Jean-Paul Sartre - La Náusea
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Voy a leer Eugénie Grandet. No es que me guste mucho, pero hay que hacer algo. Abro el libro al azar: madre e hija hablan del amor incipiente de Eugénie:
Eugénie le besó la mano, diciendo:
– ¡Qué buena eres, mamá querida!
Estas palabras hicieron resplandecer el viejo rostro materno, ajado por largos dolores.
– ¿Te parece bien? - preguntó Eugénie.
Mme. Grandet respondió con una sonrisa, y después de guardar silencio, dijo, en voz baja:
– Entonces, ¿ya lo quieres? Estaría mal.
– ¿Mal? - replicó Eugénie. - ¿Por qué? Si te gusta, si le gusta a Nanon, ¿por qué no había de gustarme? Mira, mamá, pongamos la mesa para el almuerzo.
Dejó su labor; la madre hizo otro tanto, diciéndole:
– Estás loca.
Pero se complació en justificar la locura de su hija, compartiéndola.
Eugénie llamó a Nanon.
– ¿Qué más quiere usted, señorita?
– Nanon, ¿habrá crema para el mediodía?
– Ah, para el mediodía sí - respondió la vieja criada.
– Bueno, dale café bien cargado; he oído decir a M. des Grassins que el café se hace muy cargado en París. Ponle mucho.
– ¿Y de dónde quiere usted que lo saque?
– Cómpralo.
– ¿Y si el señor me encuentra?
– Está en sus prados.
Mis vecinos habían guardado silencio desde mi llegada, pero de pronto la voz del marido me saca de mi lectura.
El marido, con aire divertido y misterioso:
– Dime, ¿has visto?
La mujer se sobresalta y lo mira, saliendo de un sueño. Él come y bebe; luego prosigue, con el mismo aire misterioso:
– ¡Ah, ah!
Silencio; la mujer vuelve a su sueño. De pronto se estremece y pregunta: -¿Qué dices? -Suzanne, ayer.
– Ah, sí -dice la mujer-, había ido a ver a Víctor. -¿Qué te había dicho yo? La mujer rechaza el plato con gesto impaciente. -Eso no está bien.
Las bolitas de carne gris que ha escupido guarnecen el borde del plato. El marido continúa su idea.
– Esa mujercita…
Se calla y sonríe vagamente. Frente a nosotros, el viejo agente de cambio acaricia el brazo de Mariette soplando un poco. Al cabo de un momento:
– Yo te lo dije el otro día.
– ¿Qué me habías dicho?
– Víctor, que ella iría a verlo. ¿Qué hay? -pregunta bruscamente con semblante espantado-. No te gusta
– No está bien.
– Ya no es así -dice él con importancia-, ya no es como en tiempos de Hécart. ¿Sabes dónde está Hécart?
– Está en Domremy, ¿no?
– Sí, ¿quién te lo dijo?
– Tú; me lo dijiste el domingo.
Ella come una miga de pan que toma del mantel de papel. Luego alisa con la mano el papel en el borde de la mesa; vacilando dice:
– ¿Sabes? Te equivocas, Suzanne es más…
– Es posible, nenita, es posible -responde él distraído. Busca con la mirada a Mariette, le hace una seña.
– Hace calor.
Mariette se apoya familiarmente en el borde de la mesa.
– Oh, sí hace calor -dice la mujer, gimiendo-, una se ahoga aquí, y además el buey no es bueno, se lo diré al patrón, ya no es como antes, abra un poco el postigo, Mariette.
El marido recobra su cara divertida:
– Dime, ¿no viste sus ojos?
– ¿Pero cuándo, pichón?
Él la remeda con impaciencia:
– ¿Pero cuándo, pichón? Es muy tuyo: en verano, cuando nieva.
– ¿Ayer, quieres decir? ¡Ah, bueno!
El hombre ríe, mira a lo lejos, recita muy rápido, con cierta aplicación:
– Ojos de gato que en las brasas
Está tan satisfecho que parece haber olvidado lo que quería decir. Ella también se divierte, sin segunda intención.
– Ja, ja, malo.
Le da unos golpecitos en el hombro.
– Malo, malo.
El hombre repite con más seguridad:
– De gato que en las brasas
Pero la mujer ya no ríe:
– No, de veras, tú sabes que ella es seria.
