Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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– ¿Y de postre, señores? – dice la criada.

El Autodidacto está completamente blanco, sus párpados cubren a medias sus ojos de piedra. Hace un movimiento débil con la mano, para invitarme a elegir.

– Queso -digo con heroísmo…

– ¿Y el señor?

Se sobresalta.

– ¿Eh? Ah, sí, bueno, no tomaré nada, he terminado.

– ¡Louise!

Los dos hombres gordos pagan y se van. Uno de ellos cojea. El patrón los acompaña hasta la puerta: son clientes de importancia, les han servido una botella de vino en un cubo de hielo.

Contemplo al Autodidacto con un poco de remordimiento: se recreó toda la semana imaginando este almuerzo en el que podría participar a otro hombre su amor a los hombres. Tiene tan pocas ocasiones de hablar. Y yo le agüe el placer. En el fondo, está tan solo como yo; nadie se preocupa de él. Sólo que no se da cuenta de su soledad. Bueno, sí; pero no me correspondía abrirle los ojos. Me siento muy incómodo; estoy rabioso, es cierto, pero no contra él, sino contra los Virgan y los demás, todos los que han envenenado este pobre cerebro. Si pudiera tenerlos aquí delante, encontraría tanto que decirles. Al Autodidacto no le diré nada, me inspira simpatía; pertenece al tipo de M. Achille, a mi bando, y ha traicionado por ignorancia, por buena voluntad.

Una carcajada del Autodidacto me saca de mis ensueños taciturnos:

– Discúlpeme, pero cuando pienso en la profundidad de mi amor a los hombres, en la fuerza que me impulsa hacia ellos, y me veo aquí, con usted, razonando, argumentando… me dan ganas de reír.

Me callo, sonrío con aire forzado. La criada me pone delante un plato con un trozo de camembert gredoso. Recorro la sala con la vista y me invade un profundo disgusto. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me he metido a discurrir sobre el humanismo? ¿Por qué están ahí esas gentes? ¿Por qué comen? Verdad que ellos no saben que existen. Me dan ganas de marcharme, de irme a cualquier parte donde estuviera realmente en mi lugar, donde me encerraría… Pero mi lugar no se halla en ninguna parte: estoy de más.

El Autodidacto se suaviza. Había temido más resistencia de mi parte. Quiere pasar la esponja por todo lo que he dicho. Se inclina hacia mí con aire confidencial:

– En el fondo usted los ama, señor, usted los ama como yo; nos separan las palabras.

Ya no puedo hablar, doblo la cabeza. El rostro del Autodidacto está pegado al mío. Sonríe con aire fatuo, muy cerca de mi cara, como en las pesadillas. Mastico penosamente un trozo de pan que no me decido a tragar. Los hombres. Hay que amar a los hombres. Los hombres son admirables. Tengo ganas de vomitar, y de pronto ahí está: la Náusea.

Una linda crisis: me sacude de arriba abajo. Hace una hora que la veía venir, sólo que no quería confesármelo. Este gusto a queso en la boca… El Autodidacto charla y su voz zumba en mis oídos. Pero ya no sé de qué habla. Apruebo maquinalmente con la cabeza. Mi mano se ha crispado sobre el mango del cuchillo de postre. Siento ese mango de madera negra. Mi mano es la que lo tiene. Mi mano. Personalmente, más bien dejaría tranquilo ese cuchillo: ¿para qué tocar algo? Los objetos no están para tocarlos. Es mucho mejor deslizarse entre ellos evitándolos en lo posible. A veces tomamos uno en la mano y nos vemos obligados a soltarlo cuanto antes. El cuchillo cae en el plato. Al oír el ruido, el señor de pelo blanco se sobresalta y me mira. Tomo de nuevo el cuchillo, apoyo la hoja contra la mesa y la doblo.

Entonces ¿esto, esta enceguecedora evidencia es la Náusea? ¡Si me habré roto la cabeza! ¡Si habré escrito! Ahora sé: existo -el mundo existe- y sé que, el mundo existe.

Eso es todo. Pero me da lo mismo. Es extraño que todo me dé lo mismo; me espanta. Desde el famoso día en que quise jugar a las tagüitas. Iba a arrojar aquel guijarro, lo miré y entonces empezó todo: sentí que el guijarro existía. Y después de esto hubo otras Náuseas; de vez en cuando los objetos se ponen a existir en la mano. Hubo la Náusea del Rendez-vous des Cheminots y otra, antes, una noche que estaba mirando por la ventana; y otra en el Jardín público, un domingo, y otras más. Pero nunca había sido tan fuerte como hoy.

