Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Se produce un alto; acaba de formarse un grupo justo debajo de las borlas. Mi vecino espera sin impaciencia, con los brazos colgando; creo que este viejecito, pálido y frágil como una porcelana, es Coffier, el presidente de la Cámara de Comercio. Según parece, intimida mucho porque nunca dice nada. Vive en lo alto del Coteau Vert, en una gran casa de ladrillos cuyas ventanas están siempre abiertas de par en par. Se acabó; el grupo se ha disgregado; reanuda la marcha. Acaba de formarse otro, pero ocupa menos lugar; no bien constituido se aprieta contra el escaparate de Ghislaine. La columna ni siquiera se detiene; apenas se aparta un poco; desfilamos frente a seis personas tomadas de las manos: “Buenos días, señor, buenos días estimado señor, cómo está usted; pero cúbrase, señor, tomará frío; gracias, señora, es que no hace calor. Querida, te presento al doctor Lefrançois; doctor, encantada de conocerlo, mi marido siempre me habla del doctor Lefrançois que tan bien lo ha atendido, pero cúbrase, doctor, este frío le hará daño. Pero el doctor se curaría en seguida; ay, señora, los médicos son los que están peor atendidos; el doctor es un músico notable. Dios mío, doctor, no lo sabía; ¿toca usted el violín? El doctor tiene mucho talento”.

El viejecito que está a mi lado es seguramente Coffier; una de las mujeres del grupo, la morena, lo devora con los ojos mientras sonríe al doctor. Como si pensara: “Ahí está el señor Coffier, el presidente de la Cámara de Comercio; qué aspecto intimidador, dicen que es tan frío”. Pero M. Coffier no se digna ver nada: éstas son gentes del bulevar Maritime, no pertenecen al gran mundo. Desde que vengo a esta calle a ver los sombrerazos del domingo, he aprendido a distinguir las gentes del bulevar y las del Coteau. Cuando un tipo lleva un abrigo nuevecito, un sombrero flexible, una camisa deslumbradora, cuando desplaza aire, no es posible equivocarse: es del bulevar Maritime. Las gentes del Coteau Vert se distinguen por un no sé qué miserable y abatido. Tienen los hombros estrechos y un aire de insolencia en sus caras gastadas. Juraría que ese señor gordo que lleva a un niño de la mano, pertenece al Coteau; su rostro es gris y su corbata está anudada como un cordel.

El señor gordo se nos acerca; mira fijo a M. Coffier. Pero poco antes de cruzarse con él, desvía la cabeza y se pone a bromear paternalmente con su hijo, clavando los ojos en sus ojos, como un papá cabal; y de pronto, volviéndose con presteza hacia nosotros, echa una viva ojeada al viejecito y hace un saludo amplio y seco, con un ademán circular. El muchachito, desconcertado, no se ha descubierto; es un asunto de personas mayores.

En el ángulo de la calle Basse-de-Vieille nuestra columna tropieza con una columna de fieles que salen de misa; unas diez personas chocan y se saludan arremolinándose, pero los sombrerazos son demasiado rápidos para que pueda detallarlos; por encima de esta multitud gorda y pálida, la iglesia Sainte-Cécile yergue su monstruosa masa blanca: blanco de tiza sobre un cielo oscuro; detrás de esas murallas resplandecientes, retiene en sus flancos un poco del negro de la noche. La marcha se reanuda en un orden ligeramente modificado. M. Coffier ha quedado detrás de mí. Una señora de azul marino se pega a mi costado derecho. Viene de misa. Guiña los ojos, un poco deslumbrada por la mañana. Ese señor que camina delante de ella y que tiene una nuca tan delgada, es su marido.

En la otra acera, un señor que lleva a su mujer del brazo acaba de susurrarle unas palabras al oído y se ha puesto a sonreír. En seguida ella despoja cuidadosamente de toda expresión su cara cremosa y da unos pasos como ciega. Esos signos no engañan: van a saludar. En efecto, al cabo de un instante el señor echa la mano al aire. Cuando sus dedos están próximos al fieltro, vacilan un segundo antes de posarse delicadamente. Mientras levanta con suavidad el sombrero, bajando un poco la cabeza para ayudar la extracción, su mujer da un saltito grabando en su rostro una sonrisa juvenil. Una sombra los domina inclinándose; pero sus dos sonrisas gemelas no se borran en seguida; permanecen unos instantes en sus labios, por una especie de remanencia. Cuando el señor y la señora se cruzan conmigo, han recobrado su impasibilidad pero todavía les queda un aire alegre en torno a la boca.

