Como Biagio Marin, el poeta de Grado, que en 1915 era un irredentista italiano y hacía alarde ante el rector de la Universidad de Viena de su deseo de que Italia declarase la guerra para destruir el imperio hasbúrgico, pero que luego, apenas enrolado en el ejército italiano, protestaba contra un capitán insolente diciendo que "sus austriacos" no estaban acostumbrados a aquel estilo – o como aquel lejano conocido mío de Friburgo -, tendríamos que ser capaces de sentirnos del otro lado y de ir al otro lado. Sería necesario que todos nos avergonzáramos del nacionalismo de nuestro país, del que cada uno es siempre un poco culpable.
Yugoslavia es sólo un ejemplo pasmoso de una enfermedad mortal que serpentea por doquier. Cuando, hace años, vi levantar con orgulloso entusiasmo las vallas de la frontera entre Eslovenia y Croacia, me vino a la cabeza una historia que me contaron unos amigos estonios y letones. En 1929 o 1930 unos estudiantes letones entraron en Estonia, subieron al Suur-Munamäki, la colina más elevada del Báltico, 317 metros, cuatro más que la más alta cima letona, y excavaron esos cuatro metros para quitarles el récord a los estonios, que por lo demás volvieron a poner enseguida las cosas como estaban, volviendo a amontonar en la cima los cuatro metros de tierra y añadiendo además una torre. Existen también fronteras en altura. Habría que ser capaces de verlas, cualesquiera que sean las fronteras de las que se trate – e incluso cuando se levantan orgullosas como el muro de Berlín todavía no hace tanto -, igual que cúmulos de ruinas, y saber que nuestra tarea es barrer y amontonar esas ruinas allí donde menos molesten, como hacían en 1945 las famosas Trümmerfrauen berlinesas.
La figura de esa mujer con su escoba que barre escombros y limpia paredes agrietadas podría ser la figura ideal, simbólica, del ángel de la frontera. Pero es una figura improbable – en nuestro horizonte se perfilan más bien francotiradores con el fusil en ristre, apostados tras unas fronteras cada vez más altas, como torres de Babel. Cada vez se hace más difícil, en la presente irrealidad del mundo, dar una respuesta a la pregunta de Nietzsche: "¿Dónde puedo sentirme en casa?"
1993
Hace algunos años circulaba un chiste referido progresivamente a una u otra de las pequeñas naciones que iban emergiendo de condiciones de minoría o de opresión – por parte de pueblos más potentes o de Estados más vastos de los que formaban parte – y proclamaban orgullosamente, con un énfasis a veces ingenuo aunque comprensible, su peculiaridad y la fuerza de su juventud. La historieta cuenta que la delegación de una de esas naciones, recién obtenida su independencia o por lo menos una amplia autonomía, se dirige a Pekín en visita oficial. "¡Somos tres millones!" – o dos o cuatro, según el pueblo al que se refiriera el chiste -, declara orgullosamente el jefe de la delegación al representante del gobierno chino que les recibe y éste les pregunta, con cortés preocupación: "¿En qué hotel?"
El chascarrillo, como muchas otras gracias, es más bien vulgar, porque se mofa de los comprensibles sentimientos de orgullo de naciones y etnias conculcadas, que están volviendo a respirar y a asumir conciencia de su propia dignidad y a veces expresan ese estado de ánimo en formas pueriles y resentidas. No es fácil ser señores enseguida, en las relaciones con el mundo, después de haber estado durante mucho tiempo sometidos; el señorío, la tranquila modestia que no tiene necesidad de afirmaciones ni reconocimientos, esa despreocupación en lo tocante a sí mismos que hace más desenvueltos y serenos, nacen de la libertad y la seguridad de las que la persona se ha empapado como cosa natural. La violencia y la injusticia, como cualquier otra penalidad y dolor, son mala escuela, dejan marcas en el rostro y en el alma de quien las sufre; los infelices y los parias son a menudo también desagradables. Pero por eso hay que amarles y ayudarles más, porque la culpa de esas cicatrices que los desfiguran espiritualmente es de quien les ha infligido esas heridas. Los violentos y los prevaricadores, escribe Manzoni, son responsables no sólo del mal que infligen a sus víctimas, sino también de aquel al que les inducen a continuación los agravios sufridos. Toda minoría que sale de la marginación – nacional, cultural, religiosa, política, sexual – tiende, por lo menos al principio, al narcisismo exhibicionista y hasta que no se libera de él, aprendiendo a vivir espontáneamente su propia peculiaridad y a no hacerle demasiado caso, revela estar todavía, interiormente, en una condición de inferioridad.
