Jean-Paul Sartre - La Náusea

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Por ecima de su formato de diario íntimo, La náusea (1938) es sin duda una novela metafísica, una novela de un innegable calado filosófico, pero tambien es el relato detallado de la experiencia humana de una calamidad, de una calamidad de nuestro tiempo: el sentimiento y la contemplación del absurdo de la existencia

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Demasiado tarde: estas palabras ya no tenían sentido. Sólo existía un legajo de hojas amarillas que yo apretaba en mis manos. Y esta historia complicada: el sobrino de Rollebon asesinado en 1810 por la policía del zar, sus papeles confiscados y llevados a los archivos secretos, y cien años más tarde, cuando los Soviets asumieron el poder, depositados en la Biblioteca de Estado, de donde los robé en 1923. Pero esto no parecía verdadero, y de este robo que yo mismo cometí, no conservaba ningún recuerdo cierto. Para explicar la presencia de estos papeles en mi cuarto, no hubiera sido difícil encontrar cien historias más verosímiles, toda ligeras como burbujas.

En vez de contar con ellas para comunicarme con Rollebon, sería mejor recurrir en seguida a las mesas de tres patas. Rollebon ya no estaba. De ningún modo. Si aún quedaban algunos huesos suyos, existían por sí mismos, con toda independencia; eran un poco de fosfato y carbonato de calcio con sales y agua.

Hice una última tentativa: me repetí las palabras de Mme. de Genlis mediante las cuales de ordinario evoco al marqués: “su carita arrugada, limpia y definida, picada de viruelas, donde había una malicia singular que saltaba a los ojos por esfuerzos que hiciera para disimularla”.

Se me apareció dócilmente su rostro, su nariz puntiaguda, sus mejillas azules, su sonrisa. Podía imaginar sus facciones a voluntad, quizá hasta con más facilidad que antes. Sólo que ya no era sino una imagen en mí, una ficción. Suspiré, me dejé caer contra el respaldo de la silla, con la impresión de una falta intolerable.

Dan las cuatro. Hace una hora que estoy aquí, en la silla, con los brazos colgando. Comienza a oscurecer. Fuera de esto nada ha cambiado en el cuarto: el papel blanco sigue en la mesa, al lado de la estilográfica y el tintero… Pero nunca más escribiré en la hoja empezada. Nunca más me dirigiré por la calle des Mutilés y el bulevar de la Redoute a la biblioteca para consultar los archivos.

Tengo ganas de dar un salto y salir, tengo ganas de hacer cualquier cosa para aturdirme. Pero bien sé lo que me sucederá si levanto un dedo, si no me estoy absolutamente tranquilo. No quiero que eso me suceda todavía. Siempre vendrá demasiado pronto. No me muevo; leo maquinalmente, en la hoja del block, el párrafo que dejé inconcluso:

“Se difundieron de intento los más siniestros rumores. M. de Rollebon debió de caer en el lazo, pues escribió a su sobrino, con fecha trece de setiembre, que acababa de redactar su testamento.”

El gran asunto Rollebon ha terminado, como una gran pasión. Habrá que buscar otra cosa. Hace unos años, en Shangái, en el despacho de Mercier, de improviso salí de un sueño, me desperté. Después soñé de nuevo: vivía en la corte de los zares, en viejos palacios tan fríos que en invierno se formaban estalactitas de hielo encima de las puertas. Hoy me despierto frente a un block de papel blanco. Los blandones, las fiestas glaciales, los uniformes, los bellos hombros temblorosos han desaparecido. En su lugar algo queda en el cuarto tibio, algo que no quiero ver.

M. de Rollebon era mi socio: él me necesitaba para ser, y yo lo necesitaba para no sentir mi ser. Yo proporcionaba la materia bruta, esa materia bruta que tenía para la reventa, con la cual no sabía qué hacer: la existencia, mi existencia. Su parte era representar. Permanecía frente a mí y se había apoderado de mi vida para representarme la suya. Yo ya no me daba cuenta de que existía, ya no existía en mí sino en él; por él comía, por él respiraba, cada uno de mis movimientos tenía sentido afuera, allí, justo frente a mí, en él; ya no veía mi mano trazando las letras en el papel, ni siquiera la frase que había escrito; detrás, más allá del papel, veía al marqués que había reclamado este gesto, cuya existencia consolidaba este gesto. Yo era sólo un medio de hacerlo vivir, él era mi razón de ser, me había librado de mí. ¿Qué haré ahora?

