Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Las siete menos diez. Pensé bruscamente que la biblioteca cerraba a las siete. Otra vez me vería arrojado a la ciudad. ¿A dónde iba a ir? ¿Qué haría?

El viejo había terminado la novela. Pero no se marchaba. Daba en la mesa golpes secos y regulares con el dedo.

– Señores -dijo el corso-, va a ser hora de cerrar. El muchacho se sobresaltó y me echó una breve ojeada. La joven miraba al corso, luego tomó de nuevo el libro y pareció sumergirse en la lectura.

– Hora de cerrar -dijo el corso cinco minutos más tarde.

El viejo meneó la cabeza con aire indeciso. La joven hizo a un lado el libro pero sin levantarse.

El corso no salía de su asombro. Dio unos pasos vacilantes e hizo girar un conmutador. En las mesas de lectura las lámparas se apagaron. Sólo la ampolla central permanecía encendida.

– ¿Hay que marcharse? – preguntó dulcemente el viejo. Con lentitud, con pesar, el joven se levantó. Aquello fue jugar a quien tardaría más para ponerse el abrigo. Cuando salí, la mujer seguía sentada, con una mano abierta apoyada en el libro.

Abajo, la puerta de entrada se abría a la noche. El muchacho, que iba adelante, se volvió, bajó lentamente la escalera, cruzó el vestíbulo; en el umbral se detuvo un instante, se lanzó hacia la noche y desapareció.

Al llegar al pie de la escalera, alcé la cabeza. Al cabo de un momento, el viejecito abandonó la sala de lectura, abrochándose el sobretodo. Cuando hubo bajado los tres primeros peldaños, tomé impulso y me zambullí cerrando los ojos.

Sentí en el rostro una ligera caricia fresca. A lo lejos, alguien silbaba. Levanté los párpados: llovía. Una lluvia dulce y tranquila. La plaza estaba apaciblemente iluminada por los cuatro faroles. Una plaza de provincia bajo la lluvia. El joven se alejaba a grandes trancos; era él quien silbaba: tuvo ganas de gritar a los otros dos, ignorantes aún, que podían salir sin temor, que había pasado la amenaza.

El viejecito apareció en el umbral. Se rascó la mejilla con aire turbado, sonrió ampliamente y abrió el paraguas.

Sábado a la mañana.

Un sol encantador, con una niebla ligera que promete buen tiempo para todo el día. Tomé el desayuno en el café Mably.

Mme. Florent, la cajera, me dedica una graciosa sonrisa. Grito desde mi mesa:

– ¿El señor Fasquelle está enfermo?

– Sí, señor; una fuerte gripe; tiene para unos cuantos días de cama. Su hija llegó esta mañana de Dunkerque. Se ha instalado aquí para cuidarlo.

Por primera vez desde que recibí la carta, estoy francamente contento de ver a Anny. ¿Qué ha hecho en estos seis años? ¿Estaremos incómodos cuando nos veamos? Anny ignora la incomodidad. Me recibirá como si la hubiese dejado ayer. Con tal de que no me porte como un animal y no la prevenga contra mi desde un principio recordar que no he de tenderle la mano; lo detesta.

¿Cuántos días pasaremos juntos? Quizá la traiga a Bouville. Bastaría que viviera aquí unas horas, que durmiera una noche en el hotel Printania. Después no sería lo mismo; ya no podría tener miedo.

A la tarde.

El año pasado, cuando hice mi primera visita al Museo de Bouville, me sorprendió el retrato de Olivier Blévigne. ¿Falta de proporciones, de perspectiva? No hubiera sabido decirlo, pero algo me molestaba; el diputado no parecía seguro en la tela.

Después volví varias veces. Pero mi incomodidad persistía. No quise admitir que Bordurin, premio de Roma y seis veces condecorado hubiera cometido un error en el dibujo.

Pero esta tarde, hojeando una vieja colección del Satirique Bouvillois, publicación de chantaje cuyo propietario fue acusado de alta traición durante la guerra, sospeché la verdad. En seguida salí de la biblioteca y fui a dar una vuelta por el Museo.

