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Jean-Paul Sartre: La Náusea

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Jean-Paul Sartre La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Insinúo un vago movimiento para levantarme, para ir a buscar mis fotos de Meknes, en la caja que metí debajo de la mesa. ¿Para qué? Esos afrodisíacos ya no tienen efecto sobre mi memoria. El otro día encontré, bajo un secante, una pequeña foto empalidecida. Una mujer sonreía junto a un estanque. Contemplé un momento a esta persona sin reconocerla. Después leí, en el reverso: “Anny, Portsmouth, abril 7, 27”.

Nunca sentí como hoy la impresión de carecer de dimensiones secretas, de estar limitado a mi cuerpo, a los pensamientos ligeros que suben de él como burbujas. Construyo mis recuerdos con el presente. Estoy desechado, abandonado en el presente. En vano trato de alcanzar el pasado; no puedo escaparme.

Llaman. Es el Autodidacto; lo había olvidado. Le prometí mostrarle mis fotos de viaje. Que el diablo se lo lleve.

Se sienta en una silla; sus nalgas tensas tocan el respaldo, y el busto rígido se inclina hacia adelante. Salto de la cama y enciendo la luz.

– ¿Por qué, señor? Estábamos muy bien…

– No para ver fotografías…

No sabe qué hacer con el sombrero; se lo quito.

– ¿Es verdad, señor? ¿Quiere usted mostrármelas?

– Pero naturalmente.

Esto es calculado: espero que se callará mientras las mire. Me meto debajo de la mesa, empajo la caja contra sus zapatos lustrados, deposito en sus rodillas una brazada de tarjetas postales y fotos: España y el Marruecos español.

Pero bien veo en su semblante risueño y abierto que me equivoqué al contar con reducirlo a silencio. Echa una ojeada a una vista de San Sebastián, tomada desde el monte Igueldo, la deja con precaución sobre la mesa, y permanece silencioso un instante. Después suspira:

– ¡Ah, señor! Qué suerte la suya. Si es cierto lo que dicen, los viajes son la mejor escuela. ¿Opina usted lo mismo, señor?

Hago un gesto vago. Afortunadamente no ha terminado.

– Ha de ser una conmoción tan grande. Me parece que si alguna vez tuviera que hacer un viaje, antes de partir consignaría por escrito los menores rasgos de mi carácter, para poder comparar, a la vuelta, lo que era y lo que he llegado a ser. He leído que algunos viajeros habían cambiado tanto, en lo físico y en lo moral, que a su regreso los parientes más cercanos no los reconocían.

Manosea distraído un gran paquete de fotografías. Toma una y la pone sobre la mesa sin mirarla; después contempla con intensidad la foto siguiente, que representa un San Jerónimo esculpido en un pulpito de la catedral de Burgos.

– ¿Vio usted ese Cristo en piel de animal que está en Burgos?. Hay un libro muy curioso, señor, sobre esas estatuas en piel de animal, y hasta en piel humana. ¿Y la Virgen negra? ¿No está en Burgos? ¿Está en Zaragoza? ¿Pero no hay acaso una en Burgos? Los peregrinos la besan, ¿no es cierto? Quiero decir, la de Zaragoza. ¿Y hay una huella de su pie en una losa? ¿Que está en un agujero? ¿Y las madres empujan allí a sus hijos?

Rígido, empuja con las dos manos a un niño imaginario. Se diría que rechaza los presentes de Artajerjes.

– Ah, las costumbres, señor, qué… qué curioso.

Un poco sofocado, me apunta con su quijada de asno. Huele a tabaco y a agua estancada. Sus hermosos ojos extraviados brillan como globos de fuego, y sus escasos cabellos le nimban el cráneo como de vapor. Bajo ese cráneo, samoyedos, niam-niams, malgaches, fueguinos, celebran las más extrañas solemnidades, comen a sus ancianos padres, a sus hijos, giran sobre sí mismos al son del tamtam hasta desvanecerse, se entregan al frenesí del amok, queman a sus muertos, los exponen sobre los techos, los abandonan a la corriente en barcas iluminadas por antorchas, se acoplan al azar, madre e hijo, padre e hija, hermano y hermana, se mutilan, se castran, se distienden los labios con platos, se hacen tatuar en los riñones animales monstruosos.

– ¿Puede decirse, con Pascal, que la costumbre es una segunda naturaleza?

Clava sus ojos en los míos, implora una respuesta:

– Según -digo.

Respira.

