Pero las aventuras en un mundo sin gente – o por lo menos sin europeos -, puesto como ejemplo en una continua comparación con el mar, no ensalzan sino que más bien deprimen al individuo. Más agudo que muchos escritores de narraciones sobre tierras lejanas incluso mucho más grandes que él, Sealsfield intuye que el aventurero no huye de la sociedad, sino que la extiende y la propaga; sus héroes son más lúcidos que Calzas de Cuero, que cree huir del ruido del hacha y no sabe que lo precede y le abre el camino. Morse se salva saliendo de los círculos encantados de sus concéntricas cabalgatas en la pradera cuando llega a las casas, a los hombres, a la sociedad, cuando llega a un lugar donde la naturaleza ha sido vallada, talada y roturada y se ha convertido en propiedad. Para Sealsfield la aventura es la conquista por la posesión de tierra, la búsqueda del tesoro escondido, es decir, de la tierra; el que perece en esa lucha no es digno de compasión y quien obtiene el triunfo es siempre su digno merecedor. Sealsfield rechaza el absolutismo y el clericalismo de los regímenes europeos porque le parecen frenos tiránicos e hipócritas impuestos frente a la energía expansionista del individuo, o mejor, de las virulentas fuerzas sociales en ascenso. La democracia le parece, desde el principio, la cifra de ese espacio libre y amoral, mientras que América se le antoja el lugar en el que puede desarrollarse una lucha abierta; su democracia es pues una democracia de la desigualdad, ferozmente contraria a todo igualitarismo. La sociedad ansiada por Sealsfield es ciertamente una sociedad de hombres libres e iguales, pero no todos pueden ser considerados hombres con plenos derechos. El hombre, para Sealsfield, es el propietario; admira el pensamiento de Jefferson según el cual la dignidad civil nace con la posesión de la tierra, y funde esta ideología agraria americana con una tradición genuinamente alemana y sacro-romana-imperial, con la "filosofía normanda" proclamada en La pradera del Jacinto .
Desde sus primeros apuntes del otro lado del océano, Sealsfield describe magistral y apasionadamente la propiedad inmobiliaria: las plantaciones de Natchez, la tierra cultivable que se arrebata día tras día a la selva, la casa patriarcal de Murky y de Nathan, la "columnata dórica" del palacete sudista, el esplendor de la aristocracia agrícola, los jardines de magnolias o la exuberante y españolizada finca denominada El Paraíso. En la aristocracia sudista y su romanticismo literario, Sealsfield – que entre otras cosas fue significativamente acusado de haber plagiado a Simms, uno de los más populares cantores del Sur caballeresco – vio una síntesis de política y estética, es decir, un verdadero clasicismo. En Sealsfield perduraba todavía el antiguo principio orgánico e historicista que caracterizó al derecho común del Sacro Imperio Romano y fue afirmado en especial por Moser, el patriarca de Osnabrück. En base a dicho principio, la dignidad civil de la persona deriva no de su genérica y abstracta pertenencia al género humano (puesta de relieve por el derecho natural, el cristianismo y las legislaciones igualitarias y racionalistas), sino de su concreta individualidad histórica. El hombre que tiene derechos es sólo el hombre libre, y el hombre libre es históricamente el propietario autónomo e independiente; el esclavo no es persona y no tiene derechos. El despotismo que detesta Sealsfield es verdad que es el obtuso autoritarismo de los soberanos de las restauraciones, pero puede también ser el absolutismo ilustrado de un príncipe reformador o, en general, cualquier intervención de un Estado: para los aristoi , es un tirano cualquiera que atente contra sus antiguos derechos. En La pradera del Jacinto la ley, que condena al delincuente a la horca y al final le permite redimirse muriendo en batalla por la comunidad, es la ley del alcalde y de los ancianos de la aldea, explícita y desdeñosamente opuesta a la ley escrita que rige más allá de los bosques; Nathan el Squatter, prototipo del fundador de la sociedad americana, desdeña el papel, los códigos y tratados y administra él mismo la ley del pionero. La propiedad de la tierra es una premisa de la libertad: los jefes indios, se dice, pierden esta última porque han vendido su tierra a los blancos. En la novela mexicana El virrey y los aristócratas (1834), es la gran nobleza inmobiliaria criolla la que arrebata al virrey las garantías parlamentarias; el plutócrata Lomond establece una ecuación entre "libertad de la persona y seguridad de la propiedad"; el noble francés Vignerolles se convierte en un propietario de plantaciones en América tras haber escapado de la Revolución; el mismo Sealsfield se pronunció abierta y repetidamente contra el radicalismo, la anarquía y el socialismo, pues veía en todo ello amenazas a la libertad.
