No hace falta ir a Roma o a Nueva York para tener ese sentimiento de pertenencia a un contexto más amplio que el propio ámbito inmediato de uno; algunos pescadores y barqueros que encuentro en mis vueltas por las islas del Alto Adriático lo tienen instintivamente, en su modo de ser y de sentir la vida, a lo mejor sin haber ido nunca más lejos de esas islas y hablando sólo su dialecto – un dialecto hablado espontáneamente, sin las retrógradas reivindicaciones ideológicas de los artificiosos teóricos de las pequeñas patrias, y por lo tanto, como cualquier lengua, lenguaje de la vida y de todos.
La identidad no es un rígido dato inmutable, sino que es fluida, un proceso siempre en marcha, en el que continuamente nos alejamos de nuestros propios orígenes, como el hijo que deja la casa de sus padres, y vuelve a ella con el pensamiento y el sentimiento; algo que se pierde y se renueva, en un incesante desarraigo y retorno. Quien mejor ha expresado el amor a la patria, siempre pequeña y siempre grande, no ha sido quien celebraba bárbaramente el terruño y la sangre, olvidándose de que ésta es siempre mestiza, sino quien ha tenido experiencia del exilio y de la pérdida y ha aprendido, de la nostalgia, que una patria y una identidad no se pueden poseer como se posee una propiedad. Los supervivientes del disuelto imperio habsbúrgico, que en los estados nacionales que vinieron después se sintieron siempre unos ex, enseñan, incluso más allá de su destino y del de su mundo, que el amor a las propias raíces necesita insertarse en un horizonte más grande.
No hay que confundir el federalismo, la descentralización o las autonomías locales con las cerrazones particularistas; entre otras cosas, no hay que olvidar que no todos los grandes Estados unitarios, con sus burocracias, son necesariamente ineficaces: el pago de los sueldos y las obras públicas funcionaban mejor en el vastísimo imperio romano que en el atomizado Medioevo feudal, mejor en el imperio habsbúrgico que en los pequeños Estados que vinieron después. La agilización administrativa, que requiere descentralizaciones y autonomías cada vez más amplias, no puede perder la visión de conjunto, nacional y supranacional. Ningún sistema es una garantía total contra la corrupción y la componenda, pero cuanto más amplio sea el contraste – y desvinculado de la visceralidad de las relaciones inmediatas – tanto más fácil de eliminar son las escorias e incrustaciones que tienen relieve sólo al estar circunscritas. Ninguna lavandería asegura una limpieza auténtica y absoluta, pero si se lavan los trapos sucios en familia el riesgo de volverlos a encontrar manchados es mayor.
Toda endogamia – toda pretensión de identidad pura – es asfixiante e incestuosa. Se aprende a amar a Irlanda en Joyce, que la abandonó y la criticó ferozmente, mucho más que en todas esas novelas irlandesas rebosantes de muchachas pelirrojas y de prados verdes. En una astilla puede estar el mundo, pero ésta es algo si no es sólo una astilla sino el mundo.
1997
SEALSFIELD Y "LA PRADERA DEL JACINTO”
El escritor de novelas de aventuras es a menudo la primera criatura de su propio universo fantástico, el protagonista constante y enigmático de los apremiantes ciclos de hazañas que sin embargo tienen como héroes a otras figuras de nombres distintos: inventor lícitamente arbitrario y narrador soberanamente externo y omnisciente, el autor acaba por insinuarse en las páginas de sus libros y por convertirse en un personaje, es más, en el personaje de la propia ficción épica. El lector infantil o popular pone en un mismo plano el retrato de Salgari, con sus bigotes de guías vueltas hacia arriba bajo el gorro de marinero, y el de Sandokán con su turbante tocado con un zafiro del tamaño de una avellana. El narrador de aventuras, desvinculado de cualquier escrúpulo de credibilidad realista, siente algo así como una necesidad de garantizar la veracidad de sus desmesuradas hazañas con un testimonio directo y personal, con una profesión de experiencia vivida que lo convierte en su primer e irresistible héroe. Karl May, el ambiguo Salgari alemán, lleva este principio a sus más explícitas consecuencias al identificarse formalmente, en cada ocasión, con el protagonista de los diversos ciclos histórico – geográficos de sus aventuras: Karl May se convierte así en Kara-Ben-Nemsi en el mundo musulmán o bien en el Old Shatterhand de las praderas del Oeste.
