Jean-Paul Sartre - La Náusea
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– ¿Soportaban su suerte valerosamente?
– Sí -dice con aire vago-, eso también. Además, nos trataban bien. Pero yo quería hablar de otra cosa; los últimos meses de la guerra ya no nos daban trabajo. Cuando llovía, nos hacían entrar en un cobertizo de madera donde cabíamos unos doscientos apiñados. Cerraban la puerta, nos dejaban allí apretados unos contra otros, en una oscuridad casi completa. Vacila un instante.
– No sabría explicárselo, señor. Todos aquellos hombres estaban allí, uno apenas los veía, pero los sentía muy cerca, escuchaba el ruido de su respiración… Una de las primeras veces que nos encerraron en aquel cobertizo era tal la apretura que primero creí ahogarme, y después, súbitamente, una poderosa alegría se elevó en mí; estuve a punto de desmayarme; entonces sentí que amaba a esos hombres como si fuesen hermanos; hubiera querido besarlos a todos. Después, cada vez que volvía, experimentaba el mismo gozo.
Tengo que comer el pollo, debe de estar frío. El Autodidacto ha terminado hace mucho y la criada aguarda para cambiar los platos.
– Aquel cobertizo había adquirido, a mis ojos, un carácter sagrado. A veces lograba burlar la vigilancia de los guardianes, me deslizaba allí y en la oscuridad, recordando las alegrías que había conocido, caía en una especie de éxtasis. Las horas pasaban, pero yo no lo advertía. A veces lloraba.
Debo de estar enfermo: no hay otra manera de explicar la formidable cólera, que acaba de trastornarme. Sí, una cólera de enfermo; me temblaban las manos, la sangre me subió a la cara, y para terminar, también mis labios comenzaron a temblar. Todo esto simplemente porque el pollo estaba frío. Además, yo también estaba frío, y esto era lo más penoso; quiero decir que el fondo continuaba así desde hacía treinta y seis horas, absolutamente frío, helado. La cólera me traspasó como un torbellino; era una especie de escalofrío, un esfuerzo de mi conciencia para reaccionar, para luchar contra ese descenso de temperatura. Vano esfuerzo; por una bagatela hubiese molido a golpes al Autodidacto o a la criada, abrumándolos de injurias. Pero no me hubiera entregado por entero al juego. Mi rabia se debatía en la superficie, y durante un momento tuve la penosa impresión de ser un bloque de hielo envuelto en llamas, una omelette-surprise. Esta agitación superficial se desvaneció y oí decir al Autodidacto:
– Todos los domingos iba a misa. Señor, nunca he sido creyente. ¿Pero no podría decirse que el verdadero misterio de la misa es la comunión entre los hombres? Un mendicante francés, que era manco, celebraba el oficio. Teníamos un armonio. Escuchábamos de pie, con la cabeza descubierta, y mientras los sones del armonio me transportaban, sentía que era uno con todos los hombres de mi alrededor. Ah, señor, cómo me gustaban aquellas misas. Todavía ahora, a veces voy a la iglesia, los domingos a la mañana, para recordarlas. En Sainte-Cécile tenemos un organista notable.
– ¿Echó usted de menos esa vida?
– Sí, señor, en 1919. Fue el año de mi liberación. Pasé meses muy penosos. No sabía qué hacer, languidecía. Donde veía hombres reunidos, allí me metía. Hasta he llegado -agrega sonriendo- a seguir el cortejo fúnebre de un desconocido. Un día, desesperado, arrojé al fuego la colección de estampillas… Pero encontré mi camino.
– ¿De veras?
– Alguien me aconsejó… Señor, sé que puedo contar con su discreción. Soy -quizá no sean sus ideas, pero tiene usted un espíritu tan amplio-, soy socialista.
Ha bajado los ojos y sus largas pestañas palpitan:
– Desde el mes de septiembre de 1921 estoy afiliado al partido socialista S. F. I. O. Esto es lo que quería decirle.
Resplandece de orgullo. Me mira, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos medio cerrados, la boca entreabierta; parece un mártir.
– Está muy bien -digo-, es muy hermoso.
