Jean-Paul Sartre - La Náusea
Здесь есть возможность читать онлайн «Jean-Paul Sartre - La Náusea» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Философия, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La Náusea
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La Náusea: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La Náusea»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La Náusea — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La Náusea», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
– ¡Oh, pobre Pipo!
La señora lanzó un grito sofocado: bajo el retrato de Octave Blévigne “hijo del anterior”, una mano piadosa había trazado estas palabras:
“Muerto en la Politécnica, en 1904”.
– ¡Murió! Como el hijo de Arondel. Tenía una cara tan inteligente. ¡Cuánto habrá sufrido la mamá! También, exigen demasiado en esas grandes escuelas. El cerebro trabaja hasta durante el sueño. A mí me gustan mucho esos bicornios, quedan elegantes. ¿Se llaman casuarios?
– No, los casuarios son los de Saint-Cyr.
Contemplé yo también al politécnico muerto a temprana edad. Su tez cerúlea y su bigote reflexivo hubieran bastado para despertar la idea de una muerte próxima. Además, él había previsto su destino; se notaba cierta resignación en sus ojos claros que veían lejos. Pero al mismo tiempo llevaba alta la cabeza; con ese uniforme representaba al ejército francés.
¡Tu Marcellus eris! Manibus date lilia plenis…
Una rosa cortada, un politécnico muerto: ¿puede haber algo más triste?
Seguí despacito por la larga galería, saludando al pasar, sin detenerme, los rostros distinguidos que salían de la penumbra: M. Bossoire, presidente del tribunal de comercio; M. Faby, presidente del consejo de administración del puerto autónomo de Bouville; M. Boulange, comerciante, con su familia; M. Rannequin, alcalde de Bouville; M. de Lucien , nacido en Bouville, embajador de Francia en los Estados Unidos y poeta; un desconocido con uniforme de prefecto; la Madre Sainte-Marie -Louise, superiora del Gran Orfelinato; M. y Mme. Théréson; M. Thiboust-Gouron, presidente general del consejo de prohombres; M. Bobot, administrador principal de la inscripción Marítima; M. Brion, Minette, Grelot, Lefèbvre; el doctor Pain y señora; el propio Bordurin, pintado por su hijo Fierre Bordurin. Miradas claras y frías, facciones finas, labios delgados. M. Boulange era económico y paciente; la Madre Sainte-Marie -Louise de una piedad industriosa; M. Thiboust-Gouron tan duro consigo mismo como con los demás. Mme. Théréson luchaba sin flaquear contra un mal profundo. Su boca infinitamente cansada hablaba bastante de su padecimiento. Pero esta mujer piadosa nunca había dicho: “Me duele”. Sabía sobreponerse; componía listas de platos y presidía sociedades de beneficencia. A veces, en mitad de una frase, cerraba lentamente los párpados y la vida abandonaba su rostro. Ese desfallecimiento no duraba más de un segando; Mme. Théréson abría en seguida los ojos, continuaba la frase. Y en el taller de caridad se cuchicheaba: “¡Pobre Mme. Théréson! Nunca se queja”.
Había cruzado el salón Bordurin-Renaudas en toda su longitud. Me volví. Adiós hermosos lirios, pura fineza en vuestros pequeños santuarios pintados, adiós hermosos lirios, orgullo nuestro y nuestra razón de ser, adiós. Cochinos.
Lunes.
Ya no escribo mi libro sobre Rollebon; se acabó, ya no puedo escribirlo. ¿Qué voy a hacer de mi vida?
Eran las tres. Estaba sentado a mi mesa; había puesto a mi lado el legajo de cartas que robé en Moscú; escribía:
“Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de setiembre, que acababa de redactar su testamento.”
El marqués estaba presente; mientras esperaba instalarlo definitivamente en la existencia histórica, le prestaba mi vida. Lo sentía como un calor ligero en el hueco del estómago.
De pronto caí en una objeción que no dejarían de hacerme: Rollebon estaba lejos de ser franco con su sobrino a quien quería utilizar, si fallaba el golpe, como testigo de descargo ante Pablo I. Es muy posible que hubiera inventado la historia del testamento para dárselas de ingenuo.