Esta identificación, lejos de suponer una objetivación de la persona del autor, es una técnica de enmascaramiento y disimulo. El autor se mimetiza en los paisajes exóticos que salen de su pluma, confunde los rasgos de su rostro con los estereotipados y recurrentes de sus figuras y se esconde en la selva multicolor de su obra. Si hay unos autores que consiguen difuminar como nadie su fisonomía en el tejido impersonal de la escritura, como señala Barthes en la línea de una tradición que se remonta a Valéry, ésos son los imperfectos y elementales artesanos de las aventuras por entregas, como si se dieran oscuramente cuenta de que para ellos no hay vida fuera de su sencilla y sin embargo bien urdida literatura, a la que se reducen por completo sus personas. Si un gran escritor es un iceberg, del que su obra escrita pone de relieve visiblemente sólo una séptima o una octava parte, un autor popular de novelas de capa y espada o de escenas del Oeste está resumido y realizado globalmente en sus pintorescos escenarios. Fuera de sus tomos ilustrados con grabados coloniales corre el riesgo de no existir, de desaparecer – y entonces se defiende tratando de echarle misterio a su huidiza insignificancia y de camuflar en el anonimato su falta real de rostro. Su voz, como observó Foucault a propósito de Julio Verne, es incierta y cambiante, pasa de uno a otro de sus personajes, se ensimisma y disocia continuamente y sobre todo se oculta bajo un fondo de ruido y confuso alboroto y en la fingida impersonalidad de una pretendida información objetiva.
El autor parece abocado a una continua "metamorfosis de la huida" (según opinión de Canetti), oculta y confunde sus huellas, suministra datos falsos y contradictorios sobre sí mismo. No tiene nombre, pero sí a menudo seudónimos; no se proclama autor, sino con frecuencia editor de un manuscrito ajeno o divulgador de una historia que ha llegado a sus oídos. A través del anonimato se resguarda de su propia debilidad intelectual y de las complejidades de la historia irreductibles a las ingenuas malicias de su pluma. La multiplicación de los nombres es otra técnica de defensa que acompaña a la reticencia y es también una astucia para defender esa existencia a hurtadillas: desde el mismo comienzo de la pentalogía en torno al personaje Calzas de Cuero de Cooper, el nombre de Natty Bumppo se cela tras sus múltiples sinónimos: Fusil Largo, Ojo de Halcón, Batidor, Matador de Gamos, sin contar el de Calzas de Cuero. "Existe una sola posibilidad de refugio", escribirá Broch en Los inocentes , "y es no tener nombre. Quien ya no tiene nombre, no puede ser llamado, no pueden llamarle. Yo, gracias al cielo, he olvidado el mío […] Quien ya no tiene nombre, vive en lo No-sucedido y nada le puede ya suceder: está desligado de todos los lazos y los vínculos…" Por lo menos a partir de la época de la Restauración, la novela de aventuras es en efecto, en su meollo más secreto, no ya la crónica – tal vez pueril – de gozosas conquistas, sino la elegía de un pasado irrecuperable o el consternado registro de un resquebrajamiento interno, de un vaciamiento y desautorización de la personalidad individual que ninguna forzada hipérbole heroica logra esconder o compensar.
El relato de aventuras, que desplaza la aventura cada vez más lejos – cada vez un poco más allá del horizonte de la experiencia concreta – y sanciona luego su fin, es uno de los primeros documentos de la crisis espiritual de la Europa moderna. Estos escritores, que parecen proporcionar tramas elementales y escenografías a la expansión del hombre blanco, reaccionan en cambio a un profundo malestar, a una desazón interior que busca la fuga y el olvido, no ya la afirmación heroica. Esa sensación parece trasladarse más tarde de los autores de novelas populares de aventuras a los grandes e inquietos narradores que se sirven exteriormente de esos esquemas para expresar un mundo complejo y turbado. Orientados casi todos, con modalidades extremamente diversas, hacia posiciones más o menos conservadoras – de Kipling a Conrad pasando por Jack London – los escritores (grandes, mediocres o insignificantes) que emplean las estructuras de la novela de aventuras son los portavoces de una escisión insanable: su sentido de lo heroico tiende a cero y a la vanidad, como en la historia de Kipling de El hombre que quiso ser rey , que no se sabe si atribuir a un relato verídico o al alucinante delirio de un loco que luego lo olvida de inmediato.
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