Jean-Paul Sartre - La Náusea
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Me dejé atrapar una vez; se mostraba lleno de pomposa reticencia con motivo de un breve viaje que había hecho a Bouville en 1790. Perdí un mes verificando sus hechos y movimientos. Al fin de cuentas, había dejado encinta a la hija de uno de sus arrendatarios. ¿No es simplemente un farsante?
Ese pequeño presumido tan mentiroso me irrita; tal vez sea despecho; me encantaba que mintiera a los demás, pero hubiera querido que hiciese una excepción conmigo; ¡creí que nos entenderíamos como lobos de la misma carnada, prescindiendo de todos esos muertos, y que acabaría por decirme la verdad! No dijo nada, absolutamente nada; igual que a Alejandro o a Luis XVIII, a quien engañaba. Me importa mucho que Rollebon haya sido un tipo “bien”. Bribón, sin duda; ¿quién no lo es? ¿Pero un bribón grande o chico? No estimo bastante las investigaciones históricas para perder el tiempo con un muerto cuya mano no me dignaría tocar si estuviera vivo. ¿Qué sé de él? No es posible soñar vida más bella que la suya; ¿pero la hizo? Si por lo menos sus cartas no fueran tan hinchadas… ¡Ah! Sería preciso haber conocido su mirada; quizá inclinara la cabeza sobre el hombro de un modo encantador, o levantara con aire astuto el largo dedo índice junto a la nariz, o bien, entre dos mentiras corteses, le acometiera a veces un breve arrebato de violencia sofocado en seguida. Pero ha muerto; quedan de él un Tratado de estrategia y Reflexiones sobre la virtud.
Si me dejara llevar, lo imaginaría tan bien; bajo su ironía brillante, que hizo tantas víctimas, es un simple, casi un ingenuo. Pienso poco, pero, por una especie de gracia profunda, hace en toda ocasión exactamente lo que debe. Su bellaquería es cándida, espontánea, muy generosa, tan sincera como su amor a la virtud. Y cuando ha traicionado bien a sus benefactores y amigos, encara los acontecimientos con gravedad, para sacar la moraleja. Nunca pensó que tuviera el menor derecho sobre los demás, ni los demás sobre él; considera injustificados y gratuitos los dones de la vida. Se ata fuertemente a todo, pero de todo se desprende con facilidad. Y nunca escribió sus cartas, sus obras; las hizo componer por el escribano público.
Sólo que, para llegar a esto, más bien tendría que escribir una novela sobre el marqués de Rollebon.
Las once de la noche.
Cené en el Rendez-vous des Cheminots. Como estaba la patrona, tuve que hacerle el amor, pero fue por cortesía. Me desagrada un poco, es demasiado blanca y además huele a recién nacido. La patrona oprimía mi cabeza contra su pecho en un arrebato de pasión; cree que lo hace bien. En cuanto a mí, hurgaba en su sexo distraídamente bajo la colcha; luego se me entumeció el brazo. Pensaba en M. de Rollebon: después de todo, ¿qué me impide escribir una novela sobre su vida? Dejé caer mi brazo a lo largo del flanco de la patrona y de pronto vi un jardincito con árboles bajos y anchos de los que colgaban inmensas hojas cubiertas de pelos. Hormigas, ciempiés y polillas corrían por todas partes. Había animales más horribles aún; sus cuerpos eran una rebanada de pan tostado como el de los canapés de pollo; caminaban de costado con patas de cangrejo. Las hojas anchas estaban negras de bichos. Detrás de los cactos y las chumberas, la Véleda del jardín público señalaba su sexo con el dedo. “Este jardín huele a vómito” grite.
– No hubiera querido despertarlo -dijo la patrona-, pero tenía un pliegue de la sábana debajo de las nalgas; además debo bajar para atender a los clientes del tren de París.
Martes de carnaval.
