Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Me guardé de hacer el menor movimiento, pero no necesitaba moverme para ver, detrás do los árboles, las columnas azules y el candelabro del quiosco de música, y la Véleda en medio de un macizo de laureles. Todos esos objetos… ¿cómo decirlo? me incomodaban; yo hubiera deseado que existieran con menos fuerza, de una manera más seca, más abstracta, con más moderación. El castaño se apretaba contra mis ojos. Un moho verde lo cubría hasta media altura; la corteza, negra e hinchada, parecía cuero hervido. El ruidito de agua de la fuente Masqueret se deslizaba en mis oídos, anidaba allí, llenándolos de suspiros; colmaba mi nariz un olor verde y pútrido. Todas esas cosas se dejaban llevar, dulce, tiernamente, por la existencia, como esas mujeres cansadas que se abandonan a la risa y dicen: “Es bueno reír”, con voz húmeda; se desplegaban unas frente a otras, se confiaban abyectamente su existencia. Comprendí que no había término medio entre la inexistencia y esa abundancia en éxtasis. De existir, había que existir hasta eso, hasta el verdín, el abotagamiento, la obscenidad. En otro mundo, los círculos, los aires musicales guardan sus líneas puras y rígidas. Pero la existencia es una sumisión. Árboles, pilares azul nocturno, el estertor feliz de una fuente, olores vivientes, neblinas de calor suspendidas en el aire frío, un hombre pelirrojo digiriendo en un banco: todas estas somnolencias, todas estas digestiones tomadas en conjunto ofrecían un aspecto vagamente cómico. Cómico… no: no llegaban a eso, nada de lo que existe puede ser cómico; eran como una analogía flotante, casi inasible, con ciertas situaciones de vaudeville. Éramos un montón de existencias incómodas, embarazadas por nosotros mismos; no teníamos la menor razón de estar allí, ni unos ni otros: cada ano de los existentes, confuso, vagamente inquieto, se sentía de más con respecto a los otros. De más: fue la única relación que pude establecer entre los árboles, las verjas, los guijarros. En vano trataba de contar los castaños, de situarlos con respecto a la Véleda, de comparar su altura con la de los plátanos: cada uno de ellos huía a las relaciones en que intentaba encerrarlo, se aislaba, rebosaba. Yo sentía lo arbitrario de estas relaciones (que me obstinaba en mantener para retardar el derrumbe del mundo humano, de las medidas, de las cantidades, de las direcciones); ya no hacían mella en las cosas. De más el castaño, allá, frente a mí un poco a la izquierda. De más la Véleda…

Y yo -flojo, lánguido, obsceno, digiriendo, removiendo melancólicos pensamientos-, también yo estaba de más. Afortunadamente no lo sentía, más bien lo comprendía, pero estaba incómodo porque me daba miedo sentirlo (todavía tengo miedo, miedo de que me atrape por la nuca y me levante como una ola). Soñaba vagamente en suprimirme, para destruir por lo menos una de esas existencias superfinas. Pero mi misma muerte habría estado de más. De más mi cadáver, mí sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la carne carcomida hubiera estado de más en la tierra que la recibiese, mis huesos, al fin limpios, descortezados, aseados y netos como dientes, todavía hubieran estado de más; yo estaba de más para toda la eternidad.