Puede haber tenido su justificación, aunque a veces patética, proclamar que "lo pequeño es hermoso", contra la brutal convicción de que la historia, conforme al famoso dicho, la hacen los grandes batallones; el redescubrimiento de las diversidades – no sólo nacionales – ha sido una conquista libertaria de estos decenios, la toma de conciencia del valor insustituible de la individualidad, la conciencia de que en lo pequeño puede estar lo grande, de la misma manera que toda la primavera puede concentrarse en una margarita. Herder, el gran escritor alemán contemporáneo de Goethe, percibía en Homero y la Biblia la creatividad auroral y perenne de la poesía, pero la encontraba asimismo en una anónima canción popular letona escuchada en la fiesta del solsticio de verano.
Pero, si esa oscura canción de un pueblo que – a diferencia del griego o del judío – no ha sido protagonista de la historia del mundo es hermosa, no es porque se trate de la voz ignorada de una realidad periférica, sino porque resuena en ella una universalidad que trasciende aquel apartado rincón y forma parte, no en menor medida que una obra ilustre, del gran mundo. El eslogan "lo pequeño es hermoso" es falso, no sólo porque no basta ser pequeños para ser hermosos, de la misma manera que no basta ser débiles para ser buenos, sino porque ofende a la vitalidad de las culturas locales, exaltando en ellas el localismo, esto es, lo que en ellas hay de angosto, antes que la extraordinaria savia de la vida que fluye incluso en el rincón más remoto y no pertenece sólo a esa cultura sino a la humanidad.
Los localismos tribales degradan el amor por el lugar de nacimiento, porque lo convierten en un tosco fetiche, objeto y culto idólatra o de folclore chabacano. Una cosa es ser napolitano, escribió Raffaele La Capria, y otra "hacerse el napolitano", degradando así Nápoles y la relación con ella, y esto vale para cualquier identidad. Cultura significa siempre pensar y sentir en grande, tener el sentido de la unidad por encima de las diferencias, darse cuenta de que el amor por el paisaje que se ve desde la ventana de uno está vivo sólo si se abre al contraste con el mundo, si se inserta espontáneamente en una realidad más grande, como la ola en el mar y el árbol en el bosque.
Cualquier lugar puede ser el centro del mundo, decía Alce Negro, guerrero sioux y gran poeta, fraternalmente volcado a la multiplicidad de la vida, pero sabedor de que ésta adquiere significado si se reconoce, cada vez, en un centro que le confiere unidad. En mis viajes, danubianos o no, he rastreado culturas mínimas o periféricas, comunidades de dimensiones incluso reducidísimas, como por ejemplo los cici, los istrorómenos de Istria, que según el último censo ascienden a 810 personas y que, si hubiera continuado tratándoles tan sólo un poco más, habría terminado por conocerles a todos individualmente, uno por uno. Pero la peripecia de un microcosmos tiene sentido sólo si se encuentra en él – bajo los despojos incluso menos aparentes, como un rey con ropas de mendigo – algo grande, que no pertenezca sólo a ese horizonte limitado.
Las debidas – y todavía insuficientes – medidas de descentralización, las reformas federalistas y la potenciación de las autonomías locales, necesarias para el funcionamiento eficiente de la administración y la organización de la vida política y social, serían nocivas si minasen este sentido del contraste con el mundo y encerrasen a los hombres en una perspectiva estrechamente particularista, incapaz de mirar más allá de las puertas de la ciudad. Un empeño concreto se lleva a cabo siempre en una realidad determinada, es decir, local, porque en caso contrario se desvanecería en una abstracta retórica, como quien dice amar a la humanidad pero comete un atropello tras otro con los hombres, empezando por los vecinos de casa, pero no existe perspectiva que confiera sentido a un trabajo si no es la de grandes vuelos que induce a sentirse – mientras se trabaja en el barrio de uno – ciudadanos de todo el país, de Europa, del mundo, respecto a los cuales uno se siente responsable.
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