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Jean-Paul Sartre: La Náusea

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Jean-Paul Sartre La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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La Náusea se ha quedado allá, en la luz amarilla. Soy feliz, este frío es tan puro, tan pura la noche; ¿no soy yo mismo una onda de aire helado? No tener ni sangre, ni linfa, ni carne. Deslizarse por este largo canal hacia aquella palidez. Ser sólo frío.

Llega gente. Dos sombras. ¿Qué necesidad tenían de venir aquí?

Es una mujercita que tira a un hombre de la manga. Habla en voz rápida y menuda. No comprendo lo que dice, por el viento.

– ¿Quieres cerrar la boca, eh? -dice el hombre.

Ella signe hablando. Bruscamente, el hombre la rechaza. Se miran, vacilantes; después él hunde las manos en los bolsillos y se va sin volverse.

El hombre ha desaparecido. Apenas tres metros me separan ahora de la mujer. De pronto unos sonidos roncos y graves la desgarran, arrancan de ella y llenan toda la calle con una violencia extraordinaria:

– Charles, por favor, ¿sabes lo que te he dicho? ¡Charles, ven, estoy harta, soy muy desgraciada!

Paso tan cerca de ella que podría tocarla. Es… ¿pero cómo creer que esa carne ardida, ese rostro resplandeciente de dolor…? Sin embargo, reconozco la pañoleta, el abrigo y el gran antojo borra de vino que tiene en la mano derecha; es ella, Lucie, la criada. No me atrevo a ofrecerle mi ayuda, pero conviene que pueda pedirla en caso de necesidad; paso delante de ella lentamente, mirándola. Sus ojos se clavan en mí, pero no demuestra verme; es como si sus padecimientos le hubieran hecho perder el juicio. Doy unos pasos, me vuelvo…

Sí, es ella, Lucie. Pero transfigurada, fuera de sí, sufriendo con loca generosidad. La envidio. Está allí, erguida, con los brazos separados, como si esperara los estigmas; abre la boca, se ahoga. Tengo la impresión de que las paredes han crecido a cada lado de la calle, de que se han acercado, de que ella está en el fondo de un pozo. Espero unos instantes; temo que caiga rígida; es demasiado enclenque para soportar este dolor insólito. Pero no se mueve; parece mineralizada, como todo lo que la rodea. Por un momento me pregunto si no me habré equivocado, si no es su verdadera naturaleza la que se me ha revelado de improviso…

Lucie lanza un leve gemido. Se lleva la mano a la garganta abriendo grandes ojos asombrados. No, no hay en ella fuerzas para padecer tanto. Le vienen de afuera… de este bulevar. Habría que tomarla por los hombros, llevarla a las luces, entre la gente, a las calles dulces y rosadas; allá no se puede sufrir tanto; se ablandaría, recuperaría su aire positivo y el nivel ordinario de sus padecimientos.

Le vuelvo la espalda. Después de todo, tiene suerte. Yo estoy demasiado tranquilo desde hace tres años. Ya no puedo recibir de estas soledades trágicas hada más que un poco de pureza vacía. Me voy.

Jueves, once y media.

Trabajé dos horas en la sala de lectura. Bajé al patio de las Hipotecas para fumar una pipa. Plaza pavimentada con ladrillos rosados. Los bouvilleses se enorgullecen de ella porque data del siglo XVIII. A la entrada de la calle Chamade y de la calle Suspédart, viejas cadenas impiden el acceso a los coches. Señoras de negro, que sacan a pasear a sus perros, se deslizan bajo las arcadas, a lo largo de las paredes. Rara vez se adelantan hasta la luz del día, pero echan juveniles miradas, de soslayo, furtivas y satisfechas, a la estatua de Gustave Impétraz. No han de saber el nombre de ese gigante de bronce, pero bien ven por su levita y su chistera, que perteneció al gran mundo. Tiene el sombrero en la mano izquierda y apoya la derecha en una pila de infolios; es en cierto modo como si el abuelo estuviera allí, sobre ese zócalo, modelado en bronce. No necesitan mirarlo largo rato para comprender que pensaba como ellas, exactamente como ellas sobre todos los asuntos. Ha puesto su autoridad y la inmensa erudición extraída de los infolios que aplasta con su mano pesada, al servicio de sus pequeñas ideas estrechas y sólidas. Las señoras de negro se sienten aliviadas, pueden entregarse tranquilamente a las preocupaciones de la casa, a pasear el perro; ya no tienen la responsabilidad de defender las santas ideas, las buenas ideas de sus padres; un hombre de bronce se ha erigido en defensor de ellas.