El hombre se inclina, le cuchichea una larga historia al oído. Ella permanece un momento con la boca abierta, el rostro un poco tenso y risueño, como quien va a desternillarse de risa; y bruscamente se echa hacia atrás y le araña las manos.
– No es cierto, no es cierto.
Él dice, con aire razonable y pausado:
– Escúchame, nena, él lo dijo: si no fuera cierto, ¿por qué habría de decirlo?
– No, no.
– Pero si él lo dijo; escucha, supón…
Ella se echa a reír:
– Me río porque pienso en René.
El hombre también se ríe. La mujer sigue, en voz baja e importante:
– Entonces es que se dio cuenta el martes.
– El jueves.
– No, el martes, sabes, a causa de…
Ella dibuja en los aires una especie de elipse.
Largo silencio. El marido moja miga de pan en la salsa. Mariette cambia los platos y les lleva tartas. Dentro de un rato yo también pediré una tarta. De improviso la mujer, un poco soñadora, con una sonrisa orgullosa algo escandalizada en los labios, dice, en voz lenta:
– ¡Oh, no, sabes!
Hay tanta sensualidad en la voz que él se conmueve, le acaricia la nuca con su mano gorda.
– Charles, quieto, me excitas, querido -murmura ella sonriendo, con la boca llena. Intento reanudar la lectura:
– ¿Y de dónde quiere usted que lo saque?
– Cómpralo.
– ¿Y si el señor me encuentra?
Pero todavía oigo a la mujer que dice:
– Mira, haré reír a Marthe, voy a contárselo. Mis vecinos se han callado. Después de la tarta, Mariette les ha llevado ciruelas pasas y la mujer está ocupada en poner graciosamente los carozos en la cuchara. El marido, mirando el techo, tamborilea una marcha en la mesa. Parecería que su estado normal es el silencio, y la palabra una fiebre ligera que les da de vez en cuando.
– ¿Y de dónde quiere usted que lo saque?
– Cómpralo.
Cierro el libro, me voy a pasear.
Cuando salí de la cervecería Vézelise eran cerca de las tres; yo sentía la tarde en todo mi cuerpo entorpecido. No mi tarde: la de ellos, la que cien mil bouvilleses iban a vivir en común. A esa misma hora, después del copioso y largo almuerzo del domingo, se levantaban de la mesa, y para ellos, algo estaba muerto. El domingo había gastado su ligera juventud. Era necesario digerir el pollo y la tarta, vestirse para salir.
La campanilla del Cine Eldorado repicaba en el aire claro. Esta campanilla a la luz del día es un ruido familiar del domingo. Más de cien personas hacían cola a lo largo del muro verde. Esperaban ávidamente la hora de las dulces tinieblas, del relajamiento, del abandono, la hora en que la pantalla, reluciente como un guijarro blanco bajo el agua, hablaría y soñaría por ellas. Vano deseo: algo quedaría contraído; era demasiado el miedo de que les aguaran el hermoso domingo. Dentro de un instante, como todos los domingos, iban a sufrir una decepción: el film sería idiota, el vecino fumaría en pipa y escupiría entre sus rodillas, o Lucien estaría tan desagradable, sin una palabra gentil, o, como si lo hiciera a propósito, justamente hoy, por una vez que iban al cinematógrafo, le reaparecería el dolor intercostal. Dentro de un instante, como todos los domingos, pequeñas cóleras sordas crecerían en la sala oscura.
Seguí por la tranquila calle Bressan. El sol había disipado las nubes, el tiempo era bueno. Una familia acababa de salir de la villa “La ola”. La hija se abotonaba los guantes en la acera. Podía tener treinta años. La madre, planuda en el primer peldaño de la escalinata, miraba hacia adelante, con aire seguro, respirando ampliamente. Del padre, sólo veía yo la espalda enorme. Curvado sobre la cerradura, ponía llave a la puerta. La casa quedaba vacía y negra hasta que regresaran. En las casas vecinas, ya acerrojadas y desiertas, los muebles y los pisos crujían dulcemente. Antes de salir, alguien había apagado el fuego en la chimenea del comedor. El padre alcanzó a las dos mujeres, y la familia sin decir una palabra, se puso en camino. ¿A dónde iban? El domingo se va al cementerio monumental o de visita a casa de los parientes, o si uno está del todo libre, a pasear por la Jetée. Yo estaba libre: caminé por la calle Bressan que desemboca en la Jetée-Promenade.
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