– … de la Roma antigua, señor?

Creo que el Autodidacto me interroga. Me vuelvo hacia él y le sonrío. Bueno, ¿qué hay? ¿Por qué se encoge en la silla? ¿Ahora inspiro miedo? Esto debía terminar así. Por lo demás, me da lo mismo. No se equivocan mucho cuando tienen miedo: siento que podría hacer cualquier cosa. Por ejemplo, hundir este cuchillo de queso en el ojo del Autodidacto. Después, toda esta gente me pisotearía, me rompería los dientes a puntapiés. Pero no es eso lo que me detiene; un gusto a sangre en la boca en lugar de este gusto a queso, no es gran diferencia. Sólo habría que hacer un gesto, dar nacimiento a un suceso superfluo; el grito que lanzaría el Autodidacto, y la sangre corriendo por su mejilla y el sobresalto de toda esta gente, estarían de más. Hay bastantes cosas que existen así.

Todo el mundo me mira; los dos representantes de la juventud han interrumpido su dulce plática. La mujer tiene la boca abierta como culo de gallina. Sin embargo deberían ver que soy inofensivo.

Me levanto, todo da vueltas a mi alrededor. El Autodidacto me mira con sus grandes ojos que no reventaré.

– Ya se marcha -murmura.

– Estoy un poco fatigado. Ha sido usted muy gentil invitándome. Hasta la vista.

Al irme advierto que conservo en la mano izquierda el cuchillo de postre. Lo arrojo sobre el plato, que empieza a tintinear. Cruzo la sala en medio del silencio. Ya no comen; me miran, se les ha cortado el apetito. Si me acercara a la muchacha diciendo “¡Uh!” lanzaría un chillido; seguro. No vale la pena.

A pesar de todo, antes de salir me vuelvo y les hago ver mi rostro para que puedan grabárselo en la memoria.

– Adiós, señoras y señores.

No responden. Me voy. Ahora sus mejillas recobran el color; se pondrán a charlar.

No sé a dónde ir, me quedo plantado junto al cocinero de cartón. No necesito volverme para saber que me miran a través de los vidrios; miran mi espalda con sorpresa y disgusto; creían que era como ellos, que era un hombre y los he engañado. De pronto perdí mi apariencia de hombre, y vieron un cangrejo que escapaba a reculones de esa sala tan humana. Ahora el intruso desenmascarado ha huido: la sesión continúa. Me irrita sentir en mi espalda todo ese hormigueo de ojos y pensamientos espantados. Cruzo la calzada. La otra acera corre a lo largo de la playa y de las casetas de baño.

Hay muchas gentes paseando a la orilla del mar, contemplando el mar con rostros primaverales, poéticos; es por el sol, están de fiesta. Mujeres vestidas de claro, que se han puesto la ropa de la primavera anterior, pasan largas y blancas como guantes de cabritilla charolada; también hay muchachos altos que van al liceo, a la escuela de comercio, viejos condecorados. No se conocen, pero se miran con aire de connivencia porque el tiempo es tan bueno y son hombres. Les hombres se besan sin conocerse los días de declaración de guerra; se sonríen a cada primavera. Un sacerdote avanza a pasos lentos, leyendo su breviario. Por momentos levanta la cabeza y mira el mar con aire aprobador: también el mar es un breviario, habla de Dios. Colores ligeros, ligeros perfumes, almas de primavera. “Hace buen tiempo, el mar es verde, prefiero este frío seco a la humedad” ¡Poetas! Si tomara a uno por las solapas del abrigo, si le dijera “ven en mi ayuda”, pensaría: “¿Qué es este cangrejo?” y huiría dejándome el abrigo entre las manos.

Les vuelvo la espalda, me apoyo con las dos manos en la balaustrada. El verdadero mar es frío y negro, lleno de animales; se arrastra bajo esta delgada película verde hecha para engañar a las gentes. Los majaderos que me rodean cayeron en el lazo; sólo ven la delgada película; ella prueba la existencia de Dios. ¡Yo veo lo que está debajo! Los barnices se derriten, los brillantes pellejitos aterciopelados, los pellejitos de durazno del buen Dios estallan por todas partes bajo mi mirada, se hienden y entreabren. Ahí viene el tranvía de Saint-Elémir, giro sobre mí mismo y las cosas giran conmigo, pálidas y verdes como ostras.

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