Jean-Paul Sartre - La Náusea
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Ésta es la calle Basse-de-Vieille y la enorme masa de Sainte-Cécile, agazapada en la sombra, con sus vitrales relucientes. El sombrero de lata chirría. No sé si el mundo se ha concentrado de golpe o si yo establezco entre los sonidos y las formas una unidad tan fuerte: ni siquiera puedo concebir que nada de lo que me circunda sea distinto de lo que es. Me detengo un instante, aguardo, siento latir mi corazón; escudriño con la mirada la plaza desierta. No veo nada. Se ha levantado un viento bastante fuerte. Me equivoqué, la calle Basse-de-Vieille era una posta: la cosa me espera en el fondo de la plaza Ducoton.
No tengo tanta prisa por reanudar el camino. Me parece que he tocado la cima de la dicha. Qué no hice en Marsella, en Shangai, en Meknes, para conseguir un sentimiento tan pleno. Hoy ya no espero nada, vuelvo a mi casa, al final de un domingo vacío: la cosa está allá.
Echo a andar. El viento me trae el grito de una sirena. Estoy solo, pero camino como un ejército que irrumpiera en una ciudad. En este momento hay navíos resonantes de música en el mar; se encienden luces en todas las ciudades de Europa; nazis y comunistas se tirotean en las calles de Berlín: obreros sin trabajo callejean en Nueva York; mujeres delante del espejo, en habitaciones caldeadas, se ponen cosmético en las pestañas. Y yo estoy aquí, en esta calle desierta, y cada tiro que parte de una ventana de Neukölln, cada vómito de sangre de los heridos, cada ademán preciso y menudo de las mujeres que se engalanan, responde a cada uno de mis pasos, a cada latido de mi corazón.
Frente al pasaje Gillet ya no sé qué hacer. ¿Acaso no me aguardan en el fondo del pasaje? Pero también en la plaza Ducoton, al final de la calle Tournebride hay cierta cosa que me necesita para nacer. Estoy lleno de angustia: el menor gesto me compromete. No puedo adivinar qué quieren de mí. Sin embargo, es preciso escoger; sacrifico el pasaje Gillet, ignoraré para siempre lo que me reservaba.
La plaza Ducoton está vacía. ¿Me equivoqué? Me parece que no lo soportaría. Realmente, ¿no va a suceder nada? Me acerco a las luces del café Mably. Estoy desorientado, no sé si entraré; echo una ojeada a través de los grandes vidrios empañados.
La sala está abarrotada. El aire es azul por el humo de los cigarrillos y el vapor que desprenden las ropas húmedas. La cajera está en el mostrador. La conozco bien: es pelirroja como yo; tiene una enfermedad en el vientre. Se pudre dulcemente bajo las faldas, con una sonrisa melancólica, semejante al olor a violetas que exhalan a veces los cuerpos en descomposición. Un estremecimiento me recorre de la cabeza a los pies: ella… ella es lo que me aguardaba. Estaba allí, irguiendo su busto inmóvil sobre el mostrador; sonreía. Desde el fondo de este café, algo retrocede a los momentos dispersos del domingo y los suelda unos con otros, les da un sentido: he atravesado todo este día para rematar aquí, con la frente pegada a este vidrio, para contemplar ese fino rostro que se abre sobre una cortina granate. Todo se ha detenido: este gran vidrio, ese aire pesado, azul como agua, esa planta carnosa y blanca en el fondo del agua, y yo mismo, formamos un todo inmóvil y pleno; soy feliz.
Al volver al bulevar de la Redoute, sólo me quedaba una amarga pena. Me decía: “Quizá no haya nada en el mundo que me interese tanto como este sentimiento de aventura. Pero viene cuando quiere; y se va tan rápido, me deja tan agotado. ¿Me hará estas breves visitas irónicas para demostrarme que he-frustrado mi vida?”
Detrás de mí, en la ciudad, en las grandes calles desiertas, un formidable acontecimiento social agonizaba a la fría claridad de los faroles: era el fin del domingo.
Lunes.
