Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Sin duda veré de nuevo a Anny, pero no puedo decir que esta idea me haga precisamente feliz. Desde que recibí su carta, me siento desocupado. Por suerte es mediodía; no tengo hambre, pero comeré para pasar el rato. Entro en el restaurante Camille, en la calle des Horlogers.

Es un local bien cerrado; sirven chucrut o cazuela toda la noche. El público viene a cenar a la salida del teatro; los agentes de policía mandan a los viajeros que llegan de noche con hambre. Ocho mesas de mármol. Una banqueta de cuero corre pegada a las paredes. Dos espejos comidos por manchas rojizas. Los vidrios de las dos ventanas y de la puerta son esmerilados. El mostrador está en el fondo. También hay un cuarto al costado. Pero nunca entré; es para las parejas.

– Deme una tortilla de jamón.

La criada, una mujer enorme de mejillas rojas, no puede evitar la risa cuando habla con un hombre.

– No tengo permiso. ¿Quiere usted una tortilla de papas? El jamón está guardado; sólo el patrón puede cortarlo.

Pido una cazuela. El patrón se llama Camille y es un matón.

La criada se va. Estoy solo en este viejo recinto sombrío. En mi valija hay una carta de Anny. Una falsa vergüenza me impide releerla. Trato de recordar las frases una por una.

“Mi querido Antoine”

Sonrío; no, claro que no, Anny no ha escrito “mi querido Antoine”.

Hace seis años -acabábamos de separarnos de común acuerdo-, decidí marcharme a Tokio. Le escribí unas palabras. Ya no podía llamarla “amor mío”; comencé con toda inocencia: “mi querida Anny”

“Admiro tu soltura -me respondió-; nunca he sido ni soy tu querida Anny. Y te ruego que creas que no eres mi querido Antoine. Si no sabes cómo llamarme, no me llames; será preferible”

Saco la carta de la valija. No ha escrito “mi querido Antoine”. Al pie de la carta tampoco hay fórmula de cortesía. “Tengo que verte. Anny”. Nada que pueda darme seguridad. No puedo quejarme: reconozco en esto su amor a lo perfecto. Ella siempre quería realizar “momentos perfectos”. Si el instante no se prestaba, todo le era indiferente; la vida desaparecía de sus ojos, se arrastraba perezosa como una muchacha en la edad ingrata. O si no me buscaba pendencia:

– Te suenas como un burgués, solemnemente, y toses en el pañuelo con satisfacción.

Era preferible no responder, había que esperar; de improviso, a alguna señal imperceptible para mí, se sobresaltaba, endurecía sus hermosas facciones lánguidas y comenzaba su trabajo de hormiga. Tenía una magia imperiosa y encantadora; canturreaba entre dientes, mirando a todos lados, luego se erguía sonriente, venía a sacudirme por los hombros, y durante unos instantes parecía dar órdenes a los objetos que la rodeaban. Me explicaba, en voz baja y rápida, lo que esperaba de mí:

– Escucha, tú quieres hacer un esfuerzo, ¿verdad? Has estado tan tonto la última vez. ¿Ves cómo podría ser bello este momento? Mira el cielo, mira el color del sol en la alfombra. Justamente me puse el vestido verde y no me pinté, estoy pálida. Retrocede, ve a sentarte a la sombra; ¿comprendes lo que tienes que hacer? ¡Buenos, vamos a ver! ¡Qué tonto eres! Háblame.

Yo sentía que el éxito de la empresa estaba en mis manos; el instante tenía un sentido oscuro que era preciso afinar y perfeccionar: había que hacer ciertos gestos, decir ciertas palabras; abrumado por el peso de mi responsabilidad, desencajaba los ojos y no veía nada; me debatía en medio de los ritos que Anny inventaba en el momento, y los desgarraba con mis grandes brazos como telas de araña. En esos momentos ella me odiaba.

Claro que iré a verla. La estimo y la quiero aún con toda el alma. Deseo que otro haya tenido más suerte y habilidad en el juego de los momentos perfectos.

– Tu endemoniado pelo lo echa todo a perder -decía-. ¿Qué quieres hacer con un pelirrojo?