Se acabó; la multitud es menos densa, los sombrerazos escasean, las vidrieras de los comercios han perdido exquisitez; estoy al final de la calle Tournebride. ¿Voy a cruzar y remontar la calle por la otra acera? Creo que ya tengo bastante; ya he visto bastantes cráneos rosados, caras menudas, distinguidas, borrosas. Cruzaré la plaza Marignan. Al extirparme con precaución de la columna, una cabeza de verdadero señor surge, muy cerca de un sombrero negro. Es el marido de la señora de azul marino. ¡Ah! Qué hermoso cráneo largo de dolicocéfalo, con pelo corto y duro, qué bello bigote americano con hilos de plata. Y sobre todo la sonrisa, la admirable sonrisa cultivada. También hay unos lentes en alguna parte, sobre una nariz.

El marido se volvía hacia la mujer y le decía:

– Es un nuevo dibujante de la fábrica. Me pregunto qué puede hacer aquí. Es un buen muchacho, tímido; me divierte.

Contra el espejo del salchichero Julien, el joven dibujante que acaba de cubrirse, ruborizado todavía, con los ojos bajos, el semblante obstinado, guarda todas las apariencias de una intensa voluptuosidad. Es el primer domingo, no cabe duda, que se atreve a cruzar la calle Tournebride. Parece un chico de primera comunión. Ha anudado las manos detrás de la espalda y vuelve el rostro con una expresión de pudor realmente excitante; mira, sin verlas, cuatro salchichas delgadas, brillantes de gelatina que se extienden sobre un aderezo de perejil.

Una mujer sale de la salchichería y lo toma del brazo. Es su esposa, muy joven a pesar de su piel gastada. Puede rondar por los alrededores de la calle Tournebride, nadie la tomará por una señora; la traiciona el brillo cínico de sus ojos, su aire razonable y entendido. Las verdaderas señoras no conocen el precio de las cosas; gustan de las hermosas locuras; sus ojos son bellas flores cándidas, flores de invernáculo.

Al dar la una llego a la cervecería Vézelise. Allí están los viejos, como de costumbre. Dos de ellos han empezado a comer. Hay cuatro jugando a la malilla mientras beben el aperitivo. Los otros están de pie y los miran jugar, mientras les preparan los cubiertos. El más alto, de barba caudalosa, es agente de cambio. Otro es comisario jubilado de la Inscripción Marítima. Comen y beben como a los veinte años. El domingo se hartan de chucrut. Los recién llegados interpelan a los otros que ya están comiendo:

– Bueno, ¿siempre el chucrut dominical?

Se sientan y suspiran, a sus anchas:

– Mariette, nena, un medio litro sin cuello y un chucrut.

Esta Mariette es una bribona. Cuando me siento a la mesa del fondo, un viejo color escarlata se pone a toser de furor. Mariette le sirve un vermut.

– Sírvame un poco más, vamos -dice tosiendo.

Pero ella también se enfada; no había terminado de servir:

– Pero déjeme servirle, ¿quién le ha dicho algo? Usted es de los que contestan antes de que les pregunten.

Los otros se echan a reír.

– ¡Triunfo!

Al ir a sentarse, el agente de cambio toma a Mariette de los hombros:

– Hoy es domingo, Mariette. ¿Esta tarde va al cine con su galán?

– ¡Ah, cómo no! Hoy tiene franco Antoinette. En cuanto al galán, yo me pago la juerga.

El agente de cambio se sienta frente a un viejo afeitado, de semblante afligido. El viejo afeitado empieza en seguida un animado relato. El agente de cambio no lo escucha: hace muecas y se mesa la barba. Nunca se escuchan.

Reconozco a mis vecinos: son pequeños comerciantes de la vecindad. El domingo la criada tiene “salida”. Entonces vienen aquí y se instalan siempre en la misma mesa. El marido come una hermosa costilla rosada de buey. La mira de cerca y resopla de vez en cuando. La mujer mordisquea de su plato. Es una rubia fuerte, cuarentona, de mejillas rojas y algodonosas. Tiene hermosos senos duros bajo la blusa de raso. Se bebe, como un hombre, su botella de Burdeos tinto en cada comida.

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