, se lo aseguro. Nos electrizaba: nos hubiera llevado al fin del mundo. Y además era un gentleman; poseía una inmensa fortuna y dedicaba una buena parte de ella a ayudar a los estudiantes pobres”.

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