Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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¿Pero estaba aún en cama? ¿No se habría caído arrastrando consigo las sábanas y golpeándose la cabeza en el piso?

Yo conocía muy bien a M. Fasquelle; muchas veces se había interesado por mi salud. Es un gordo alegre, de barba cuidada; si ha muerto, será de un ataque. Estará de color berenjena, con la lengua fuera de la boca. La barba al aire, el cuello violeta bajo el pelo ensortijado.

La escalera privada se perdía en la oscuridad. Apenas lograba distinguir la perilla del pasamanos. Habría que cruzar esa sombra. La escalera crujiría. Arriba, la puerta del cuarto.

El cuerpo estaba allí, sobre mi cabeza. Yo haría girar el conmutador, tocaría la piel tibia para ver. No puedo más, me levanto. Si el mozo me sorprende en la escalera, le diré que oí ruido.

El mozo regresó bruscamente, sofocado.

– ¡Sí, señor! -gritó.

¡Imbécil! Se me acercó.

– Son dos francos.

– Oí ruido allá arriba -le dije.

– ¡No es tan temprano!

– Sí, pero no me parece nada bueno; eran como estertores y después hubo un ruido sordo.

En aquella sala oscura, con la niebla detrás de los vidrios, esto sonaba muy natural. No olvidaré los ojos que puso.

– Usted debería subir a ver -agregué, pérfidamente.

– ¡Ah, no!-dijo; y después-: tengo miedo de que me pesque. ¿Qué hora es?

– Las diez.

– Iré a las diez y media, si no ha bajado.

Di un paso hacia la puerta.

– ¿Se va usted? ¿No se queda?

– No.

– ¿Era un estertor de verdad?

– No sé -le dije al salir-, tal vez fuera que estaba pensando en eso.

La niebla se había despejado un poco. Me dirigí a prisa hacia la calle Tournebride; necesitaba sus luces. Fue una decepción; luz, sí, había; chorreaba por los vidrios de los comercios. Pero no era luz alegre, sino completamente blanca, a causa de la niebla, y caía sobre los hombros como una ducha.

Mucha gente, sobre todo mujeres: criadas, asistentas, también patronas, de las que dicen: “Compro yo misma; es más seguro”. Husmeaban un poco los escaparates y al fin decidían entrar.

Me detuve delante de la salchichería Julien. De vez en cuando, a través del cristal veía una mano que señalaba las patas trufadas y las salchichas. Entonces una mujer gorda y rubia se inclinaba, ofreciendo el pecho, y cogía el pedazo de carne muerta entre sus dedos. En su cuarto, a cinco minutos de allí, M. Fasquelfe estaba muerto.

Busqué a mi alrededor un apoyo sólido, una defensa contra mis pensamientos. No la había; poco a poco se desgarraba la niebla, pero algo inquietante permanecía arrastrándose en la calle. Quizá no una verdadera amenaza: algo borrado, transparente. Pero eso era justamente lo que acababa por atemorizar. Apoyé la frente en la vidriera. Sobre la mayonesa de un huevo a la rusa, advertí una gota de un rojo oscuro: era sangre. El rojo sobre el amarillo me revolvía el estómago.

Bruscamente tuve una visión: alguien había caído con la cara hacia adelante, y sangraba en los platos. El huevo había rodado en la sangre: la rodaja de tomate que lo coronaba se había despegado aplastándose, rojo sobre rojo. La mayonesa un poco derretida formaba un charco de crema amarilla que dividía en dos brazos el arroyito de sangre.

“Es demasiado estúpido, tengo que recobrarme. Iré a trabajar a la biblioteca.”

¿Trabajar? Sabía que no iba a escribir una línea. Otro día perdido. Al cruzar el jardín público vi, en el banco donde por lo general me siento, una gran esclavina azul inmóvil. Uno que no tiene frío.

Cuando entré en la sala de lectura, el Autodidacto estaba por salir. Se me abalanzó:

– Debo darle las gracias, señor. Sus fotografías me han hecho pasar horas inolvidables.

Al verlo concebí una momentánea esperanza: entre dos quizá fuera más fácil atravesar esa jornada. Pero con el Autodidacto ser dos nunca es más que una apariencia.

Golpeó sobre un volumen en cuarto. Era una historia de las religiones.