Crucé rápidamente la penumbra del vestíbulo. En las baldosas blancas y negras, mis pasos no hacían ruido alguno. A mi alrededor, todo un pueblo de yeso retorcía sus brazos. Entreví, al pasar delante de dos grandes puertas, vasos resquebrajados, platos, un sátiro azul y amarillo sobre un zócalo. Era la sala Bernard Palisy, dedicada a la cerámica y a las artes menores. Pero la cerámica no me divierte. Un señor y una señora de luto contemplaban respetuosamente los objetos de barro cocido.

Sobre la entrada del gran salón -o salón Bordurin-Renaudas-, habían colgado, sin duda desde hacía poco, una tela grande desconocida para mí. Estaba firmada por Richard Séverand y se llamaba La muerte del célibe. Era una donación del Estado.

Desnudo hasta la cintura, el torso un poco verde como corresponde a los muertos, el célibe yacía en una cama deshecha. Las sábanas y colchas en desorden probaban una larga agonía. Sonrío pensando en M. Fasquelle. Él no estaba solo; lo cuidaba su hija. En la tela, el ama de llaves, de facciones marcadas por el vicio, había abierto ya el cajón de la cómoda, y contaba escudos. Por una puerta abierta se veía, en la penumbra, un hombre de gorra aguardando con un cigarrillo pegado al labio inferior. Cerca de la pared, un gato indiferente bebía leche.

Ese hombre había vivido para sí. Como castigo severo y merecido, nadie había ido a cerrarle los ojos en su lecho de muerte. El cuadro me hacía una última advertencia; aún era tiempo, podía volver sobre mis pasos. Pero si seguía adelante, que supiera esto: en el gran salón donde iba a entrar, había más de ciento cincuenta retratos colgados en las paredes; exceptuando algunos jóvenes arrebatados demasiado pronto a sus familias, y la Madre Superiora de un orfelinato, ninguno de los allí representados había muerto célibe, ninguno había muerto sin hijos ni intestado, ninguno sin los últimos sacramentos. En regla, ese día como todos los otros, con Dios y con el mundo, esos hombres habían pasado dulcemente a la muerte, para reclamar la parte de vida eterna a la cual tenían derecho.

Pues habían tenido derecho a todo: a la vida, al trabajo, a la riqueza, al mando, al respeto y, para terminar, a la inmortalidad.

Me recogí un instante y entré. El guardián dormía junto a una ventana. Una luz rubia, que caía de los vidrios, manchaba los cuadros. Nada viviente había en esa gran sala rectangular, salvo un gato que escapó asustado cuando entré. Pero sentí la mirada de ciento cincuenta pares de ojos.

Todos los que formaron parte de la “élite” bouvillesa entre 1875 y 1910 están allí, hombres y mujeres, pintados con escrúpulo por Renaudas y Bordurin.

Los hombres construyeron Sainte-Cécile-de-la-Mer. Fundaron en 1882 la Federación de Armadores y Comerciantes de Bouville “para agrupar en un haz poderoso a todas las buenas voluntades; para cooperar en la obra de recuperación nacional, y mantener en jaque a los partidos del desorden…” Ellos hicieron de Bouville el puerto comercial francés mejor equipado para descarga de carbón y madera. Dieron toda la amplitud deseable a la estación marítima, y por medio de perseverantes dragados, llevaron a 10m70 la profundidad del agua con marea baja. En veinte años el tonelaje de los barcos de pesca, que era de 5000 toneladas en 1869, se elevó, gracias a ellos, a 18.000. Sin retroceder ante ningún sacrificio para facilitar la ascensión de los mejores representantes de la clase obrera trabajadora, crearon, por propia iniciativa, diversos centros de enseñanza técnica y profesional que prosperaron bajo su alta protección. Rompieron la famosa huelga de las dársenas en 1898, y dieron sus hijos a la Patria en 1914.

Las mujeres, dignas compañeras de esos luchadores, fundaron la mayoría de los patronatos, casas cunas, talleres de caridad. Pero fueron ante todo, esposas y madres. Educaron hermosos hijos, les enseñaron sus deberes y derechos, la religión y las tradiciones de Francia.

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