¿Cómo pude escribir ayer esta frase absurda y pomposa: “Estoy solo pero camino como un ejército que irrumpiera en una ciudad”?
No necesito hacer frases. Escribo para poner en claro ciertas circunstancias. Desconfiar de la literatura. Hay que escribirlo todo al correr de la pluma, sin buscar las palabras.
En el fondo, lo que me disgusta es haber estado sublime anoche. Cuando tenía veintidós años, me emborrachaba y en seguida explicaba que yo era un tipo de la clase de Descartes. Sabía muy bien que me estaba inflando de heroísmo, pero me dejaba llevar, eso me gustaba. Al día siguiente, sentía tanto asco como si me hubiera despertado en una cama vomitada. No vomito cuando estoy borracho, pero sería preferible. Ayer ni siquiera tenía la excusa de la embriaguez. Me exalté como un imbécil. Necesito limpiarme con pensamientos abstractos, transparentes como agua.
Decididamente ese sentimiento de aventura no procede de los acontecimientos: ya tenemos la prueba. Más bien es la manera de encadenarse los instantes. Creo que esto es lo que pasa: de pronto uno siente que el tiempo transcurre, que cada instante conduce a otro, éste a otro y así sucesivamente; que cada instante se aniquila, que no vale la pena intentar retenerlo, etc., etc. Y entonces atribuimos esta propiedad a los acontecimientos que se presentían en los instantes; lo que pertenece a la forma lo referimos al contenido. En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer. Ahora bien, por momentos nos parece que la vemos envejecer y que nos sentimos envejecer con ella: es el sentimiento de aventura.
Se llama así, si mal no recuerdo, a la irreversibilidad del tiempo. El sentimiento de la aventura sería, simplemente, el de la irreversibilidad del tiempo. ¿Pero por qué no lo tenemos siempre? ¿Acaso no será siempre irreversible el tiempo? Hay momentos en que uno tiene la impresión de que puede hacer lo que quiere, adelantarse o retroceder, que esto no tiene importancia; y otros en que se diría que las mallas se han apretado, y en estos casos se trata de no errar el golpe, porque sería imposible empezar de nuevo.
Anny hacia rendir el máximo al tiempo. En la época en que ella estaba en Djibuti y yo en Adén, cuando iba a verla por veinticuatro horas se ingeniaba para multiplicar los malentendidos entre nosotros, hasta que sólo quedaban exactamente sesenta minutos antes de mi partida: sesenta minutos, justo el tiempo necesario para sentir el transcurso de los segundos, uno por uno. Recuerdo una de aquellas veladas. Yo debía marcharme a medianoche. Habíamos ido al cine al aire libre; estábamos desesperados, Anny tanto como yo, sólo que ella dirigía el juego. A las once, al comienzo del film principal, me tomó la mano y la estrechó entre las suyas sin decir una palabra. Me sentí invadido por una alegría acre, y comprendí sin necesidad de mirar el reloj que eran las once. A partir de ese momento empezamos a sentir el curso de los minutos. Esa vez nos separábamos por tres meses. En cierto momento apareció en la pantalla una imagen completamente blanca; la oscuridad se suavizó y vi que Anny lloraba. A medianoche me soltó la mano después de apretarla violentamente; me levanté y me fui sin decirle una sola palabra. Eso era trabajo bien hecho.
Las siete de la noche.
Jornada de trabajo. No ha marchado del todo mal; he escrito seis páginas con cierto placer. Sobre todo porque eran consideraciones abstractas sobre el reinado de Pedro I. Después de la orgía de anoche, me quedé todo el día quieto. ¡No hubiera necesitado apelar a mi voluntad! Me sentía muy a mis anchas desmontando los resortes de la aristocracia rusa.
Sólo ese Rollebon me irrita. Se las da de misterioso en las cosas más íntimas. ¿Qué pudo hacer en Ukrania en el mes de agosto de 1804? Habla de su viaje en términos velados:
“La posteridad juzgará si mis esfuerzos, que el éxito no podía coronar, merecían un rechazo brutal y humillaciones que hube de soportar en silencio, cuando tenía en mi mano el medio de acallar y atemorizar a los que se burlaban”.
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