Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Me mira ya con menos confianza.

– ¿No lo siente como yo, señor?

– Dios mío…

Viendo su semblante inquieto, un poco rencoroso, lamento un segundo haberlo decepcionado. Pero él prosigue, amablemente:

– Ya sé; usted tiene sus investigaciones, sus libros; sirve a la misma causa a su manera.

Mis libros, mis investigaciones, imbécil. No podía hacer mejor plancha.

– No escribo por eso.

El rostro del Autodidacto se transforma al instante; se diría que ha olfateado al enemigo; nunca le había visto esta expresión. Algo ha muerto entre nosotros.

Pregunta, fingiendo sorpresa:

– Pero… si no soy indiscreto, ¿por qué escribe usted, señor?

– Bueno… no sé, así, por escribir. Tiene una buena oportunidad para sonreír, piensa que me ha desconcertado:

– ¿Escribiría en una isla desierta? ¿No se escribe siempre para ser leído?

Por costumbre ha dado a su frase el tono interrogativo. En realidad afirma. El barniz de suavidad y de timidez se ha descamado; ya no lo reconozco. Sus facciones transparentar una pesada obstinación; es un muro de suficiencia. Aún no he vuelto de mi asombro, cuando lo oigo decir:

– Que me digan: escribo para cierta categoría social, para un grupo de amigos, enhorabuena. Quizá escriba usted para la posteridad… Pero mal que le pese, señor, escribe para alguien.

Espera una respuesta. Como no llega, sonríe débilmente:

– ¿No será usted un misántropo?

Sé lo que disimula este falaz esfuerzo de conciliación. Me pide poca cosa, en suma, que acepte simplemente un rótulo. Pero es una trampa: si consiento, el Autodidacto triunfa, en seguida me da vuelta, me atrapa, me deja atrás, pues el humanismo reconsidera y concilia todas las actitudes humanas. Si ano le hace frente, favorece su juego: vive de sus contrarios. Hay una raza de gente terca y limitada, raza de bandidos, que a menudo pierde contra él: el humanismo digiere todas sus violencias, sus peores excesos, y los convierte en una linfa blanca y espumosa. Ha digerido el antiíntelectualismo, el maniqueísmo, el misticismo, el pesimismo, el anarquismo, el egotismo: son todas etapas, pensamientos incompletos que sólo encuentran justificación en él. La misantropía también tiene su lugar en este concierto: es una disonancia necesaria para la armonía total. El misántropo es hombre; por lo tanto, el humanista ha de ser en cierta medida misántropo. Pero es un misántropo científico, que ha sabido dosificar su odio, que odia primero a los hombres para poder amarlos después.

No quiero que me integren, ni que mi hermosa sangre roja vaya a engordar a esa bestia linfática; no cometeré la tontería de calificarme de “antihumanista” No soy humanista, eso es todo.

– Considero -digo al Autodidacto- que no es posible odiar a los hombres, del mismo modo que no es posible amarlos.

El Autodidacto me mira con aire protector y lejano. Murmura, como si midiera sus palabras:

– Hay que amarlos, hay que amarlos…

– ¿Amar a quiénes? ¿A los que están aquí?

– A éstos también. A todos.

Se vuelve hacia la pareja de radiante juventud; eso es lo que hay que amar. Contempla un momento al señor de pelo blanco. Después me mira de nuevo; leo en su rostro una muda interrogación. Digo que no con la cabeza. Parece compadecerme.

– Usted tampoco -le digo irritado-, usted tampoco los ama.

– ¿De veras, señor? ¿Me permite que opine de otro modo?

Se ha puesto de nuevo respetuoso hasta la punta de las uñas, pero adopta una mirada irónica como quien se divierte enormemente. Me odia. Sería un gran error enternecerme con este maniático. Lo interrogo a mi vez:

– ¿Entonces usted ama a esos dos jóvenes que tiene detrás?

Los mira de nuevo, reflexiona:

– Usted quiere hacerme decir -replica suspicaz- que los amo sin conocerlos. Bueno, señor, lo confieso, no los conozco… Siempre que el amor no sea, justamente, el verdadero conocimiento -agrega, con una risa fatua.

