Jean-Paul Sartre - La Náusea
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Miércoles.
Hay un círculo de sol en el mantel de papel. En el círculo una mosca atontada se arrastra, se calienta y frota las patas de adelante una contra otra. Voy a hacerle el favor de aplastarla. No ve surgir este dedo índice gigante cuyos pelos dorados brillan al sol.
– ¡No la mate, señor! – exclama el Autodidacto.
La mosca revienta, las tripitas blancas le salen del vientre; la he librado de la existencia. Digo secamente al Autodidacto:
– Era un favor que había que hacerle.
¿Por qué estoy aquí? ¿Y por qué no había de estar? Es mediodía, espero que sea la hora de dormir. (Afortunadamente no pierdo el sueño.) Dentro de cuatro días veré a Anny; ésta es, por el momento, la única razón de mi vida. ¿Y después? ¿Cuándo Anny me haya dejado? Bien sé lo que espero, solapadamente: espero que no me deje nunca más. Sin embargo debería saber que Anny jamás aceptará envejecer en mi presencia. Estoy débil y solo, la necesito. Hubiera querido verla cuando tenía fuerzas; Anny es despiadada con las ruinas.
– ¿Está usted bien, señor? ¿Se siente bien? El Autodidacto me mira de costado, con ojos risueños. Jadea un poco, con la boca abierta, como un perro extenuado. Lo confieso: esta mañana estaba casi contento de volver a verlo, necesitaba hablar.
– Qué contento estoy de tenerlo en mi mesa -dice-, si siente usted frío podremos instalarnos al lado del calorífero. Esos señores se marcharán en seguida, han pedido la cuenta.
Alguien se preocupa por mí, se pregunta si tengo frío; hablo a otro hombre: hace años que no me ocurre esto.
– Se van, ¿quiere usted que nos cambiemos de lugar?
Los dos señores han encendido cigarrillos. Salen, ya están en el aire puro, al sol. Pasan a lo largo de los grandes vidrios, sujetando el sombrero con las dos manos. Ríen; el viento infla sus abrigos. No, no quiero cambiar de lugar.
¿Para qué? Y además, a través de los vidrios, entre los techos blancos de las casetas de baño, veo el mar verde y compacto.
El Autodidacto ha sacado de su cartera dos rectángulos de cartón violeta. Dentro de un rato los entregará en la caja. Descifro al revés en uno de ellos:
“Casa Bottanet. cocina burguesa.
“Almuerzo a precio fijo: 8 francos.
“Entremeses a elección.
“Carne aderezada.
“Queso o postre.
“140 francos las 20 tarjetas.
Ahora reconozco a ese tipo que come en la mesa redonda, cerca de la puerta: se aloja con frecuencia en el hotel Printania, es un viajante de comercio. De vez en cuando posa en mí su mirada atenta y sonriente; pero no me ve; está demasiado absorbido espiando lo que come. Del otro lado de la caja, dos hombres rojos 7 rechonchos saborean almejas y beben vino blanco. El más bajo, que tiene un fino bigote amarillo, cuenta una historia con la que él mismo se divierte. Hace silencios y ríe, mostrando unos dientes deslumbradores. El otro no ríe; sus ojos son duros. Pero dice a menudo que “sí” con la cabeza. Cerca de la ventana, un hombre enjuto y moreno, de facciones distinguidas, con un hermoso pelo blanco echado hacia atrás, lee pensativamente un periódico. En la banqueta, a su lado, ha puesto una cartera de cuero. Bebe agua de Vichy. Dentro de un momento, todos estos hombres saldrán; pesados por la comida, acariciados por la brisa, con el sobretodo bien abierto, la cabeza un poco caliente, zumbándoles un poco, caminarán a lo largo de la balaustrada mirando a los niños en la playa y los barcos en el mar; irán a su trabajo. Yo no iré a ninguna parte, no tengo trabajo.
El Autodidacto ríe con inocencia y el sol retoza en sus escasos cabellos:
– ¿Quiere usted elegir sus platos?
Me tiende la lista: tengo derecho a un entremés a elección: cinco rodajas de salchichón o rábanos o langostinos o un platito de apio y remolacha. Los caracoles de Borgoña están fuera de lista.
