Una ciudad a la vez orgullosa y recelosa de sus componentes plurinacionales – como son, entre otros, el alemán y/o austroalemán, el griego, el servio, el croata o el armenio – y sobre todo del componente esloveno, una especie de Doble secreto, reprimido por unos y enfatizado por otros. Alguna vez, paseando por la ciudad, me he preguntado dónde, con qué adoquín del empedrado empezaba – como proclamaban con énfasis los nacionalistas – el mundo eslavo, que se extendía a lo largo de miles de kilómetros hasta Asia. Tal vez ya en la época de su gran esplendor cultural y económico, a comienzos de siglo, Trieste era ya una ciudad bloqueada, en la que Joyce había vuelto a encontrar Dublín e Irlanda, la patria obsesiva, intolerable e inolvidable, tan necesaria para el exiliado y el poeta: un regazo materno del que se huye y que nos llevamos siempre dentro, una ciudad que induce a la fijación de hablar de ella continuamente mal, pero sobre todo de hablar continuamente de ella.
Entre los muchos rostros de Trieste destaca el judío. Decisivos en el desarrollo cultural, económico y político de la ciudad, los judíos se identificaron con ella y con su opción italiana, aun trayendo consigo, y proporcionándole, el sello de la cultura y la civilización centroeuropea, impensable sin el componente hebreo. Trieste – que acaba en este sentido en el año 1938 con la promulgación de las leyes raciales – es uno de los grandes lugares del judaísmo.
Incluso las fronteras del tiempo eran, en Trieste, de alguna forma distintas; se desplazaban, se adelantaban y atrasaban. Cuando estudiaba en Turín y volvía de cuando en cuando a Trieste, tenía cada vez la impresión de volver a entrar en otro sistema temporal. El tiempo se acortaba, se alargaba, se contraía, se condensaba en grumos que parecía que pudieran tocarse con la mano, se disipaba como bancos de niebla. En 1948, en la época de la fatídica campaña electoral en la que comunismo y anticomunismo se enfrentaban en una partida resolutiva, 1918, año en el que con el final de la Primera Guerra Mundial Trieste había entrado a formar parte de Italia, parecía muy lejano, tan lejano que pertenecía a la memoria histórica; se trataba de un capítulo de la historia ya concluido, que no podía provocar discusiones pasionales ni posiciones encontradas. Algunos años después aquel pasado de repente volvió a cobrar actualidad, se entrelazaba con el presente y de algún modo formaba de nuevo parte de él, se entrelazaba con la política y la realidad del momento.
La experiencia de estos desbarajustes comportaba un desencanto precoz, un desilusionado escepticismo respecto a toda fe en el progreso rectilíneo de la historia. En este cul de sac del Adriático, donde el mar empuja hacia la orilla todos los desencantos, se han desmoronado antes que en ningún otro sitio muchas de las ilusiones concebidas acerca del socialismo real; entre los años 45 y 48 salieron a relucir muchas cosas que en otras partes se pusieron de manifiesto en el 56 o en el 68, tal vez también un presagio de esa deleznabilidad del comunismo que tanto sorprendió a casi todos en 1989. Sin embargo, esas precoces desilusiones también han puesto precozmente en guardia frente a otra ilusión consiguiente, la que consideraba que la caída del comunismo resolvería todos los problemas, y han preservado a algunos de nosotros del baldón de arrear una coz al comunismo moribundo. Nos hemos asombrado quizás un poco menos al ver aflorar de nuevo, pintiparados y engangrenados, los desbarajustes de 1914, congelados durante tantos años, y nos hemos dado cuenta de que el comunismo ha dejado también una gran herencia, no la de las respuestas que ha dado, sino la de las preguntas que ha planteado.
Las fronteras se trasladan, desaparecen y de improviso vuelven a aparecer; con ellas se transforma de manera errabunda el concepto de lo que hemos dado en llamar Heimat , patria. Ciudades e individuos se encuentran a menudo con que son "ex" y esa experiencia del desarraigo, de la pérdida del mundo, no afecta sólo a la geografía política sino a la vida en general. Mi Stadelmann dice que todos somos un ex algo, incluso cuando no sabemos que lo somos.