De estas tres amenazas, una, la anarquía, se convierte en un valor positivo cuando se perfila como anarquismo patriarcal, esto es, como tutela del absoluto dominio del patriarca-pionero-plantador sobre su propio trozo de tierra. El ideal republicano, absolutizado, se vuelve imperiosamente autoritario; el patriarca que desprecia a los soberanos es un autócrata democrático (W. Weiss) que no admite un evangelio ni unos derechos distintos a los de su propia libertad de pionero y al propio poder de paterfamilias . En América, Sealsfield creyó por un momento ver una nación compuesta total y únicamente por una minoría elitista, identificada a su vez con los "normandos" que celebra en La pradera del Jacinto , es decir, con un componente fundamental anglogermánico. La utopía de esa sociedad que coincide con su élite se hace añicos en cuanto se organiza en formas estatales y estructuras económicas, degradándose en la "Mobocracia" de la plebe y la burguesía capitalista. Los pioneros pueden ser fundadores de un estado sólo a condición de estar libres de las paralizadoras leyes del estado constituido. Su justicia acepta el linchamiento y el juicio sumario; el rudo tribunal de ancianos – que por supuesto juzga con un sentido de la justicia demasiado subjetivamente recto y con una gravedad bíblica – es la trasposición de la Santa Vema a suelo americano, y se puede convertir más pronto que tarde en el Ku-Klux Klan.
o cabe duda de que hay en Sealsfield un poderoso sentido arcaico de la justicia, pero el arcaísmo se manifiesta en su lado bárbaro; Sealsfield tiene el mérito de desmitificar de antemano la idealización del rudo westerner y de mostrar cómo la rudeza no puede coincidir con la remisa delicadeza sentimental inventada por el mito del Oeste. La justicia del alcalde, de Nathan o del squire democrático Copeland en Tokeah , es la predilecta de don Quijote y de Borges, y según ella "no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yendóles nada en ello": para los miserables léperos mexicanos no hay sitio en esa justicia. En lo tocante a los negros, es natural que Sealsfield sea filoesclavista: ya sea porque la esclavitud es la premisa indispensable del clasicismo agrario, o bien porque los negros no cuentan con una tradición de libertad – propiedad, no son por tanto individuos sino masa confusa e indistinta. Con una genialidad anticipadora, Sealsfield les reconoce a los negros una única arma de sublevación y amenaza, la sensualidad con que las prostitutas mulatas subyugan, en su aislada cabaña-prostíbulo, al gentleman blanco.
Fuera de este episodio, el universo de Sealsfield es un universo sin sexo, un idilio sudista y caballeresco del que han sido suprimidas las pasiones e incluso la música, irracional e inquietante. Otro enemigo de ese mundo es el dinero en su forma de móvil capital financiero. El comercio y la industria destruyen el otium del aristócrata habsbúsgico convertido en plantador americano; en la novela Morton o el gran viaje (1835) el capital aparece como una oscura conjura mundial y en las Afinidades electivas germano-americanas los mecanismos de las altas finanzas se perfilan como una misteriosa potencia. El supersticioso afán de dinero transforma el paisaje urbano de la metrópolis burguesa en un desierto siniestro y maléfico: Londres resulta menos fiable y más peligrosa que una selva, o mejor aún, se convierte en una segunda naturaleza igualmente incontrolable e inhumana. El romanticismo sudista lleva a cabo, como el alemán, una cancelación del problema económico; remitiendo a la tradición agraria jacksoniana y jeffersoniana, Sealsfield intenta invertir el desarrollo capitalista moderno haciendo que el movimiento comercial – industrial refluya en la estaticidad de la posesión inmobiliaria: los personajes que se dedican, de alguna forma, al comercio o a la industria lo hacen con el objeto de acumular capital para invertir, conforme a la utopía goethiana, en la adquisición de tierra.
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