Jean-Paul Sartre - La Náusea
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– Hace calor -dice con voz grave.
El joven cierra la puerta.
– Buenos días -dice.
El Autodidacto se vuelve y responde gentilmente:
– Buenos días.
Los otros clientes no contestan, pero el señor distinguido baja un poco el periódico y escruta a los recién llegados con una profunda mirada.
– Gracias, no vale la pena.
Antes de que la sirvienta, que acude a ayudarlo, haya podido hacer un ademán, el joven se ha desembarazado con agilidad de su impermeable. Lleva, en lugar de chaqueta, un blusón de cuero con cierre relámpago. La sirvienta, un poco decepcionada, se vuelve hacia la mujer. Pero él se le anticipa una vez más y con movimientos suaves y precisos, ayuda a su compañera a quitarse el abrigo. Se sientan cerca de nosotros, uno junto al otro. No parecen conocerse desde hace mucho. La muchacha tiene un rostro fatigado y puro, un poco mohíno. De pronto se quita el sombrero y sacude el pelo negro sonriendo.
E1 Autodidacto los contempla largamente, con bondad; luego se vuelve hacia mí y me hace una guiñada enternecida como si quisiera decir: “¡Qué hermosos son!”
No son feos. Callan, se sientes felices de estar juntos, felices de que los vean juntos. A veces, cuando Anny y yo entrábamos en algún restaurante de Piccadilly, nos sentíamos objeto de contemplaciones enternecidas. Anny se irritaba pero, lo confieso, yo me enorgullecía un poco. Sobre todo me asombraba; nunca he tenido el aire limpito que sienta tan bien a ese joven, y tampoco puede decirse que mi fealdad sea conmovedora. Sólo que éramos jóvenes; ahora mi edad me permite enternecerme por la juventud de los demás. No me enternezco. La mujer tiene ojos oscuros y dulces; el hombre una piel anaranjada, un poco granujosa, y un mentoncito encantador y firme. Me conmueven, es cierto, pero también me repugnan un poco. Los siento tan lejos de mí el calor los pone lánguidos, prosiguen en su corazón un mismo sueño, tan dulce, tan débil. Se sienten cómodos, miran confiados las paredes amarillas, las gentes; consideran que el mundo está bien así, exactamente así, y cada uno de ellos, provisoriamente, encuentra el sentido de su vida en la del otro. Pronto constituirán entre los dos una sola vida, una vida lenta y tibia que ya no tendrá ningún sentido, pero no se darán cuenta.
Parecen intimidarse uno al otro. Para terminar, el joven, con aire torpe y resuelto, toma con la punta de los dedos la mano de su compañera. Ella respira fuertemente y se inclinan juntos sobre la lista. Sí, son felices. ¿Y después?
El Autodidacto adopta un aire divertido, un poco misterioso:
– Lo vi a usted antes de ayer.
– ¿Dónde?
– ¡Ah! ¡Ah! -dice, respetuosamente burlón.
Me hace esperar un instante y añade:
– Salía usted del Museo.
– Ah, sí -digo, -antes de ayer no, el sábado.
Antes de ayer no tenía ánimos por cierto, para recorrer museos.
– ¿Vio la famosa reproducción del atentado de Orsini, en madera tallada?
– No la conozco.
– ¿Es posible? Está en una salita, al entrar, a la derecha. Es obra de un insurrecto de la Comuna que vivió en Bouville hasta la amnistía, oculto en un desván. Quiso embarcarse para América, pero aquí la policía del puerto está bien organizada. Un hombre admirable. Empleó su ocio forzoso en tallar un gran panel de encina. No disponía de otros instrumentos que su cortaplumas y una lima de añas. Hacía los trozos delicados con la lima: las manos, los ojos. El panel tiene un metro cincuenta de largo por un metro de ancho; toda la obra es de una pieza; hay setenta personajes, cada uno del tamaño de mi mano, sin contar los dos caballos que tiran del coche del emperador. Y las caras, señor, esas caras hechas con lima, tienen todas fisonomía, aire humano.
Señor, si me lo permite, es una obra que vale la pena de ser vista.
No quiero comprometerme:
– Simplemente había ido a ver otra vez los cuadros de Bordurin.
