Jean-Paul Sartre - La Náusea
Здесь есть возможность читать онлайн «Jean-Paul Sartre - La Náusea» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Философия, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La Náusea
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La Náusea: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La Náusea»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La Náusea — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La Náusea», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
– En eso te equivocas.
– En fin, poco importa, yo no. Bueno, estoy contenta de saber que existe, que mide exactamente la diez millonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre. Lo pienso cada vez que toman medidas en un departamento o que me venden género negro por metros.
– ¿Ah sí? -digo fríamente.
– Pero podría muy bien pensar en ti sólo como en una virtud abstracta, una especie de límite. Puedes agradecerme que recuerde cada vez tu cara.
Ya hemos vuelto a las discusiones alejandrinas que era necesario sostener en otros tiempos, cuando yo abrigaba deseos simples y vulgares, como decirle que la quería, tomarla en mis brazos. Hoy no tengo ningún deseo. Salvo quizá el de callarme y mirarla, comprender en silencio toda la importancia de este acontecimiento extraordinario: la presencia de Anny frente a mí. ¿Y para ella, este día es semejante a los demás? A ella no le tiemblan las manos. Debía de tener algo que decirme el día que me escribió, o quizá fuera, simplemente, un capricho. Ahora, lo ha olvidado.
Anny me sonríe de golpe con una ternura tan visible que las lágrimas me asoman a los ojos.
– He pensado en ti mucho más a menudo que en el metro de platino. No hubo día que no pensara en ti. Y recordaba claramente hasta el menor detalle de tu persona.
Se levanta y viene a apoyar sus manos en mis hombros.
– Atrévete a decirme que recordabas mi cara, tú que te quejas.
– Es difícil – digo-, tú sabes muy bien que tengo mala memoria.
– Lo confiesas: me habías olvidado por completo. ¿Me hubieras reconocido en la calle?
– Naturalmente. No se trata de eso.
– ¿Recordabas por lo menos el color de mi pelo?
– ¡Pues claro! Es rubio.
Anny se echa a reír.
– Lo dices con mucho orgullo. Ahora que lo ves no tiene mucho mérito.
Me revuelve el pelo de un manotón.
– Y tu pelo es rojo -dice imitándome-; la primera vez que te vi tenías, no lo olvidaré nunca un sombrero blando que tiraba a malva y que bramaba al verse con tu pelo rojo. Era muy penoso de mirar. ¿Dónde está tu sombrero? Quiero ver si tienes siempre tan mal gusto.
– Ya no uso.
Silba ligeramente abriendo grandes ojos.
– ¡No se te habrá ocurrido solo! ¿Sí? Bueno, te felicito. ¡Naturalmente! Bastaba pensarlo. Ese pelo no soporta nada, se da de coces con los sombreros, con los cojines de los sillones, hasta con el papel de las paredes que le sirven de fondo. O si no tendrías que encasquetártelo hasta las orejas, como aquel fieltro inglés que habías comprado en Londres. Metías las mechas debajo y ni siquiera se sabía si tenías pelo.
Agrega, en el tono decidido con que se terminan las viejas disputas:
– No te quedaba nada bien.
Ya no sé qué sombrero era.
– ¿Yo decía que me quedaba bien?
– ¡Ya lo creo que lo decías! No hablabas de otra cosa. Y te mirabas solapadamente en los espejos cuando creías que no te veía.
Este reconocimiento del pasado me abruma. Anny ni siquiera parece evocar recuerdos; su tono no tiene el matiz enternecido y lejano que conviene a esta clase de ocupación. Es como si hablara de hoy, a lo sumo de ayer; ha conservado con plena vida sus opiniones, sus terquedades, sus rencores de otros tiempos. Para mí, por el contrario, lo inunda todo una ola poética; estoy dispuesto a todas las concesiones.
– Ya ves, he engordado, he envejecido, tengo que cuidarme.
Sí. ¡Y qué aspecto fatigado el suyo! Cuando quiero hablar, agrega en seguida:
– Hice teatro, en Londres.
– ¿Con Candler?
– No, hombre, con Candler no. Te reconozco bien en eso. Se te había metido en la cabeza que haría teatro con Candler. ¿Cuántas veces habrá que decirte que Candler es un director de orquesta? No, en un teatrito, Soho Square. Representamos Emperor Jones, obras de Sean O’Casey, de Synge, y Britannicus.