– Tráigame un salchichón -digo a la criada.
El Autodidacto, me arrebata la lista de las manos:
– ¿No hay nada mejor? Aquí tiene caracoles de Borgoña
– Es que no me gustan mucho los caracoles.
– ¡Ah! ¿Entonces ostras?
– Son cuatro francos más -dice la criada.
– Bueno, ostras, señorita, y rábanos para mí.
Me explica, enrojeciendo:
– Me gustan mucho los rábanos.
A mí también.
– ¿Y después? -pregunta.
Recorro la lista de carnes. El buey estofado me tentaría. Pero sé de antemano que comeré pollo a la cazadora; es la única carne fuera de lista.
– Servirá usted -dice- un pollo a la cazadora al señor. A mí, buey estofado, señorita.
Vuelve la lista: los vinos están en el reverso;
– Tomaremos vino -anuncia con aire un poco solemne.
– ¡Bueno -dice la criada-, qué desarreglo! Jamás bebe usted vino.
– Pero puedo soportar muy bien un vaso de vino en su debida oportunidad. Señorita, ¿quiere traernos una jarra de asado de Anjou?
El Autodidacto deja la lista, corta el pan en trocitos y frota el tenedor con la servilleta. Echa una ojeada al hombre de pelo blanco que lee el diario, y me sonríe:
– Por lo general vengo aquí con un libro, aunque el médico me lo haya desaconsejado: uno come demasiado rápido, no mastica. Pero tengo un estómago de avestruz, puedo tragar cualquier cosa. Durante el invierno di 1917, cuando estuve prisionero, la comida era tan mala que todo el mundo cayó enfermo. Naturalmente, yo me hice llevar por enfermo como los demás; pero no tenía nada.
Ha sido prisionero de guerra… Es la primera vez que me habla de esto; río salgo de mi asombro: no puedo imaginármelo otra cosa que autodidacto.
– ¿Dónde estuvo usted prisionero?
No responde. Ha dejado el tenedor y me mira con prodigiosa intensidad. Va a contarme sus tribulaciones; ahora recuerdo que algo no marchaba en la biblioteca. Soy todo oídos; lo único que deseo es compadecerme de las penas de los demás. Será un cambio para mí. Yo no tengo tribulaciones, dispongo de dinero como un rentista, no tengo jefe, ni mujer, ni hijos; existo, eso es todo. Y esta tribulación es tan vaga, tan metafísica, que me da vergüenza.
El Autodidacto no quiere hablar. Qué curiosa mirada me echa; no es una mirada para ver, sino más bien para comunión de almas. El alma del Autodidacto ha subido y aflora en sus magníficos ojos de ciego. Que la mía haga otro tanto, que venga a pegar su nariz a los vidrios; las dos se harán reverencias.
No quiero comunión de almas, no he caído tan bajo. Retrocedo. Pero el Autodidacto avanza el pecho sobre la mesa, sin quitarme los ojos de encima. Afortunadamente la sirvienta le trae los rábanos. Se desploma de nuevo en la silla, el alma desaparece de sus ojos, y se pone a comer dócilmente.
– ¿Se arreglaron sus dificultades?
Se sobresalta:
– ¿Qué dificultades, señor? -pregunta con aire espantado.
– Usted sabe cuáles, el otro día me habló de ellas.
Enrojece violentamente.
– ¡Ah! -dice con voz seca-. ¡Ah, sí, el otro día! Bueno, es ese corso, señor, ese corso de la biblioteca.
Vacila por segunda vez, con terquedad de carnero:
– No quiero importunarlo, señor, con esos chismes.
No insisto. Come sin que se note, con una rapidez extraordinaria. Ya ha terminado los rábanos cuando me traen las otras. Sólo queda en su plato un paquete de colas verdes y un poco de sal mojada.
Afuera, se han detenido dos jóvenes frente a la lista que un cocinero de cartón les tiende en la mano izquierda (en la derecha blande una sartén). Vacilan. La mujer tiene frío, hunde el mentón en el cuello de piel. El joven es el primero en decidirse, abre la puerta y se hace a un lado para dejar paso a su compañera.
Ella entra. Mira a su alrededor con semblante amable y se estremece un poco :
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