– Es lo que yo me decía, señor. Pero desconfío de mí mismo; se necesitaría haberlo leído todo.

Pero a la fotografía siguiente, es el delirio. Lanza un grito de gozo.

– ¡Segovia! ¡Segovia! Yo he leído un libro sobre Segovia.

Agrega, con cierta nobleza:

– Señor, ya no recuerdo el nombre del autor. A veces tengo distracciones. Na… No… Nod…

– Imposible -le digo vivamente -, está usted en Lavergne.

Lamento en seguida mis palabras; después de todo nunca me habló de este método de lectura; ha de ser un delirio secreto. En efecto, queda desconcertado, y se le hinchan los gruesos labios, con aire llorón. Luego baja la cabeza y mira unas diez postales sin decir palabra.

Pero al cabo de treinta segundos, veo que un poderoso entusiasmo lo colma y que va a reventar si no habla:

– Cuando termine mi instrucción (todavía calculo seis años más), me uniré, si me lo permiten, a los estudiantes y profesores que hacen un crucero anual al Cercano Oriente. Quisiera aclarar ciertos conocimientos -dice con unción- y además, me gustaría que me sucedieran cosas inesperadas, nuevas, aventuras, para decirlo de una vez.

Ha bajado la voz; tiene un gesto pícaro.

– ¿Qué clase de aventuras?-le pregunto, asombrado.

– De todas clases, señor. Usted se equivoca de tren. Baja en una ciudad desconocida. Pierde la valija, lo detienen por error, pasa la noche en la cárcel. Señor, creo que la aventura puede definirse así: un acontecimiento que sale de lo ordinario sin ser forzosamente extraordinario. Se habla de la magia de las aventuras. ¿Le parece justa esta expresión? Quisiera hacerle una pregunta, señor.

– ¿Qué?

Se ruboriza y sonríe.

– Tal vez sea indiscreta.

– No importa, diga.

Se inclina hacia mí y pregunta, con los ojos entrecerrados:

– ¿Ha tenido usted muchas aventuras, señor?

Respondo maquinalmente:

– Algunas-, echándome hacia atrás, para evitar su aliento pestífero.

Sí, lo dije maquinalmente, sin pensarlo. En efecto, por lo general más bien me enorgullezco de haber tenido tantas aventuras. Pero hoy, en cuanto pronuncio estas palabras, siento una gran indignación contra mí mismo: me parece que miento, que en mi vida he tenido la menor aventura, o mejor, ni siquiera sé qué quiere decir esa palabra. Al mismo tiempo pesa sobre mis hombros el mismo desaliento que me asaltó en Hanoi, hace cerca de cuatro años, cuando Mercier me apremiaba para que me uniera a él, y yo, sin contestar, miraba fijo una estatuita kmer. Y la IDEA, esa gran masa blanca que tanto me desagradó entonces, está ahí; no había vuelto a verla durante estos cuatro años.

– ¿Podría preguntarle…?-dice el Autodidacto.

¡Diantre! Que le cuente una de esas famosas aventuras. Pero ya no quiero decir una palabra sobre el tema.

– Ahí -digo inclinado sobre sus hombros estrechos, y apoyando el dedo en una foto-, ahí está Santillana, el pueblo más lindo de España.

– ¿Santillana, el pueblo de Gil Blas? No creí que existiera. ¡Ah, señor, qué provechosa es su conversación! Bien se ve que usted ha viajado.

Acompaño al Autodidacto hasta la puerta, después de atiborrar sus bolsillos de tarjetas postales, grabados y fotos. Se fue encantado; apagué la luz. Ahora estoy solo. Completamente solo, no. Todavía delante de mí está esa idea que aguarda. Permanece ahí, hecha un ovillo como un gran gato; no explica nada, no se mueve, se contenta con decir que no. No, no he tenido aventuras.

Lleno la pipa, la enciendo, me recuesto en la cama con un abrigo sobre las piernas. Lo que me asombra es sentirme tan triste y tan cansado. Aunque fuera cierto que nunca tuve aventuras, ¿qué puede importarme? Ante todo, me parece que es pura cuestión de palabras. El asunto de Meknes, por ejemplo, en el que pensaba hace un rato: un marroquí me saltó encima y quiso atacarme con una gran navaja. Pero yo le asesté un puñetazo debajo de la sien… Empezó a gritar en árabe y apareció una caterva de piojosos que nos persiguieron hasta el souk Attarin. Bueno, puede dársele el nombre que se quiera, pero de todos modos es un hecho que me sucedió.

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