La palabra Absurdo nace ahora de mi pluma; hace un tato, en el jardín, no la encontré, pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin palabras, en las cosas, con las cosas. El absurdo no era una idea en mi cabeza, ni un hálito de voz, sino aquella larga serpiente muerta a mis pies, aquella serpiente de madera. Serpiente o garra o raíz o garfas de buitre, poco importa. Y sin formular nada claramente, comprendía que había encontrado la clave de la Existencia, la clave de mis Náuseas, de mi propia vida. En realidad, todo lo que pude comprender después se reduce a este absurdo fundamental. Absurdo: una palabra más; me debato con palabras; allá tocaba la cosa. Pero quisiera fijar aquí el carácter absoluto de este absurdo. Un gesto, un acontecimiento en el pequeño mundo coloreado de los hombres nunca es absurdo sino relativamente: con respecto a las circunstancias que lo acompañan. Los discursos de un loco, por ejemplo, son absurdos con respecte a la situación en que se encuentra, pero no con respecto a su delirio. Pero yo, hace un rato, tuve la experiencia de lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda. ¡Oh! ¿Cómo podré fijar esto con palabras? Absurdo: con respecto a la grava, a las matas de césped amarillo, al barro seco, al árbol, al cielo, a los bancos verdes. Absurdo, irreductible; nada -ni siquiera un delirio profundo y secreto de la naturaleza- podía explicarlo. Evidentemente, no lo sabia todo; no había visto desarrollarse el germen ni crecer el árbol. Pero ante aquella gran pata rugosa, ni la ignorancia ni el saber tenían importancia; el mundo de las explicaciones y razones no es el de la existencia. Un círculo no es absurdo: se explica por la rotación de un segmento de recta en torno a uno de sus extremos. Pero además un círculo no existe. Aquella raíz, por el contrario, existía en la medida en que yo no podía explicarla. Nudosa, inerte, sin nombre, me fascinaba, me llenaba los ojos, me conducía sin cesar a su propia existencia. Era inútil que me repitiera: “Es una raíz”; ya no daba resultado. Bien veía que no era posible pasar de su función de raíz, de bomba aspirante, a eso a esa piel dura y compacta de foca, a ese aspecto aceitoso, calloso, obstinado. La función no explicaba nada; permitía comprender en conjunto lo que era una raíz, pero de ningún modo ésa. Esa raíz, con su color, su forma, su movimiento detenido, estaba… por debajo de toda explicación. Cada una de sus cualidades se le escapaba un poco, fluía fuera de ella, se solidificaba a medias, se convertía casi en una cosa; cada una estaba de más en la raíz, y ahora tenía la impresión de que la cepa entera rodaba un poco fuera de mí misma, se negaba, se negaba, se perdía en un extraño exceso. Raspé con el tacón aquella garra negra; hubiera querido descortezarla un poco. Para nada, por desafío, para que apareciera en el cuero curtido el rosa absurdo de un rasguño; para jugar con el absurdo del mundo. Pero cuando retiré el pie, vi que la corteza seguía negra.

¿Negra? Sentí que la palabra se desinflaba, se vaciaba de sentido con una rapidez extraordinaria. ¿Negra? La raíz no era negra, no era negro lo que había en ese trozo de madera, sino… otra cosa; el negro, como el círculo, no existía. Yo miraba la raíz: ¿era más que negra o más o menos negra? Pero pronto dejé de interrogarme porque tenía la impresión de pisar terreno conocido. Sí, ya había escrutado, con esta inquietud, objetos innominables, ya había intentado -en vano- pensar algo sobre ellos , y ya había sentido que sus cualidades frías e inertes se hurtaban, se deslizaban entre mis dedos. Los tirantes de Adolphe, la otra noche, en el Rendez-vous des cheminots. No eran violeta. Volví a ver las dos manchas indefinibles en la camisa. Y el guijarro, aquel famoso guijarro, origen de toda esta historia: no era… no recordaba bien, a punto fijo, qué se negaba a ser. Pero no había olvidado su resistencia pasiva. Y la mano del Autodidacto; la tomé y estreché un día, en la biblioteca, y después tuve la impresión de que no era una mano. Pensé en un gran gusano blanco, pero tampoco era eso. Y la turbia transparencia del vaso de vidrio, en el café Mably. Turbios: eso es lo que eran los sonidos, los perfumes, los sabores. Cuando corrían rápidamente, como liebres, delante de las narices, y no se les prestaba demasiada atención, podía considerárselos muy simples y tranquilizadores, podía creerse que había en el mundo verdadero azul, verdadero rojo, un verdadero olor a almendra o a violeta. Peto al retenerlos un instante, este sentimiento de confort y de seguridad cedía el sitio a un profundo malestar: los colores, los olores, los sabores nunca eran verdaderos, nunca simplemente ellos y nada más que ellos mismos. La cualidad más simple, la más indescomponible tenía de más en sí misma, con respecto a sí misma, en su corazón. Aquel negro, allí, junto a mi pie, no parecía ser negro sino más bien el esfuerzo confuso por imaginar el negro de alguien que nunca lo hubiera visto ni hubiera sabido detenerse, de alguien que hubiera imaginado un ser ambiguo, más allá de los colores. Aquello semejaba un color pero también… una magulladura o más bien una secreción, una grasitud -y otra cosa, un, olor por ejemplo; aquello se fundía en olor a tierra mojada, a madera tibia y mojada, el olor negro extendido como un barniz sobre la madera nerviosa, un sabor de fibra masticada, azucarada. Simplemente, yo no veía ese negro; la vista es una invención abstracta, una idea limpia, simplificada, una idea de hombre. Aquel negro, presencia amorfa y floja, desbordaba de lejos la vista, el olfato, el gusto. Pero esta riqueza se convertía en confusión y al fin ya no era nada porque era demasiado.

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