La gran Enciclopedia dedica unas líneas a este personaje; las leí el año pasado. Había apoyado el volumen en el alféizar de la ventana; a través del vidrio podía ver el cráneo verde de Impétraz. Supe que floreció hacia 1890. Fue inspector de academia. Pintaba exquisitas bagatelas y escribió tres libros: De la popularidad entre los antiguos griegos (1887), La pedagogía de Rollin (1891) y un Testamento poético en 1899. Murió en 1902, en medio del pesar emocionado de sus subordinados y de la gente de gusto.

Me he apoyado en la fachada de la biblioteca. Chupo la pipa que amenaza apagarse. Veo a una vieja señora que sale temerosa de la galería con arcadas y mira a Impétraz fina y obstinadamente. De pronto cobra ánimos, cruza el patio a toda la velocidad de sus piernas y se detiene un momento delante de la estatua moviendo las mandíbulas. Después huye, negra sobre el pavimento rosado, y desaparece en una grieta de la pared.

Tal vez esta plaza era alegre hacia el 1800, con sus ladrillos rosa y sus casas. En la actualidad hay en ella algo seco y maligno, una delicada pizca de horror. Procede del monigote que está ahí arriba, sobre el zócalo. Al vaciar en bronce a ese universitario, lo han convertido en un brujo.

Miro a Impétraz de frente. No tiene ojos, apenas nariz, una barba carcomida por esa lepra extraña que cae a veces, como una epidemia, sobre todas las estatuas de un barrio. Saluda; el chaleco luce una mancha verde claro en el lugar del corazón. Tiene un aspecto dolorido y malo. No vive, no, pero tampoco es inanimado. Una sorda potencia emana de él: es como un viento que le rechaza; Impétraz quisiera echarme del patio de las Hipotecas. No me iré antes de acabar esta pipa.

Una alta sombra magra surge bruscamente detrás de mí. Me sobresalto.

– Perdóneme, señor, no quería molestarlo. Vi que movía usted los labios. Sin duda repetía frases de su libro. – Ríe-. ¿Andaba a la caza de alejandrinos?

Miro al Autodidacto con estupor. Pero él parece sorprendido de mi sorpresa:

– ¿No hay que evitar cuidadosamente los alejandrinos en la prosa, señor?

He descendido ligeramente en su estima. Le pregunto qué hace aquí a esta hora. Me explica que su patrón le ha dado permiso, y que ha venido directamente a la biblioteca; no almorzará y leerá hasta que cierren. Ya no lo escucho, pero ha de haberse apartado de su tema primitivo pues oigo de pronto:

– …tener como usted la dicha de escribir un libro. Debo decir algo.

– Dicha… -digo con aire dubitativo. No entiende el sentido de mi respuesta y corrige rápidamente:

– Señor, hubiera debido decir: mérito.

Subimos la escalera. No me dan ganas de trabajar. Alguien ha dejado Eugénie Grandet sobre la mesa; el libro está abierto en la página veintisiete. Lo tomo maquinalmente, me pongo a leer la página veintisiete, luego la veintiocho; no tengo ánimos para empezar por el principio. El Autodidacto se dirige a los estantes de la pared con paso vivo; trae dos volúmenes que deja sobre la mesa, con la expresión del perro que ha encontrado un hueso.

– ¿Qué lee usted?

Me parece que le repugna decírmelo; vacila un poco, revuelve sus grandes ojos extraviados, y me tiende los libros como con violencia. Son: La turba y las turberas de Larbalétrier, e Hitopadesa o la instrucción útil de Lastex. ¿Pues bien? No veo qué es lo que le molesta; estas lecturas me parecen muy decentes. Para tranquilizar mi conciencia hojeo Hitopadesa, y sólo veo cosas elevadas.

Las tres.

He dejado Eugénie Grandet. Me he puesto a trabajar, pero sin entusiasmo. El Autodidacto, que me ve escribir, me observa con respetuosa concupiscencia. De vez en cuando levanto un poco la cabeza, veo el inmenso cuello postizo, recto, de donde sale su pescuezo de gallina. Lleva un traje raído pero la camisa es de una blancura deslumbradora. Acaba de sacar del mismo estante otro libro cuyo título descifro al revés: La flecha de Caudebec, crónica normanda de Mlle. Julie Lavergne. Las lecturas del Autodidacto siempre me desconciertan.

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