El Autodidacto se entristece bruscamente:
– ¿Los retratos del gran salón? Señor -dice con una sonrisa temblorosa-, no entiendo nada de pintura. Claro, no se me escapa que Bordurin es un gran pintor, veo que tiene, ¿cómo se dice? oficio, paleta. Pero el placer, señor, el placer estético me es ajeno.
Le digo con simpatía:
– A mí me pasa lo mismo con la escultura.
– ¡Ah, señor! A mí también. Y con la música, y con la danza. Sin embargo, no carezco de ciertos conocimientos. Bueno, es inconcebible: he visto jóvenes que no sabían la mitad de lo que sé y sin embargo, plantados delante de un cuadro, parecían experimentar placer.
– Lo fingirían -digo con aire alentador.
– Quizá…
El Autodidacto sueña un momento:
– Lo que me aflige no es tanto estar privado de cierta clase de goce, sino más bien que toda una rama de la actividad humana me sea extraña… Sin embargo soy un hombre y esos cuadros los han hecho hombres …
Prosigue de improviso, con la voz cambiada:
– Señor, una vez me atreví a pensar que lo bello sólo es cuestión de gusto. ¿No hay reglas diferentes para cada época? ¿Me permite usted, señor?
Veo con sorpresa, que saca del bolsillo una libreta de cuero negro. La hojea un instante: muchas páginas en blanco, y de trecho en trecho, algunas líneas trazadas con tinta roja. Se ha puesto muy pálido. Deja la libreta sobre el mantel y apoya su gran mano en la página abierta. Tose turbado:
– A veces se me ocurren… no me atrevo a decir pensamientos Es muy curioso: estoy así, leyendo y de golpe no sé qué pasa, me siento como iluminado. Primero no hice caso, después me decidí a comprar una libreta.
Se detiene y me mira: está esperando.
– ¡Ahí ¡Ah! -digo.
– Señor, estas frases son, naturalmente, provisionales: mi instrucción no ha terminado.
Toma la libreta en sus manos trémulas; está muy conmovido:
– Aquí hay, justamente, algo sobre pintura. Sería feliz si usted me permitiera leerlo.
– Con mucho gusto -digo.
Lee:
“Nadie cree ya en lo que el siglo XVIII consideraba verdadero. ¿Por qué hemos de deleitarnos aún con las obras que consideraba bellas?”
Me mira con aire suplicante:
– ¿Qué cabe pensar de esto, señor? ¿Es quizá un poco paradójico? Creí poder dar a mi idea la forma de una humorada.
– Bueno… me parece muy interesante.
– ¿Lo leyó ya en alguna parte?
– Por supuesto que no.
– ¿De veras, nunca, en ninguna parte? Entonces, señor -dice, entristecido-, no es verdad. Si fuera verdad, alguien lo hubiera pensado ya.
– Espere -le digo-, ahora que reflexiono, creo que he leído algo así.
Le brillan los ojos; saca el lápiz.
– ¿En qué autor?-me pregunta con tono preciso.
– En… en Renan.
Está extasiado.
– ¿Tendría usted la bondad de citarme el pasaje exacto? -dice chupando la punta del lápiz.
– ¿Sabe? lo he leído hace mucho tiempo.
– Oh, no es nada, no es nada.
Escribe el nombre de Renan en la libreta, sobre la frase.
– ¡He coincidido con Renan! Escribí el nombre con lápiz -explica con semblante arrebatado- pero esta noche lo pasaré en tinta roja.
Mira un momento su libreta, arrobado; yo espero que me lea otras frases. Pero la cierra con precaución y se la mete en el bolsillo. Sin duda juzga que es bastante felicidad para una sola vez.
– Qué agradable -dice con aire íntimo- poder conversar, a veces, como ahora, con naturalidad.
Esta losa, como podía suponerse, aplasta nuestra conversación languideciente. Sigue un largo silencio.
Desde la llegada de los dos jóvenes, la atmósfera del restaurante se ha transformado. Los dos hombres rojos guardan silencio; detallan sin incomodarse los encantos de la muchacha. El señor distinguido ha dejado el periódico y mira a la pareja complacido, casi cómplice. Piensa que la vejez es cuerda, la juventud bella; menea la cabeza con cierta coquetería: sabe que aun está hermoso, admirablemente conservado, que con su tez morena y su cuerpo delgado todavía puede seducir. Juega a sentirse paternal. Los sentimientos de la criada parecen más simples: se ha plantado delante de los jóvenes y los contempla con la boca abierta.
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