Jean-Paul Sartre - La Náusea
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– Le ha molestado. Uno dice pobre mujer, sin intención. Pero ella le vuelve la espalda y se mete detrás del mostrador: está realmente ofendida. El hombre ríe todavía:
– ¡Ja, ja! Se me escapó. ¿Está enojada? Está enojada -dice, dirigiéndose vagamente a mí.
Desvío la cabeza. Él levanta un poco el vaso, pero no piensa en beber; entrecierra los ojos con aire sorprendido e intimidado; se diría que trata de recordar algo. La criada se ha sentado en la caja; toma una costura. Todo ha vuelto al silencio; pero ya no es el mismo silencio. Ha empezado a llover; las gotas golpean ligeramente los vidrios esmerilados; si todavía quedan niños disfrazados en las calles, se les ablandarán y embadurnarán las máscaras de cartón.
La criada enciende las lámparas; apenas son las dos, pero el cielo está negro, ya no ve bastante para coser. Luz suave; las gentes están en sus casas, también habrán encendido la luz. Leen, miran el cielo por la ventana. Para ellos… es otra cosa. Han envejecido de otra manera. Viven en medio de legados, de regalos, y cada uno de los muebles es un recuerdo. Relojitos, medallas, retratos, caracoles, pisapapeles, biombos, chales. Tienen armarios llenos de botellas, telas, trajes viejos, periódicos; lo han guardado todo. El pasado es un lujo de propietario.
¿Dónde había de conservar yo el mío? Nadie se mete el pasado en el bolsillo; hay que tener una casa para acomodarlo. Mi cuerpo es lo único que poseo; un hombre solo, con su cuerpo, no puede detener los recuerdos; le pasan a través. No debería quejarme: sólo quise ser libre.
El hombrecito se agita y suspira. Se ha apelotonado en su abrigo, pero de vez en cuando se endereza y adopta un aire altanero. Él tampoco tiene pasado. Buscando bien, sin duda encontraríamos en casa de primos que ya no lo visitan una fotografía suya en una fiesta, con un cuello roto, una camisa de plastrón y un bigote duro de muchacho. De mí creo que ni siquiera queda eso.
Todavía me mira. Esta vez me hablará; me siento rígido. No es simpatía lo que hay entre nosotros; somos parecidos, eso es todo. Está solo como yo, pero más hundido que yo en la soledad. Ha de esperar su Náusea o algo por el estilo. Entonces, ahora hay gente que me reconoce y piensa, después de mirarme: “Ése es de los nuestros”. Bueno… ¿Qué quiere? Debe de saber bien que nada podemos el uno por el otro. Las familias están en sus casas, en medio de sus recuerdos. Y aquí nosotros, dos restos sin memoria. Si se levantara de golpe, si me dirigiera la palabra, yo daría un salto.
La puerta se abre con estrépito: es el doctor Rogé.
– Buenas tardes a todo el mundo.
Entra, hosco y receloso, vacilando un poco sobre sus largas piernas, que apenas soportan su torso. Lo veo a menudo los domingos en la cervecería Vézelise, pero él no me conoce. Tiene la estructura de los antiguos monitores de Joinville: brazos como muslos, ciento diez de contorno de pecho y, sin embargo, no se mantiene en pie.
– Jeanne, nena.
Corretea hasta la percha para colgar el gran sombrero de fieltro. La criada ha doblado su costura y va sin prisa, durmiendo, a extraer al doctor de su impermeable.
– ¿Qué toma usted, doctor?
Él mira gravemente. Eso es lo que yo llamo una hermosa cabeza de hombre. Gastada, agrietada por la vida y las pasiones. Pero el doctor ha comprendido la vida, ha dominado sus pasiones.
– No sé qué es lo que quiero -dice con voz profunda.
Se ha dejado caer en la banqueta que está frente a mí; se enjuga la frente. No bien deja de estar sobre sus piernas, se siente cómodo. Sus ojos, grandes ojos negros e imperiosos, intimidan.
– Será… será… será, será un viejo calvados, hija mía.
Sin hacer un movimiento, la criada contempla la enorme cara surcada. Está pensativa. El hombrecito ha levantado la cabeza con una sonrisa de liberación, Y es cierto: este coloso nos ha liberado. Había aquí algo horrible a punto de atraparnos. Respiro con fuerza; ahora estamos entre hombres.
– Bueno, ¿viene o no ese calvados?
La criada se sobresalta y echa a andar. El doctor extiende sus brazos gordos, rodea la mesa. M. Achille está muy contento; quisiera llamar la atención del doctor. Pero es inútil que balancee las piernas y salte en la banqueta: es tan menudo que no hace ruido.
La criada trae el calvados. Con un cabeceo señala al doctor su vecino. El doctor Rogé hace girar el busto con lentitud: no puede mover el cuello.
