Jean-Paul Sartre - La Náusea
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– ¿Conoce usted Jihlava, estimada señora? Es una curiosa y pequeña ciudad de Moravia, donde residí en 1924… Y el presidente del tribunal, que ha visto tantos casos, tomará la palabra al final de mi historia:
– Qué cierto, señor, qué humano es eso. He visto un caso semejante al principio de mi carrera. Fue en 1902. Yo era juez suplente en Limoges…
Sólo que en mi juventud me hartaron con estas cosas. Sin embargo, yo no pertenecía a una familia de profesionales. Pero también hay aficionados. Son los secretarios, los empleados, los comerciantes, los que escuchan a los demás en el café; al acercarse a los cuarenta se sienten henchidos de una experiencia que no pueden verter fuera. Afortunadamente han tenido hijos y los obligan a consumirla. Quisieran hacernos creer que su pasado no está perdido, que sus recuerdos se han condensado y convertido delicadamente en Sabiduría. ¡Cómodo pasado! Pasado de bolsillo, librito dorado lleno de bellas máximas. “Créame, le hablo por experiencia; todo lo que sé me lo ha enseñado la vida.” ¿Se habrá encargado la Vida de pensar por ellos? Explican lo nuevo por lo viejo, y lo viejo lo han explicado por acontecimientos más viejos todavía, como esos historiadores que hacen de Lenin un Robespierre ruso, y de Robespierre un Cromwell francés; al fin de cuentas nunca han comprendido absolutamente nada… Detrás de sus aires de importancia se adivina una pereza tristona; ven desfilar apariencias, bostezan, piensan que no hay nada nuevo bajo el sol. “Un viejo tocado”, y el doctor Rogé pensaba vagamente en otros viejos tocados sin recordar ninguno en particular. Ahora, nada de lo que haga M. Achille puede sorprendernos: ¡Si es un viejo tocado!
No es un viejo tocado: tiene miedo. ¿De qué tiene miedo? Cuando queremos comprender una cosa, nos situamos frente a ella. Solos, sin ayuda; de nada podría servir todo el pasado del mundo. Y después la cosa desaparece y lo que hemos comprendido desaparece con ella.
Las ideas generales son algo más halagador. Y además los profesionales y los mismos aficionados acaban siempre por tener razón. Su sabiduría recomienda hacer el menor ruido posible, vivir lo menos posible, dejarse olvidar. Sus mejores historias son las de imprudentes y originales que han recibido castigo. Bueno, sí; así sucede y nadie dirá lo contrario. Acaso M. Achille no tenga la conciencia muy tranquila. Acaso se diga que no estaría como está si hubiese escuchado los consejos de su padre, de su hermana mayor. El doctor tiene derecho a hablar; no ha frustrado su vida; ha sabido hacerla útil. Domina, tranquilo y poderoso, esa pequeña ruina; es una roca. El doctor Rogé ha bebido el calvados. Su gran cuerpo se apoltrona y sus párpados caen pesadamente. Por primera vez veo su rostro sin ojos: parece una máscara de cartón, como las que se venden hoy en los comercios. Sus mejillas tienen un horrible color rosa… De improviso se me aparece la verdad: este hombre morirá pronto. Seguramente lo sabe; basta con que se haya mirado en un espejo; cada día se asemeja un poco más al cadáver que será. Esto es la experiencia de los hombres; por eso me dije tantas veces que huele a muerte: es su última defensa. El doctor quisiera creerlo, quisiera enmascarar la insostenible realidad; que está solo, sin conocimientos, sin pasado, con una inteligencia que se embota y un cuerpo en descomposición. Por eso ha construido, ha arreglado, ha acolchado bien su pequeño delirio de compensación: se dice que progresa. ¿Hay agujeros en los pensamientos, instantes en que en su cabeza todo gira en el vacío? Es que su juicio ya no tiene la precipitación de la juventud. ¿No comprende lo que lee en los libros? Es que está tan lejos de los libros, en la actualidad. ¿Ya no puede hacer el amor? Pero lo ha hecho. Haberlo hecho es mucho mejor que seguir haciéndolo: la perspectiva permite el juicio, la comparación, la reflexión. Y para poder soportar su vista en los espejos, ese horrible rostro de cadáver trata de creer que en él se han grabado las lecciones de la experiencia.