Sonreía. Primero perdí el recuerdo de sus ojos, luego el de su largo cuerpo. Retuve lo más que pude su sonrisa, y hace tres años también la perdí. Hace un rato, bruscamente, cuando recibí la carta de manos de la patrona, volvió: creí ver a Anny sonriendo. Aún trato de recordarla; necesito sentir toda la ternura que Anny me inspira; esa ternura está ahí, muy cerca; lo único que pide es nacer. Pero la sonrisa no vuelve: se acabó. Permanezco vacío y seco.

Entra un hombre friolento.

– Señoras, señores, buenas tardes.

Se sienta sin quitarse el sobretodo verdoso. Frota las manos una contra otra, entrecruzando los dedos.

– ¿Qué le sirvo?

El hombre se sobresalta, mira inquieto.

– ¿Eh? Un byrrh con agua.

La criada no se mueve. En el espejo, su rostro parece dormido. En realidad, sus ojos están abiertos, pero son rendijas. Ella es así; no se apresura a servir a los clientes; siempre se demora un rato soñando con las órdenes recibidas. Ha de proporcionarle un pequeño placer imaginativo; creo que piensa en la botella que tomará del mostrador, de rótulo blanco con letras rojas, en el espeso jarabe negro que servirá: es en cierto modo como si ella bebiera.

Deslizo la carta de Anny en la valija; me ha dado lo que podía; no consigo remontarme a la mujer que la ha tenido en sus manos, que la ha doblado e introducido en el sobre ¿Es siquiera posible pensar en alguien metido en el pasado? Mientras nos amamos, no permitimos que el más ínfimo de nuestros instantes, el más leve de nuestros pesares se desprendiera de nosotros y quedara rezagado. Nos lo llevábamos todo, y todo permanecía vivo: los sonidos, los olores, los matices del día, los mismos pensamientos que no nos habíamos dicho; no cesábamos de gozarlos y padecerlos en el presente. Ni un recuerdo; un amor implacable y tórrido, sin sombras, sin perspectiva, sin refugio. Tres años presentes a la vez. Por eso nos separamos: no teníamos fuerzas para soportar la carga. Y cuando Anny me dejó, los tres años se derrumbaron en el pasado, de un solo golpe, de una sola pieza. Ni siquiera sufrí; me sentía vacío. Después el tiempo reanudó su curso y el vacío se agrandó. Y en Saigón, cuando decidí regresar a Francia, todo lo que aún restaba -rostros extraños, lugares, muelles a la orilla de largos ríos-, todo se aniquiló. Y ahora mi pasado es un enorme agujero. Mi presente: esa criada de blusa negra que sueña junto al mostrador, y ese hombrecito. Me parece haber aprendido en los libros todo lo que sé de mi vida. El palacio de Benarés, la terraza del Rey Leproso, los templos de Java con sus grandes escaleras derruidas, se han reflejado un instante en mis ojos, pero quedaron allá, sin moverse. El tranvía que pasa delante del hotel Printania, no se lleva, de noche, en los vidrios, el reflejo del cartel de neón; se inflama un instante y se aleja con los cristales negros.

Ese hombre no deja de mirarme; me fastidia. Se da demasiada importancia para su talla. Por fin la criada decide servirlo. Levanta perezosamente el gran brazo negro, alcanza la botella y la lleva junto con un vaso.

– Aquí está, señor.

– Señor Achille -dice él con urbanidad.

La criada sirve sin responder; de pronto el hombre se saca el dedo de la nariz y apoya las dos manos abiertas en la mesa. Ha echado la cabeza hacia atrás y le brillan los ojos. Dice, con voz fría:

– Pobre mujer.

La criada se sobresalta y yo también me sobresalto; la expresión del hombre es indefinible, de asombro tal vez, como si fuera otro el que acaba de hablar. Los tres estamos incómodos.

La gorda criada es la primera en recobrarse; le falta imaginación. Mira de arriba abajo al señor Achille con dignidad; sabe que le bastaría una sola mano para arrancarlo del asiento y arrojarlo afuera.

– ¿Y por qué voy a ser una pobre mujer? Él vacila. La mira desconcertado y ríe. Su rostro se pliega en mil arrugas; hace movimientos ligeros con el puño:

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