– Ah, ¿eres tú, vieja porquería? -grita-. ¿Todavía no te has muerto?
Se dirige a la criada:
– ¿Y ustedes admiten eso?
Mira al hombrecito con sus ojos feroces. Una mirada directa, que pone las cosas en su sitio. Explica:
– Es un viejo tocado, nada más.
Ni siquiera se toma el trabajo de demostrar que bromea. Sabe que el viejo tocado no se enfadará, que va a sonreír. Y así es: el otro sonríe con humildad. Un viejo tocado: se afloja, se siente protegido contra sí mismo; hoy no le sucederá nada. Lo mejor es que yo también me tranquilizo. Un viejo tocado: entonces era eso, nada más que eso.
El doctor ríe, me lanza una ojeada insinuante y cómplice: seguramente a causa de mi talla -y además tengo la camisa limpia- quiere asociarme a su broma.
No me río, no respondo a sus avances; entonces, sin dejar de reír, prueba conmigo el fuego terrible de sus pupilas. Nos miramos en silencio durante unos segundos; mira de arriba abajo haciéndose el miope, me clasifica. ¿En la categoría de los tocados? ¿En la de los granujas?
Con todo, es él quien aparta la cabeza; no vale la pena mentar esta gallinería frente a un tipo solo, sin importancia social; se olvida en seguida. Enrolla un cigarrillo y lo enciende; después permanece inmóvil con los ojos fijos y duros, como los viejos.
Hermosas arrugas; las tiene todas: las barras transversales de la frente, las patas de gallo, los pliegues amargos a cada lado de la boca, sin contar las cuerdas amarillas que le cuelgan debajo del mentón. Es un hombre de suerte; aunque uno lo vea de lejos, piensa que ha de haber sufrido, y que es una persona que ha vivido. Además, se merece su cara, porque no ha errado ni un instante la manera de retener y utilizar el pasado; simplemente, lo ha conservado, lo ha convertido en experiencia para uso de mujeres y jóvenes.
M. Achille es feliz como no lo era seguramente desde hacía mucho tiempo. Abre la boca admirado; bebe el byrrh a traguitos, inflando las mejillas. ¡Bueno! ¡El doctor ha sabido pescarlo! No iba a ser el doctor quien se dejara fascinar por un viejo tocado a punto de sufrir una crisis; un buen insulto, unas palabras bruscas como latigazos, eso es lo que le hacía falta. El doctor tiene experiencia; los médicos, los sacerdotes, los magistrados y los oficiales conocen a los hombres como si los hubieran hecho.
Me avergüenzo por M. Achille. Somos de la misma pandilla; deberíamos formar un bloque contra ellos. Pero me falló, se ha pasado al otro bando; cree honestamente en la Experiencia. No en la suya ni en la mía. En la del doctor Rogé. Hace un instante, M. Achille se sentía raro, tenía la impresión de estar completamente solo; ahora sabe que hay otros de su clase, muchos otros; el doctor Rogé los ha conocido, podría contar a M. Achille la historia de cada uno y decirle cómo terminaron. M. Achille es simplemente un caso posible de reducir con facilidad a unas cuantas nociones comunes.
Cómo me gustaría decirle que lo engañan, que está haciendo el juego a los importantes. ¿Profesionales de la experiencia? Han arrastrado su vida en el embotamiento y la soñera, se han casado precipitadamente, por impaciencia, y han tenido hijos al azar. Han visto a los demás hombres en los cafés, en las bodas, en los entierros. De vez en cuando, presos en un remolino, se han debatido sin comprender que les sucedía. Todo lo que pasaba a su alrededor empezó y concluyó fuera de su vista; largas formas oscuras, acontecimientos que venían de lejos los rozaron rápidamente, y cuando quisieron mirar, todo había terminado ya. Y a los cuarenta años bautizan sus pequeñas obstinaciones y algunos proverbios con el nombre de experiencia; comienzan a actuar como distribuidores automáticos: dos céntimos en la hendidura de la izquierda y salen anécdotas envueltas en papel plateado; dos céntimos en la hendidura de la derecha y se obtienen preciosos consejos que se pegan a los dientes como caramelos blandos. También yo, en este sentido, podría conseguir que la gente me invitara, y dirían que soy un gran viajero de lo Eterno. Sí: los musulmanes orinan agachados; las comadronas hindúes utilizan vidrio machacado en bosta de vaca a guisa de ergotina; en Borneo, cuando una mujer tiene sus reglas, se pasa tres días y tres noches en el techo de la casa. He visto en Venecia entierros en góndola, en Sevilla las fiestas de Semana Santa; he visto la Pasión en Oberammergau. Naturalmente, todo esto es una flaca muestra de mi saber; podría recostarme en una silla y comenzar divertido:
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