Quizás para mí la experiencia originaria de la narración, de la relación existente entre la narración y los malentendidos de la vida y de la historia, se remonta a un grotesco y doloroso desplazamiento de fronteras del que fui testigo casualmente siendo niño, de aquel grotesco Kosakenland que los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, prometieron a sus aliados cosacos y que, durante algunos meses, estuvo situado en la región de Carnia, esa áspera y pobre parte del Friuli, hasta la catástrofe final.
Los cosacos no sólo trasladaron a esas tierras sus tiendas de campaña, sino también sus raíces; trasplantaron su pasado y su estepa a aquella región, de cuya existencia, hasta poco antes, no habían oído siquiera hablar. Convencidos de que luchaban por la libertad, se habían puesto al servicio de la tiranía más feroz. En nombre de una patria, que iban buscando, y con el deseo de encontrar una estabilidad, una frontera propia y fija, depredaban a otras gentes de su patria y de sus fronteras.
Esta historia cosaca pone de relieve cómo la frontera que separa verdad y mentira es a menudo incierta, a pesar de que nuestra tarea sea la de intentar establecerla incesantemente. La puesta en escena de la verdad da un vuelco y se transforma a menudo en su opuesto, la verdad se enmascara y se convierte en mentira; en este caso es también una linde que se confunde o franquea inadvertidamente. La frontera entre mentira y verdad, separadas de por sí por una clara línea de demarcación, como el sí y el no de las palabras del Evangelio, a menudo queda borrada y desplazada por la historia y la ideología.
Mi educación sentimental ha estado marcada por muchas experiencias de frontera perdida o buscada, reconstruida en la realidad y en el corazón. Tras la del fantasmagórico estado cosaco, la otra experiencia fundamental en ese sentido fue, para mí, la del éxodo de los trescientos mil italianos que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que abandonar Istria. La Yugoslavia de Tito, después de haberse liberado por medio de su extraordinaria guerra de resistencia, no había rescatado solamente tierras eslavas, sino que se había anexionado también, con Istria y Fiume, tierras italianas. En los años anteriores, los eslavos habían tenido que soportar la opresión fascista, y la subestimación de sus derechos por parte también de muchos italianos no explícitamente fascistas pero sí nacionalistas. La revancha yugoslava, bajo el emblema del totalitarismo, fue violenta e indiscriminada. En aquellos años marcados por el miedo, por la intimidación y el crimen, cerca de trescientos mil italianos abandonaron, en distintos momentos, sus tierras y sus casas para errar por el mundo y vivir, también durante muchos años, en campos de refugiados. El drama de esta gente, que lo había perdido todo, era además objeto de incomprensión e ignorancia, y por eso se encerraba a su vez con frecuencia en otras fronteras que se erguían en los corazones, las fronteras de la amargura y el resentimiento que aislaban a estos exiliados no sólo de su tierra perdida, sino también, a menudo, de aquella en la que acababan por insertarse y que los ignoraba o les hacía sentirse parcialmente extranjeros.
Otras fronteras todavía más complejas eran las que se creaban en torno a aquellos exiliados que, a pesar de sufrir el drama del exilio y de la incomprensión por parte de la Italia oficial y a pesar de oponerse a la violencia nacionalista eslava que los expulsaba, se negaban a unirse a los sentimientos nacionalistas italianos y por consiguiente a cualquier indiscriminado rechazo de los eslavos y seguían viendo en el diálogo entre italianos y eslavos su identidad más auténtica. Continuaban considerando que su mundo era el mundo istriano y adriático, un mundo mixto y compuesto, no sólo italiano y no sólo eslavo sino italiano y eslavo, acabando así por ser odiados tanto por los nacionalistas eslavos como por los nacionalistas italianos y por encontrarse por lo tanto en una especie de tierra espiritual de nadie, rodeada de otras fronteras.
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