– ¿Pero qué es lo que ama?

– Veo que son jóvenes y la que amo en ellos es la juventud. Entre otras cosas, señor. Sé interrumpe y presta atención:

– ¿Oye usted lo que dicen?

¡Si oigo! El joven, alentado por la simpatía que lo rodea, cuenta, a voz en cuello, un partido de fútbol que su equipo ganó el año pasado contra un club del Havre.

– Le está contando una historia -digo al Autodidacta.

– ¡Ah! No entiendo bien. Pero oigo las voces, la voz suave, la voz grave; alternan. Es… es tan simpático.

– Sólo que yo oigo también lo que dice, desgraciadamente.

– ¿Y qué?

– Que representan una comedia.

– ¿De veras? ¿La comedia de la juventud, quizá? -pregunta con ironía -. Me permitirá usted, señor, que la considere muy provechosa. ¿Acaso basta representarla para retornar a la edad de ellos?

Permanezco sordo a su ironía; prosigo:

– Usted les da la espalda, lo que dicen se le escapa… ¿De qué color es el pelo de la muchacha?

Se turba:

– Bueno, yo… -Desliza una mirada hacia los jóvenes y recobra su seguridad- ¡negro!

– ¡Ya ve!

– ¿Cómo?

– Ya ve que no los ama. Tal vez no pudiera reconocerlos en la calle. Para usted sólo son símbolos. No lo enternecen nada; a usted le enternece la Juventud del Hombre, el Amor del Hombre y la Mujer, la Voz Humana.

– Bueno, ¿y eso no existe?

– ¡Claro que no, eso no existe! Ni la Juventud, ni la Edad Madura, ni la Vejez, ni la Muerte…

El rostro del Autodidacto, amarillo y duro como un membrillo, se ha cuajado en una convulsión reprobadora. Sin embargo, prosigo:

– Es como ese viejo señor que está detrás de usted, bebiendo agua de Vichy. Supongo que usted ama en él al Hombre Maduro, al Hombre Maduro que se encamina con valor hacia su declinación y que cuida su apariencia porque no quiere abandonarse.

– Exactamente -me dice, desafiándome.

– ¿Y no ve que es un cochino?

Ríe, me considera un aturdido, echa una breve ojeada al hermoso rostro con su marco de cabello blanco:

– Pero señor, admitiendo que parezca lo que usted dice, ¿cómo puede juzgar a ese hombre por su cara? Un rostro, señor, no dice nada cuando está en reposo.

¡Ciegos humanistas! Ese rostro dice tanto, es tan claro; pero sus almas tiernas y abstractas jamás se han dejado conmover por el sentido de un rostro.

– ¿Cómo puede usted -dice el Autodidacto- detener a un hombre, decir que es esto o aquello? ¿Quién puede agotar a un hombre? ¿Quién puede conocer los recursos de un hombre?

Agotar a un hombre! Saludo de paso al humanismo católico a quien, sin saberlo, el Autodidacto ha pedido en préstamo esta fórmula.

– Sé -le digo-, sé que todos los hombres son admirables. Usted es admirable. Yo soy admirable. En tanto que criaturas de Dios, naturalmente.

Me mira sin comprender; luego dice con una tenue sonrisa:

– No cabe duda de que usted bromea, señor; lo cierto es que todos los hombres tienen derecho a nuestra admiración. Es difícil, señor, muy difícil ser un hombre.

Sin darse cuenta ha abandonado el amor a los hombres en Cristo; menea la cabeza y por un curioso fenómeno de mimetismo, se asemeja al pobre Guéhenno.

– Discúlpeme -le digo-, pero entonces no estoy muy seguro de ser un hombre: nunca lo consideré muy difícil. Me parecía que bastaba con dejarse estar.

El Autodidacto ríe francamente, pero sus ojos siguen siendo malignos:

– Usted es demasiado modesto, señor. Para soportar su condición, la condición humana, necesita usted, como todo el mundo, mucho coraje. Señor, el instante próximo quizá sea el de su muerte, usted lo sabe y puede sonreír; vamos ¿no es admirable? En el más insignificante de sus actos -añade con acritud- hay una inmensidad de heroísmo.

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