El doctor vuelve un poco la cabeza. Sus párpados se entreabren, me mira con ojos rosados de sueño. Le sonrío. Quisiera que esta sonrisa le revelara todo lo que intenta ocultarse. Despertaría si pudiera decirse: “¡Ése sabe que voy a reventar!” Pero sus párpados caen de nuevo; se duerme. Me voy; dejo a M. Achille para que vele su sueño. La lluvia ha cesado, el aire es suave, por el cielo ruedan lentamente bellas imágenes negras: es más de lo que se necesita como marco de un momento perfecto; Anny provocaría en nuestros corazones pequeñas y oscuras mareas para reflejar esas imágenes. No sé aprovechar la ocasión; voy sin rumbo, vacío y tranquilo, bajo este cielo desperdiciado.
Miércoles.
No hay que tener miedo.
Jueves.
Escribí cuatro páginas. Después, largo momento de felicidad. No reflexionar demasiado en el valor de la Historia. Uno corre el riesgo de hastiarse de ella. No olvidar que M. de Rollebon representa, en la hora actual, la única justificación de mi existencia.
De hoy en ocho días veré a Anny.
Viernes.
La niebla era tan densa en el bulevar de la Rédoute, que creí prudente caminar pegado a los muros del Cuartel; a mi derecha los faros de los autos arrojaban hacia adelante una luz mojada; era imposible saber dónde concluía la acera. Había gente a mi alrededor; yo oía el ruido de sus pasos, por momentos el ligero zumbido de sus palabras;
– ¡Uf! – dijo el hombre.
Había tomado una valija del perchero. Salieron; los vi hundirse en la niebla.
– Son artistas -me dijo el mozo trayéndome el café-; son los que hicieron el número de entreacto en el Cine Palace. La mujer se venda los ojos y lee el nombre y la edad de los espectadores. Hoy se van porque es viernes y el programa cambia.
Fue a buscar un plato de medias lunas de la mesa que acababan de dejar los artistas. -No vale la pena.
No tenía ganas de comer esas medias lunas. -Tengo que apagar la luz. Dos lámparas para un solo cliente a las nueve de la mañana: el patrón me regañaría.
La penumbra invadió el café. Una débil claridad embadurnada de gris y pardo caía ahora de los altos vidrios.
– Quisiera ver al señor Fasquelle. No había visto entrar a la vieja. Una bocanada de aire helado me hizo estremecer.
El señor Fasquelle no ha bajado todavía.
– Me manda la señora Florent -continuó la vieja – No vendrá hoy.
Mme. Florent es la cajera, la pelirroja.
– Este tiempo -dijo- es malo para su vientre. El mozo adoptó un aire importante:
– Es la niebla -respondió-; como el señor Fasquelle: me sorprende que no haya bajado. Lo llamaron por teléfono. Por lo general baja a las ocho. Maquinalmente la vieja miró el cielo raso:
– ¿Está arriba?
– Sí, ése es su cuarto.
La vieja dijo, con voz lenta, como si hablara consigo misma: -Podría ser que estuviera muerto…
– ¡Bueno!-.El rostro del mozo expresó la más viva indignación -. ¡Bueno! Gracias.
Podría ser que estuviera muerto… Este pensamiento me había rozado. Es del tipo de ideas que a uno se le ocurren en tiempo brumoso.
La vieja partió. Debería haberla imitado; el local estaba frío y oscuro. La niebla se filtraba por debajo de la puerta; subiría lentamente y lo anegaría todo. En la biblioteca municipal hubiera encontrado luz y fuego.
Otro rostro vino a aplastarse contra el vidrio; hacía muecas.
– Espera un poco-dijo el mozo colérico, y salió corriendo.
El rostro se borró, me quedé solo. Me reproché amargamente haber salido de mi cuarto. Ahora la niebla lo habría invadido; me daría miedo volver.
Detrás de la caja, en la sombra, algo crujió. Era en la escalera privada; ¿bajaba al fin el encargado? Pero no, no apareció nadie; los peldaños crujían solos. M. Fasquelle seguía durmiendo. ¿O estaba muerto sobre mi cabeza? Lo hallaron muerto en su casa, una mañana de niebla. Como subtítulo: En el café, los clientes no sospechaban…
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