El mejor modo para liberarse de la obsesión de identidad es aceptarla en su siempre precaria aproximación y vivirla espontáneamente, o sea, olvidándose de ella; de la misma forma que se vive sin pensar continuamente en el propio sexo, en el propio estado civil o la propia familia, es también mejor vivir sin pensar demasiado en la vida. Con tal de ser conscientes de su relatividad, es oportuno aceptar nuestras fronteras, como se aceptan las de la vivienda de uno.
Vividas de esa forma, con simplicidad y afecto, se convierten en una potenciación de la persona. Dante decía que nuestra patria es el mundo, como para los peces lo es el mar, pero que a fuerza de beber el agua del Arno había aprendido a amar intensamente Florencia. Esas dos aguas del río y el mar, que se encuentran y se mezclan sin borrar su frontera, se completan recíprocamente. La una sin la otra es falsa; sin el sentido de pertenencia al mar, el apego al Arno se convierte en una angustia regresiva, y sin el amor concreto por el río natal reclamarse del mar se convierte en una vacua abstracción.
Ha sido sobre todo la civilización hebrea de la diáspora la que ha unido en una sanguínea simbiosis arraigo y lejanía, amor a la casa y huida nómada que encuentra una casa provisional sólo en una anónima habitación de hotel, en el vestíbulo de una estación, en un mísero cafetín, etapas del exilio y del camino hacia la Tierra Prometida y por consiguiente fronteras concretas, aunque fugaces, de una verdadera patria.
En una historia judeooriental, de la que extraje el título para un libro sobre el exilio, un judío, en una pequeña ciudad de la Europa del Este, encuentra a otro que va a la estación cargado de maletas y le pregunta adonde se dirige. "A América del Sur", responde el otro. "Ah", replica el primero, "te vas muy lejos." A lo que el otro, mirándole asombrado, responde: "¿Lejos de dónde?" En esta historia, el judío oriental carece de patria, carece de un punto de referencia respecto al que poderse considerar cerca o lejos y está por consiguiente lejos de todo y de todos, no tiene una patria histórico-política y por lo tanto carece de fronteras. Al mismo tiempo, sin embargo, tiene su propia patria en sí mismo, en la ley y la tradición en las que ha arraigado y que han arraigado a la par en él, y por ende no está nunca lejos de su casa, está siempre dentro de su propia frontera. Esta se convierte así en un puente tendido al mundo.
Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera, para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa. Como todo ídolo, la frontera exige a menudo sus tributos de sangre y en los últimos tiempos el resurgimiento de las fijaciones de frontera, el desencadenamiento de furibundos y viscerales particularismos, cada uno de los cuales se cierra en sí mismo idolatrando su propia peculiaridad y rechazando cualquier contacto con el otro, está desencadenando luchas feroces. Las diversidades, redescubiertas y justamente apreciadas como variantes de lo universal humano, se convierten, si se absolutizan, en la negación y destrucción de éste. A ese fetichismo es necesario contraponer las palabras de Nietzsche, que pueden despistar si se las toma al pie de la letra, pero son iluminadoras metáforas de verdad: "¿Por qué ser hostiles con el vecino, cuando en mí y en mis padres hay tan poco que amar?"
No sólo existen las fronteras entre los estados y las naciones, establecidas por los tratados internacionales, es decir por la fuerza. También la pluma que garabatea diariamente, como dice Svevo, traza, desplaza, disuelve y reconstruye fronteras; es como la lanza de Aquiles, que hiere y sana. La literatura es por sí misma una frontera y una expedición a la búsqueda de nuevas fronteras, un desplazamiento y una definición de las mismas. Cada expresión literaria, cada forma, es un umbral, una zona en el límite de innumerables elementos, tensiones y movimientos distintos, un desplazamiento de las fronteras semánticas y de las estructuras sintácticas, un continuo desmontar y volver a montar el mundo, sus marcos y sus imágenes, como en un estudio cinematográfico en el que se reajustaran continuamente las escenas y las perspectivas de la realidad. Todo escritor, lo sepa y lo quiera o no, es un hombre de frontera, se mueve a lo largo de ella; deshace, niega y propone valores y significados, articula y desarticula el sentido del mundo con un movimiento sin tregua que es un continuo deslizamiento de fronteras.
La escritura trabaja en las fronteras y en su deslizamiento, en el momento en que se desdibujan y atraviesan. El compromiso moral, la buena lucha de cada día, que impregna también a la literatura, exige instituir y defender fronteras continuamente; abatir las que parecen falsas y levantar otras, obstruir el camino al mal. Un mundo sin fronteras, sin distinciones, sería el horrible mundo del "todo está permitido" imaginado con horror por Dostoievski, un mundo susceptible de cualquier violencia y de cualquier atropello. En ese sentido se lucha contra las fronteras, pero para instaurar otras.
Por otra parte, está la fascinación del momento en que una cosa se traspone en la otra, de la incesante metamorfosis del mundo que es la esencia misma de la vida, que consiste pues en una continua superación de fronteras. Siempre me han fascinado las lindes entre los colores y su mutuo anularse en los matices del paso de uno a otro; a menudo el decolorarse, especialmente en lo tocante al agua, se convierte en la cifra misma del sentido de la vida y de la poesía que trata de captarlo. También el viaje, estructura narrativa que me atrae con tanta insistencia, se desarrolla conforme a un ritmo que es el de un continuo trasponer, atenuar y decolorar lindes. No es un azar que el viaje se lleve a cabo con tanta frecuencia por el agua: a lo largo de los ríos, en las lagunas, en el encuentro de los ríos y el mar, en la reverberación del mediodía marino que simboliza la seducción y la destrucción inmanentes en un absoluto sin fronteras.
La imagen insistente de la línea en la que el agua del río se encuentra con la del mar puede ser un signo de ese embrujo de la decoloración.
Sin embargo cada narración da una forma a la vida y por consiguiente instituye una frontera; el embrujo de la decoloración tiene sentido solamente si, aun en el vértigo de la metamorfosis, se intenta fijar, al menos por un instante, una imagen que lo sustraiga a lo indistinto. La literatura es también un análisis del transcurso de los sentimientos y las pasiones, de ese proceso continuo y ambivalente en el que un sentimiento se atenúa convirtiéndose en otro contiguo, hasta acabar por transformarse a veces en el sentimiento opuesto – también en este caso se trata de un cruce de fronteras, del descubrimiento de su necesidad y precariedad al mismo tiempo.
La literatura enseña a trasponer los límites, pero consiste en trazar límites, sin los que no puede existir ni siquiera la tensión de superarlos para alcanzar algo más alto y más humano. Las fronteras de nuestro presente histórico no tienen que ver, por desgracia, sólo con la literatura, sino con una dimensión mucho más violenta e inmediata. Lo que ha ocurrido en Yugoslavia revela el peso terrible del pasado y la historia, el poder mortífero de las pluriseculares fronteras del odio y la división. Tras los grandes acontecimientos liberatorios de 1989, que crearon la posibilidad de abatir muros y fronteras y de construir una nueva unidad europea, se asiste a la construcción de nuevas fronteras y de nuevos muros – étnicos, chovinistas, particularistas. Se perfila además sobre nuestro futuro el espectro de la migración de un sinnúmero de personas que, empujadas por el dolor y el hambre, probablemente abandonarán sus raíces, sus fronteras, provocando odio y miedo, que a su vez llevarán a erigir nuevas barreras. De la calidad de la respuesta a estos desplazamientos epocales – respuesta que tendría que liberarse del odio y de la demagogia sentimental – dependerá la existencia o al menos la dignidad de Europa.
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