Jean-Paul Sartre - La Náusea
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El cielo era de un azul pálido; un poco de humo, algunos penachos; de vez en cuando una nube a la deriva pasaba delante del sol. Veía a lo lejos la balaustrada de cemento blanco que corre a lo largo de la Jetée-Promenade; el mar brillaba a través de los agujeros. La familia tomó a la derecha, por la calle del Aumónier-Hilaire, que trepa el Coteau Vert. Los vi subir a pasos lentos; ponían tres manchas negras en el cabrilleo del asfalto. Doblé a la izquierda y entré en la multitud que desfilaba a la orilla del mar.
Era más heterogénea que a la mañana. Parecía como si todos esos hombres no hubieran tenido fuerzas para sostener la hermosa jerarquía social de que tan orgullosos estaban antes del almuerzo. Los comerciantes y los funcionarios marchaban juntos; se dejaban codear y hasta empujar y desplazar por pequeños empleados de facha pobre. Las aristocracias, las “élites”, los grupos profesionales se habían fundido en esa multitud tibia. Eran hombres casi solos, que ya no representaban nada.
Un charco de luz en la lejanía era la baja mar. Algunos escollos a flor de agua horadaban con sus cabezas esa superficie de claridad. Sobre la arena yacían barcas pesqueras, no lejos de los pegajosos cubos de piedra arrojados en montón al pie de la escollera para protegerla de las olas, formando agujeros llenos de bichos. A la entrada del antepuerto, sobre el cielo blanqueado por el sol, recortaba su sombra una draga. Todas las tardes, hasta la medianoche, aúlla, gime y marcha a una velocidad de todos los demonios. Pero el domingo, los obreros pasean por tierra; sólo queda un guardián a bordo; la draga calla.
El sol era claro y diáfano: un vinito blanco. Su luz rozaba apenas los cuerpos, dándoles sombras, no relieve; los rostros y las manos eran manchas de oro pálido. Esos hombres de sobretodo parecían flotar dulcemente a unas pulgadas del suelo. De vez en cuando el viento empujaba hacia nosotros sombras trémulas como agua; los rostros se apagaban un instante, se ponían gredosos.
Era domingo; encajonada entre los balaustres y las verjas de los chalets de recreo, la multitud se derramaba en olitas para perderse en mil arroyos detrás del gran hotel de la Compañía Transatlántica. ¡Cuántos niños! Niños en coche, en brazos, de la mano o caminando de a dos, de a tres, delante de sus padres, con gravedad fingida. Yo había visto todos esos rostros pocas horas antes, casi triunfantes, en la juventud de una mañana de domingo. Ahora, bañados de sol, sólo expresaban calma, aflojamiento, una especie de obstinación.
Pocos gestos; todavía algunos sombrerazos, pero sin amplitud, sin la alegría nerviosa de la mañana. Todos se dejaban ir un poco hacia atrás, con la cabeza levantada, mirando la lejanía, abandonados al viento que los empujaba hinchando sus abrigos. De vez en cuando, una risa seca, pronto sofocada, el grito de una madre, Jeannot, Jeannot, vén. Y después, el silencio. Ligero olor a tabaco rubio: son los empleados que fuman. Salambô, Aïcha, cigarrillos del domingo. En algunos rostros más descuidados, creí leer un poco de tristeza; pero no, esas gentes no estaban ni tristes ni alegres; descansaban. Sus ojos muy abiertos y fijos, reflejaban pasivamente el mar y e cielo. Dentro de un rato, de regreso, beberían una taza de té en familia, en la mesa del comedor. Por el momento, querían vivir con el mínimo de gasto, economizar gestos, palabras, pensamientos, hacer la plancha: tenían un solo día para borrar las arrugas, las patas de gallo, los pliegues amargos que deja el trabajo de la semana. Un solo día. Sentían que los minutos se les deslizaban entre los dedos; ¿tendrían tiempo de acumular bastante juventud para empezar de nuevo el lunes por la mañana? Respiraban a pleno pulmón porque el aire del mar vivifica; sólo su aliento, regular y profundo como el de las personas dormidas, demostraba que vivían. Yo andaba con tiento, no sabía qué hacer con mi cuerpo duro y fresco, en medio de esa multitud trágica en reposo.