Era una objeción sin importancia, un error sin consecuencias. Sin embargo bastó para sumirme en un ensueño taciturno. Evoqué, de improviso, la criada gorda del Ca mille, la cabeza huraña de M. Achille, la sala donde tan claramente sentí que estaba olvidado, abandonado en el presente. Me dije con cansancio:
“¿Cómo yo, que no he tenido fuerzas para retener mi propio pasado, puedo esperar que salvaré el de otro?”
Tomé la pluma e intenté reanudar la tarea; estaba harto de esas reflexiones sobre el pasado, sobre el presente, sobre el mundo. Sólo pedía una cosa: que me dejaran acabar tranquilamente mi libro.
Pero como mi mirada caía en el block de hojas blancas, me absorbió su aspecto y permanecí con la pluma en el aire, contemplando ese papel deslumbrador: qué duro y chillón era, qué presente. En él no había más que presente. Las palabras que acababa de trazar encima no estaban secas aún y ya no me pertenecían.
“Se difundieron de intento los más siniestros rumores…”
Esta frase la había pensado; había sido primero un poco de mí mismo. Ahora estaba grabada en el papel, formaba un bloque contra mí. Ya no la reconocía. Ni siquiera podía repensarla. Estaba allí, frente a mí; hubiera sido inútil buscarle una marca de origen. Cualquier otro habría podido escribirla. Pero yo, yo no tenía la seguridad de haberla escrito. Ahora las letras no brillaban, estaban secas. También eso había desaparecido; ya no quedaba nada de su efímero esplendor.
Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presentí, nada más que presente. Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un ropero con espejo -y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El pasado no existía. En absoluto. Ni en las cosas ni siquiera en mi pensamiento. Por supuesto, sabía desde mucho tiempo atrás que el mío se me había escapado. Pero hasta entonces creí que se había apartado simplemente fuera de mi alcance. Para mí el pasado sólo era un retiro, otra manera de existir, un estado de vacaciones y de inactividad; al terminar su papel, cada acontecimiento se acomodaba juiciosamente en una caja y se convertía en acontecimiento honorario; tanto cuesta imaginar la nada. Ahora sabía: las cosas son en su totalidad lo que parecen, y detrás de ellas… no hay nada.
Durante unos minutos me absorbió este pensamiento. Después me encogí violentamente de hombros para desecharlo y acerqué el block de papel.
“…que acababa de redactar su testamento”.
Una inmensa repugnancia me invadió de improviso y la pluma se me cayó de los dedos escupiendo tinta. ¿Qué había pasado? ¿Tenía la Náusea? No, no era eso, el cuarto mostraba su aire bonachón de todos los días. Apenas si la mesa me parecía más pesada, más espesa, y la estilográfica más compacta. Sólo que M. de Rollebon acababa de morir por segunda vez.
Hace un instante todavía estaba aquí, en mí, tranquilo y caliente, y de vez en cuando lo sentía moverse. Estaba bien vivo, más vivo para mí que el Autodidacto o la patrona del Rendez-vous des Cheminots. Por supuesto, tenía sus caprichos; podía pasarse varios días sin aparecer; pero a menudo, en misterioso buen tiempo, sacaba la nariz afuera, como el capuchino higrométrico, y yo veía su rostro descolorido y sus mejillas azules. Y aun cuando no apareciera, pesaba sobre mi corazón y yo me sentía lleno.
Ahora ya no quedaba nada. Como no quedaba el recuerdo de su fresco esplendor en esas marcas de tinta seca. Era culpa mía: yo había pronunciado las únicas palabras que no debía decir; dije que el pasado no existía. Y de golpe, sin ruido, M. de Rollebon retornó a su nada.
Tomé las cartas en mis manos, las palpé con una especie de desesperación:
“Fue él”, me dije, “sin embargo fue él quien trazó uno por uno estos signos. Él se apoyó en este papel, posó el dedo en las hojas para impedir que se movieran bajo la pluma.”
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La Náusea»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La Náusea» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La Náusea» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.