– Señor, nadie más indicado que Nougapié para intentar esta vasta síntesis. ¿No es cierto?

Parecía cansado y le temblaban las manos:

– Tiene usted mala cara -le dije.

– ¡Ah, señor, ya lo creo! Me sucede algo abominable.

El guardián se nos acercaba; es un corso bajito y rabioso, con bigotes de tambor mayor. Se pasea horas enteras entre las mesas, taconeando. En invierno escupe en el pañuelo y después lo pone a secar en la estufa.

El Autodidacto se aproximó hasta echarme el aliento en la cara:

– No le diré nada delante de ese hombre -me dijo con aire confidencial-. Si usted quisiera, señor…

– ¿Qué?

Enrojeció y sus caderas ondularon graciosamente.

– ¡Señor, ah, señor! Bueno, ahí va: ¿me haría usted el honor de almorzar conmigo el miércoles?

– Con mucho gusto.

Tenía tantas ganas de almorzar con él como de ahorcarme.

– Qué honor me hace -dijo el Autodidacto. Agregó rápidamente-: Iré a buscarlo a su casa, si usted quiere. Y desapareció, sin duda por temor de que yo mudara de opinión si me dejaba tiempo.

Eran las once y media. Trabajé hasta las dos menos cuarto. Mal trabajo: tenia un libro bajo los ojos, pero mi pensamiento volvía sin cesar al café Mably. ¿Habría bajado ya M. Fasquelle? En el fondo no creía demasiado en su muerte y precisamente eso me irritaba; era una idea flotante, no podía ni persuadirme ni desprenderme de ella. Los zapatos del corso crujían en el piso. Varias veces vino a plantarse delante de mí como si quisiera hablarme. Pero cambiaba de idea y se alejaba.

A eso de la una los lectores salieron. Yo no tenía hambre: sobre todo, no quería marcharme. Trabajé un momento más y de pronto me sobresalté: me sentía amortajado en el silencio.

Alcé la cabeza: estaba solo. El corso debía de haber bajado a ver a su mujer que es portera de la biblioteca; yo deseaba el ruido de sus pasos. Oí exactamente una leve caída del carbón en la estufa. La niebla había invadido el recinto, no la verdadera niebla disipada hacía rato: la otra, ésa que colmaba aún las calles, que salía de las paredes, del pavimento. Una especie de inconsistencia de las cosas. Los libros seguían allí, naturalmente, acomodados por orden alfabético en los estantes, con sus lomos negros o castaños y sus rótulos U. P. l. f. 7996 (Uso Público – literatura francesa) o U. P. c. n. (Uso Público-ciencias naturales). Pero… ¿cómo decirlo? Por lo general poderosos y rechonchos, con la estufa, las lámparas verdes, las grandes ventanas, las escaleras de mano, ponen diques al porvenir. Mientras uno permanezca entre estas paredes, lo que suceda ha de suceder a la derecha o a la izquierda de la estufa. Aunque el mismo San Dionisio entrara trayendo su cabeza en las manos, tendría que entrar por la derecha, marcharía entre dos estantes dedicados a la literatura francesa y la mesa reservada a las lectoras. Y si no tocara tierra, si flotara a veinte centímetros del suelo, su cuello ensangrentado estaría justo a la altura del tercer estante de libros. De modo que esos objetos sirven por lo menos para fijar los límites de lo verosímil.

Bueno, hoy ya no fijaban absolutamente nada; era como si su misma existencia fuera dudosa, como si les costara el mayor esfuerzo pasar de un instante a otro. Apreté fuertemente en mis manos el volumen que leía; pero las sensaciones más violentas estaban embotadas. Nada parecía verdadero; me sentía rodeado por una decoración de papel que podía sufrir un brusco trasplante. El mundo aguardaba, reteniendo el aliento, haciéndose pequeño; aguardaba su crisis, su Náusea, como M. Achille el otro día.

Me levanté. Ya no podía estarme quieto en medio de esas cosas debilitadas. Iba a echar una ojeada por la ventana al cráneo de Impétraz. Todo puede producirse, todo puede suceder. Evidentemente no la clase de horror que los hombres han inventado; Impétraz no se pondría a bailar en su pedestal; sería otra cosa.

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