Maurice Barrès, recibió una buena azotaina. Éramos tres soldados y uno de nosotros tenía un agujero en medio de la cara. Maurice Barrès se acercó y nos dijo: “¡Está bien!” y entregó a cada uno un ramillete de violetas. “No sé dónde meterlo”, dijo el soldado de la cabeza agujereada. Entonces Maurice Barrès dijo: “Debe ponérselo en medio del agujero que tiene usted en la cabeza”. El soldado respondió: “Voy a metértelo en el culo”. Y pescamos a Maurice Barrès y le quitamos los pantalones. Debajo del calzoncillo llevaba una vestidura roja de cardenal. Levantamos la vestidura y Maurice Barrès se puso a gritar: “Atención, tengo pantalones con trabillas”. Pero lo azotamos hasta hacerle sangre y en el trasero le dibujamos, con los pétalos de las violetas, la cabeza de Déroulède.
Recuerdo mis sueños con mucha frecuencia después de un tiempo. Además, he de moverme mucho mientras duermo, porque a la mañana encuentro toda la ropa en el suelo. Hoy es martes de carnaval, pero en Bouville esto no significa gran cosa; apenas hay en toda la ciudad unas cien personas para disfrazarse.
Cuando bajaba la escalera me llamó la patrona:
– Hay una carta para usted.
Una carta: la última que recibí era del director de la biblioteca de Rouen, del mes de mayo último. La patrona me lleva a su escritorio; me entrega un largo sobre amarillento e hinchado: carta de Anny. Hacía cinco años que no tenía noticias suyas. La carta ha ido a buscarme a mi antiguo domicilio de París; lleva sello del primero de febrero.
Salgo con el sobre entre los dedos; no me atrevo a abrirlo; Anny no ha cambiado el papel de cartas; me pregunto si siempre lo comprará en la pequeña librería de Piccadilly. Pienso si habrá conservado también su peinado, aquel pesado cabello rubio que no quería cortarse. Ha de luchar pacientemente delante del espejo para salvar su rostro; no por coquetería ni por miedo a envejecer; quiere quedarse como es, exactamente como es. Acaso fuera lo que yo prefería en ella: esa fidelidad poderosa y severa al menor rasgo de su imagen.
Las letras firmes de la dirección, trazadas con tinta violeta (tampoco ha cambiado de tinta), todavía brillan un poco.
“Señor Antoine Roquentin”
Cómo me gusta leer mi nombre en estos sobres. Entre brumas he encontrado una de sus sonrisas, he adivinado sus ojos, su cabeza inclinada; cuando estaba sentado, venía a plantarse sonriendo delante de mí. Me dominaba con todo el busto, me tomaba de los hombros y me sacudía con los brazos extendidos.
El sobre es pesado, debe de contener por lo menos seis hojas. Las patas de mosca de mi antigua portera cruzan la hermosa letra:
“Hotel Printania – Bouville”
Estas letritas no brillan. Cuando abro el sobre, mi desilusión me rejuvenece seis años: “No sé cómo se las arregla Anny para hinchar así los sobres; nunca hay nada dentro”.
Esta frase la dije cien veces en la primavera de 1924, luchando, como hoy, para extraer del forro un pedazo de papel cuadriculado. El forro es esplendoroso: verde oscuro con estrellas de oro; parece una tela pesada y tiesa. El forro solo constituye las tres cuartas partes del peso del sobre.
Anny ha escrito con lápiz:
“Pasaré por París dentro de unos días. Ven a verme al hotel d’Espagne el 20 de febrero. ¡Te lo ruego! (agregó “te lo ruego” encima de la línea, y lo unió al “verme” con una curiosa espiral). Tengo que verte. Anny”.
En Meknes, en Tánger, a veces, cuando volvía a la noche, encontraba un billete sobre la cama: “Quiero verte en seguida”. Corría, Anny me abría con las cejas levantadas y expresión de asombro: ya no tenía nada que decirme; me reprochaba un poco que hubiera ido. Iré; tal vez se niegue a recibirme. O bien me dirán en el mostrador del hotel: “Nadie con ese nombre ha parado aquí”. No creo que lo haga. Sólo que, dentro de ocho días puede escribirme que ha cambiado de opinión y que será para otra vez.
Las gentes están en su trabajo. Se anuncia un martes de carnaval bien chato. La calle des Mutiles huele fuertemente a madera húmeda, como siempre que va a llover. No me gustan estos días raros; los cines dan matinées, los niños de las escuelas tienen vacaciones; hay en las calles un vago airecito de fiesta que solicita incesantemente la atención y se desvanece no bien uno repara en él.
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