– Señor, sabía que usted iba a aprobarme. ¿Y cómo podría censurarse a alguien que acaba de decir: he dispuesto de mi vida de tal y tal manera, y ahora soy perfectamente feliz?
Abre los brazos y me presenta las palmas de las manos, con los dedos hacia el suelo, como si fuera a recibir los estigmas. Sus ojos están vidriosos, veo rodar en su boca una masa oscura y rosada.
– Ah -digo-, si es usted feliz…
– ¿Feliz? -Su mirada es incómoda, ha levantado los párpados y me mira con semblante duro-. Usted podrá juzgarlo, señor. Antes de tomar esa decisión me sentía tan espantosamente solo que pensé en el suicidio. Lo que me contuvo fue la idea de que nadie, absolutamente nadie se conmovería con mi muerte, que estaría aún más solo en la muerte que en la vida.
Se yergue, infla las mejillas.
– Ya no estoy solo, señor. Nunca.
– Ah, ¿conoce usted mucha gente?-digo.
Sonríe y en seguida me doy cuenta de mi ingenuidad.
– Quiero decir que ya no me siento solo. Pero naturalmente, señor, no es necesario que esté con alguien.
– Sin embargo -digo-, en la filial socialista…
– ¡Ah! Conozco a todo el mundo. Pero a la mayoría sólo de nombre. Señor -dice con aire travieso-, ¿acaso está uno obligado a elegir sus compañeros de manera tan estrecha? Mis amigos son todos los hombres. Cuando voy a la oficina, por la mañana, delante, detrás de mí hay hombres que van a su trabajo. Los veo, si me atreviera les sonreiría, pienso que soy socialista, que todos ellos son el objeto de mi vida, de mis esfuerzos, y que todavía no lo saben. Es una fiesta para mí, señor.
Me interroga con la mirada; apruebo meneando la cabeza, pero siento que está un poco decepcionado, que quisiera más entusiasmo. ¿Qué puedo hacer? ¿Es culpa mía si en todo lo que me dice reconozco al pasar el plagio, la cita; si veo reaparecer, mientras él habla, a todos los humanistas que he conocido? ¡Ay, he conocido tantos! El humanista radical es particularmente amigo de los funcionarios. El humanista llamado “de izquierda” considera su principal cuidado velar por los valores humanos; no pertenece a ningún partido, porque no quiere traicionar lo humano, pero sus simpatías se inclinan a los humildes; a los humildes consagra su bella cultura clásica. En general es un viudo de hermosos ojos, siempre empañados de lágrimas; llora en los aniversarios. También quiere al gato, al perro, a todos los mamíferos superiores. El escritor comunista ama a los hombres después del segundo plan quinquenal; castiga porque ama. Púdico como todos los fuertes, sabe ocultar sus sentimientos, pero también, con una mirada, con una inflexión de vez, sabe insinuar tras sus rudas palabras de justiciero, una pasión áspera y dulce por sus hermanos. El humanista católico, el rezagado, el benjamín, habla de los hombres con un aire maravillado. ¡Qué hermoso cuento de hadas, dice, la más humilde de las vidas, la de un dockér londinense, la de una aparadora! Ha elegido el humanismo de los ángeles; escribe, para edificación de los ángeles, largas novelas tristes y bellas que obtienen con frecuencia el premio Fémina.
Éstos son los primeros grandes papeles. Pero hay otros, una nube: el filósofo humanista, que se inclina hacia sus camaradas como un hermano mayor, y que conoce sus responsabilidades; el humanista que ama a los hombres tal como son, el que los ama tal como deberían ser, el que quiere salvarlos con su consentimiento y el que los salvará a pesar de ellos, el que quiere crear mitos nuevos y el que se conforma con los antiguos, el que ama en el hombre su muerte, el que ama en el hombre su vida, el humanista jocundo, que siempre tiene una chanza, el humanista sombrío, que se encuentra de preferencia en los velatorios. Todos se odian entre sí, en tanto que individuos, naturalmente, no en tanto que hombres. Pero el Autodidacto lo ignora; los ha encerrado en sí mismo como gatos en una bolsa y se destrozan mutuamente sin que él lo advierta.
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