Sobre todo no moverse, no moverse… ¡Ah!

No pude contener ese encogimiento de hombros…

La Cosa, que aguardaba, se ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. La Cosa no es nada: La Cosa soy yo. La existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo.

Existo. Es algo tan dulce, tan dulce, tan lento. Y leve; como si se mantuviera solo en el aire. Se mueve. Por todas partes, roces que caen y se desvanecen. Muy suave, muy suave. Tengo la boca llena de agua espumosa. La trago, se desliza por mi garganta, me acaricia y renace en mi boca. Hay permanentemente en mi boca un charquito de agua blancuzca -discreta- que me roza la lengua. Y ese charco también soy yo. Y la lengua. Y la garganta soy yo.

Veo mi mano que se extiende en la mesa. Vive, soy yo. Se abre, los dedos se despliegan y apuntan. Está apoyada en el dorso. Me muestra su vientre gordo. Parece un animal boca arriba. Los dedos son las patas. Me divierto haciéndolos mover muy rápido, como las patas de un cangrejo que ha caído de espaldas. El cangrejo está muerto, las patas se encogen, se doblan sobre el vientre de mi mano. Veo las uñas, la única cosa mía que no vive. Y de nuevo. Mi mano se vuelve, se extiende boca abajo, me ofrece ahora el dorso. Un dorso plateado, un poco brillante, como un pez si no fuera por los pelos rojos en el nacimiento de las falanges. Siento mi mano. Yo soy esos dos animales que se agitan en el extremo de mis brazos. Mi mano rasca una de sus patas con la uña de otra pata; siento su peso sobre la mesa, que no es yo. Esta impresión de peso es larga, larga, no termina nunca. No hay razón para que termine. Al final es intolerable… Retiro la mano, la meto en el bolsillo. Pero siento en seguida, a través de la tela, el calor del muslo. De inmediato hago saltar la mano del bolsillo; la dejo colgando contra el respaldo de la silla. Ahora siento su peso en el extremo de mi brazo. Tira un poco, apenas, muellemente, suavemente; existe. No insisto; dondequiera que la meta continuará existiendo y yo continuaré sintiendo que existe; no puedo suprimirla ni suprimir el resto de mi cuerpo, el calor húmedo que ensucia mi camisa, ni toda esta grasa cálida que gira perezosamente como si la revolvieran con la cuchara, ni todas las sensaciones que se pasean aquí dentro, que van y vienen, suben desde mi costado hasta la axila, o bien vegetan dulcemente, de la mañana a la noche, en su rincón habitual.

Me levanto sobresaltado; si por lo menos pudiera dejar de pensar, ya sería mejor. Los pensamientos son lo más insulso que hay. Más insulso aún que la carne. Son una cosa que se estira interminablemente, y dejan un gusto raro. Y además dentro de los pensamientos están las palabras, las palabras inconclusas, las frases esbozadas que retornan sin interrupción: “Tengo que termi… Yo ex… Muerto… M. de Roll ha muerto… No soy… Yo ex… ” Sigue, sigue, y no termina nunca. Es peor que lo otro, por que me siento responsable y cómplice. Por ejemplo, yo alimento esta especie de rumia dolorosa: existo. Yo. El cuerpo, una vez que ha empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve el pensamiento. Existo. Pienso que existo. ¡Oh qué larga serpentina es esa sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito… ¡Si pudiera dejar de pensar! Intento, lo consigo: me parece que la cabeza se me llena de humo… y vuelve a empezar: “Humo… no pensar… No quiero pensar. No tengo que pensar que no quiero pensar. Porque es un pensamiento”. ¿Entonces no se acabará nunca?

Yo soy mi pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso… y no puedo dejar de pensar. En este mismo momento -es atroz- si existo es porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. Los pensamientos nacen a mis espaldas, como un vértigo, los siento nacer detrás de mi cabeza… si cedo se situarán aquí delante, entre mis ojos, y sigo cediendo, y el pensamiento crece, crece, y ahora, inmenso, me llena por entero y renueva mi existencia.

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