El mar estaba ahora de color pizarra; subía lentamente. A la noche habría marea alta; esa noche la Jetée-Promenade estaría más desierta que el bulevar Noir. Hacia adelante y a la izquierda una luz roja brillaría en el canal.
El sol descendía lentamente sobre el mar. Incendiaba al pasar la ventana de un chalet normando. Una mujer en candilada se llevó con aire cansado una mano a los ojos y agitó la cabeza.
– Gaston, me encandila -dijo ella con una sonrisa vacilante.
– Ah, es un lindo sol -respondió el marido-; no calienta, pero sin embargo, da gusto.
Ella añade, volviéndose hacia el mar:
– Creí que podríamos verla.
– No hay ninguna posibilidad -dice el hombre-, está al sol.
Debían de hablar de la isla Caillebotte, cuya punta meridional tendría que haberse visto entre la draga y el muelle del antepuerto.
La luz se suaviza. En esa hora inestable, algo anunciaba la noche. El domingo había pasado ya. Las villas y la balaustrada gris parecían recuerdos muy cercanos. Los rostros iban perdiendo uno a uno su ocio; muchos se pusieron casi tiernos.
Una mujer encinta se apoyaba en un muchacho rubio, de aspecto brutal.
– Allá, allá, mira -dijo ella.
– ¿Qué?
– Allá, allá, las gaviotas.
El muchacho se encogió de hombros: no había gaviotas. El cielo estaba casi puro, un poco rosado en el horizonte.
– Las oí. Escucha, gritan.
El hombre respondió:
– Es algo que ha rechinado.
Brilló un pico de gas. Creí que había pasado el farolero. Los niños lo acechan, pues él da la señal de regreso. Pero era un último reflejo del sol. El cielo estaba claro aún, pero la tierra se envolvía en penumbra. La multitud raleaba; se oía distintamente el estertor del mar. Una mujer joven, apoyada con las dos manos en la balaustrada, levantó hacia el cielo su cara azul, rayada de negro por la pintura de los labios. Me pregunté un instante si no iba yo a amar a los hombres. Pero después de todo, era el domingo de ellos, no el mío.
La primera luz encendida fue la del faro Caillebotte; un muchachito se detuvo cerca de mí y murmuró con semblante extasiado: -¡Oh, el faro!
Entonces sentí mi corazón colmado de un gran sentimiento de aventura.
Doblo a la izquierda, y por la calle des Voiliers llego al pequeño Prado. Han bajado las cortinas metálicas de los escaparates. La calle Tournebride está clara pero desierta, ha perdido su breve gloria matinal; nada la distingue ya, a esta hora, de las calles vecinas. Se ha levantado un viento bastante fuerte. Oigo crujir el sombrero de lata del arzobispo.
Estoy solo, la mayoría de los paseantes han regresado a sus casas, leen el diario de la noche mientras escuchan la radio. El domingo declinante les ha dejado un gusto a ceniza, y piensan ya en el lunes. Pero para mí no hay ni lunes ni domingo; hay días que se empujan en desorden, y de pronto, relámpagos como éste.
Nada ha cambiado y sin embargo todo existe de otra manera. No puedo describirlo; es como la Náusea y sin embargo es justo lo contrario: al fin me sucede una aventura, y cuando me interrogo veo que me sucede que yo soy yo y que estoy aquí; soy yo quien hiende la noche; me siento feliz como un héroe de novela.
Algo va a producirse: en la sombra de la calle Basse-de-Vieille hay algo que me aguarda; allá, justo en el ángulo de esta calle tranquila, comenzará mi vida. Me veo avanzar, con un sentimiento de fatalidad. En la esquina de la calle hay una especie de mojón blanco. De lejos parecía todo negro, y a cada paso vira un poco más hacia el blanco. Ese cuerpo oscuro que se aclara poco a poco me hace una impresión extraordinaria: cuando esté completamente claro, completamente blanco, me detendré exactamente a su lado, y entonces comenzará la aventura. Ahora ese faro blanco que emerge de la sombra está tan cerca, que casi tengo miedo; pienso un instante en volver sobre mis pasos. Pero no es posible romper el encantamiento. Avanzo, extiendo la mano, toco el mojón.
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