Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Inútil, era inútil saber puesto que no quiero ir a ninguna parte.

Detrás de los vidrios, desfilan a sacudones objetos azulados, rígidos y quebradizos. Gentes, paredes; por sus ventanas abiertas una casa me ofrece su corazón negro; y los vidrios empalidecen, tiñen de azul todo lo que es negro, tiñen de azul ese gran edificio de ladrillos amarillos que avanza vacilando, estremeciéndose, y se detiene de golpe con la nariz pegada al tranvía. Un señor sube y se sienta frente a mí. El edificio amarillo reanuda la marcha, se desliza de un salto contra los vidrios, está tan cerca que sólo se ve una parte, se ha oscurecido. Los vidrios tiemblan. La casa se levanta, aplastante, mucho más alta de lo que se ve, con cientos de ventanas abiertas a corazones negros; se desliza a lo largo del coche, lo roza; la noche ha caído entre los vidrios trémulos. El edificio se desliza interminablemente, amarillo como fango y los vidrios son azul de cielo. Y de golpe ya no está, ha quedado atrás; una viva claridad gris invade el coche y se propaga por todas partes como una justicia inexorable: es el cielo; a través de los vidrios aparecen aún espesores y espesores de cielo, porque subimos la cuesta Eliphar y se ve claro de los dos lados, a la derecha hasta el mar, a la izquierda hasta el campo de aviación. Prohibido fumar, aunque sea una gitana.

Apoyo la mano en el asiento pero la retiro precitadamente: eso existe. Esta cosa en la cual estoy sentado, en la cual apoyaba mi mano se llama banqueta. Está hecha a propósito para sentarse; alguien tomó cuero, resortes, estopa y se puso a la tarea con la idea de hacer un asiento, y al terminar, esto era lo que había hecho. Lo trajeron aquí, a este coche, y ahora el coche rueda y traquetea con sus vidrios temblorosos, y lleva en sus flancos esta cosa roja. Murmuro: es una banqueta, un poco a manera de exorcismo. Pero la palabra permanece en mis labios; se niega a posarse en la cosa. La cosa sigue como es, con su felpa roja, y millares de patitas rojas al aire, rígidas, millares de patitas muertas. Este enorme vientre al aire, sangriento, inflado, tumefacto, con todas sus patas muertas, vientre que flota en este coche, en este cielo gris, no es una banqueta. Lo mismo podría ser un asno muerto, por ejemplo, hinchado por, el agua, flotando a la deriva, con el vientre al aire en un gran río gris, en un río de inundación; y yo estaría sentado en el vientre del asno y mis pies se mojarían en el agua clara. Las cosas se han desembarazado de sus nombres. Están ahí, grotescas, obstinadas, gigantes, y parece imbécil llamarlas banquetas o decir cualquier cosa de ellas; estoy en medio de las Cosas, las innominables. Solo, sin palabras, sin defensa, las Cosas me rodean, debajo de mí, detrás de mí, sobre mí. No exigen nada, no se imponen; están ahí. Bajo el cojín de la banqueta, en la tabla, hay una pequeña línea de sombra, una pequeña línea negra que corre a lo largo de la banqueta con aire misterioso y travieso, casi una sonrisa. Sé muy bien que eso no es una sonrisa y sin embargo existe, corre bajo los vidrios blanquecinos, bajo la batahola de los vidrios, se obstina bajo las imágenes azules que desfilan detrás de los vidries y se detienen y reanudan la marcha, se obstina como el recuerdo impreciso de una sonrisa, como una palabra casi olvidada de la cual sólo recordamos la primera sílaba, y lo mejor que uno puede hacer es apartar los ojos y pensar en otra cosa, en ese hombre semi-acostado en la banqueta, allá enfrente. Su cabeza de terracota y ojos azules. Toda la parte derecha del cuerpo se ha hundido, el brazo derecho está pegado al cuerpo, el lado derecho vive apenas, con esfuerzo, con avaricia, como si estuviera paralizado. Pero en todo el lado izquierdo hay una pequeña existencia parásita que prolifera, un chancro: el brazo ce pone a temblar y se levanta, y en la punta la mano está rígida. Y entonces la mano también empieza a temblar, y cuando llega a la altura del cráneo, un dedo se estira y se pone a rascar el cuero cabelludo con la uña. Una especie de mueca voluptuosa viene a alojarse en el lado derecho de la boca y el lado izquierdo signe muerto. Los vidrios tiemblan, el brazo tiembla, la uña rasca, rasca, la boca sonríe bajo los ojos fijos y el hombre soporta sin advertirlo esa pequeña existencia que hincha su lado derecho, que ha pedido prestado su brazo derecho y su mejilla para realizarse. E1 guarda me obstruye el camino.

– Espere la parada.

Pero lo rechazo y salto fuera del tranvía. No podía más. Ya no podía soportar que las cosas estuvieran tan cerca. Empujo la puerta de una verja, entro; existencias ligeras dan un salto y se encaraman en las cimas. Ahora me recobro, sé dónde estoy: estoy en el Jardín público. Me dejo caer en un banco entre los grandes troncos negros, entre las manos negras y nudosas que se tienden al cielo. Un árbol rasca la tierra bajo mis pies con una uña negra. Desearía tanto abandonarme, olvidarme, dormir. Pero no puedo, me sofoco: la existencia me penetra por todas partes, por los ojos, por la nariz, por la boca…

Y de golpe, de un solo golpe el velo se desgarra, he comprendido, he visto.

Las seis de la tarde.

No puedo decir que me sienta aligerado ni contento; al contrario, eso me aplasta. Sólo que alcancé mi objetivo: sé lo que quería saber; he comprendido todo lo que me sucedió desde el mes de enero. La Náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo.

Bueno, hace un rato estaba yo en el Jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, justo debajo de mi banco. Yo ya no recordaba que era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa iluminación.

Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que quería decir “existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: “el mar es verde”, “aquel punto blanco, allá arriba, es una gaviota”, pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una “gaviota-existente”; de ordinario la existencia se oculta. Está ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada. Hay que convencerse de que, cuando creía pensar en ella, no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía o más exactamente una palabra en la cabeza, la palabra “ser” O pensaba… ¿cómo decirlo? Pensaba la pertenencia, me decía que el mar pertenecía a la clase de los objetos verdes o que el verde formaba parte de las cualidades del mar. Aun mirando las cosas, estaba a cien leguas de pensar que existían: se me presentaban como un decorado. Las tomaba en mis manos, me servían como instrumentos, preveía sus resistencias. Pero todo esto pasaba en la superficie. Si me hubieran preguntado qué era la existencia, habría respondido de buena fe que no era nada, exactamente una forma vacía que se agrega a las cosas desde afuera, sin modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se descubrió de improviso. Había perdido su apariencia inofensiva de categoría abstracta; era la materia misma de las cosas, aquella raíz estaba amasada en existencia. O más bien la raíz, las verjas del jardín, el césped ralo, todo se había desvanecido; la diversidad de las cosas, su individualidad sólo eran una apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas monstruosas y blandas, en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y obscena.

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