– ¿Britannicus? -digo asombrado.
– Bueno, sí, Britannicus. Por eso lo abandoné. Yo les había dado la idea de montar Britannicus; y quisieron hacerme interpretar Junie.
– ¿Sí?
– Y naturalmente, sólo podía interpretar Agrippine.
– ¿Y ahora qué haces?
Ha sido un error preguntarle esto. La vida desaparece de su rostro. Sin embargo responde inmediatamente:
– Ya no trabajo. Viajo. Me mantiene un tipo.
Sonríe:
– ¡Oh! No me mires con esa solicitud, no es trágico. Siempre te dije que me daría lo mismo hacerme mantener. Además es un tipo viejo, no molesta.
– ¿Un inglés?
– ¿Pero qué puede importarte? -dice, irritada-. No vamos a hablar de ese infeliz. No tiene ninguna importancia ni para ti ni para mí. ¿Quieres té?
Entra en el cuarto de tocador. La oigo ir y venir, mover cacerolas y hablar sola; un murmullo agudo e ininteligible. En la mesa de luz, junto a la cama, hay, como siempre, un tomo de la Historia de Francia de Michelet. Ahora observo que encima de la cama ha colgado una foto, una sola, una reproducción del retrato de Emily Bronté por su hermano.
Anny vuelve y me dice bruscamente:
– Ahora tienes que hablarme de ti.
Luego desaparece de nuevo en el cuarto de tocador. De esto me acuerdo, a pesar de mi mala memoria: hacía preguntas directas como ésta, que me molestaban mucho porque sentía en ellas un interés sincero y a la vez el deseo de terminar cuanto antes. En todo caso, después de esta pregunta, ya no cabe duda: quiere algo de mí. Por el momento sólo son preliminares: desembarazarse de lo que podría molestar; arreglar definitivamente las cuestiones secundarias: “Ahora tienes que hablarme de ti”. Dentro de un rato me hablará de ella. De golpe, no siento el menor deseo de contarle nada. ¿Para qué? La Náusea, el miedo, la existencia… Es preferible que me lo guarde.
– Vamos, date prisa -grita a través del tabique.
Vuelve con una tetera.
– ¿Qué haces? ¿Vives en París?
– Vivo en Bouville.
– ¿En Bouville? ¿Por qué? Espero que no te habrás casado.
– ¿Casado? -digo sobresaltándome.
Me resulta desagradable que Anny haya podido pensarlo. Se lo digo:
– Es absurdo. Muy del tipo de imaginación naturalista que me reprochabas en otro tiempo, ¿recuerdas? cuando te imaginaba viuda y madre de dos muchachos. Y todas las historias que te contaba sobre lo que llegaríamos a ser. Tú detestabas aquello.
– Y tú te complacías -responde sin inmutarse. -Lo decías para dártelas de escéptico. Además te indignas así en la conversación, pero eres lo bastante traidor para casarte un día a escondidas. Protestaste durante un año, indignado, que no irías a ver Violetas imperiales. Y un día que yo estaba enferma, fuiste a verla solo a un pequeño cine del barrio.
– Vivo en Bouville -dije con dignidad, -porque estoy escribiendo un libro sobre M. de Robellón.
Anny me mira con aplicado interés.
– ¿M. de Rollebon? ¿Vivió en el siglo XVIII?
– Sí.
– Me habías hablado de él, es cierto -dice vagamente.
– ¿Entonces es un libro de historia?
– Sí.
– ¡Ah, Ah!
Si me hace otra pregunta le contaré todo. Pero no pregunta nada más. Aparentemente, juzga que sabe bastante de mí. Anny sabe escuchar muy bien, pero sólo cuando quiere. La miro: ha bajado los párpados, piensa en lo que va a decirme, en la manera cómo empezará: ¿Debo interrogarla a mi vez? No creo que le interese. Hablará cuando lo considere oportuno. El corazón me late con fuerza.
Bruscamente, dice:
– Yo he cambiado.
Este es el comienzo. Pero ahora se calla. Sirve té en tazas de porcelana blanca. Espera que yo hable; tengo que decir algo. No cualquier cosa, justo lo que ella espera. Estoy en el tormento. Ha cambiado de veras. Está gorda, parece fatigada; seguramente no es esto lo que quiere decir.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La Náusea»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La Náusea» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La Náusea» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.