1996
DESDE EL OTRO LADO. CONSIDERACIONES FRONTERIZAS
Un escritor polaco, Lee, cuenta que una vez que se hallaba en Pancevo, en la orilla izquierda del Danubio, mirando más allá del río, hacia la ribera opuesta en dirección a Belgrado, sintió que se encontraba todavía en su patria, en su casa, porque la orilla en la que estaba delimitaba en tiempos la frontera de la antigua monarquía austrohúngara, que él, incluso muchos años después de su desmoronamiento, continuaba considerando como su mundo, mientras que más allá del río empezaba un mundo distinto. Más allá del río empezaba para él "la otra parte". Otro escritor polaco, Andrei Kusniewicz, comenta esa página de Lee y dice que se reconoce plenamente en esos sentimientos; también para él esa linde perdida determina los límites de su mundo. Para los dos, Belgrado está en la otra parte.
En ambos casos el escritor parece conocer bien cuál es su sitio, tras qué frontera se siente en casa. Otras veces, y más a menudo, la identificación resulta en cambio difícil. Una vez, siendo estudiante, cuando vivía en Friburgo, en la Selva Negra, en una de esas pensiones que constituyen para un joven una verdadera universidad del saber y de la vida, me dirigí, con algunos amigos, a Estrasburgo, donde no había estado nunca. Corría el invierno 1962 – 1 963. Nos hizo de cicerone un señor mucho mayor que nosotros, asiduo él también de la pensión Goldener Anker, El Ancla de Oro: un alemán de la Selva Negra como otro cualquiera, pero al que sin embargo le había cabido en suerte un destino singular. Pocos años después del advenimiento del nacionalsocialismo, se había marchado de Alemania, pero no movido por la necesidad, toda vez que pertenecía a la raza aria predilecta del Führer, sino sólo por razones políticas, o antes aún, morales. Su patriotismo humanitario no había borrado el amor que sentía por su patria, Alemania, y más tarde desde luego no aminoró su dolor por la consiguiente catástrofe alemana, por la destrucción y la división de su país. Cuando atravesó la frontera de Alemania con Francia no pensaba ciertamente olvidar a su patria alemana ni volverle la espalda: simplemente sentía que, en aquel momento, y mientras durase el régimen nazi, su auténtica patria, o mejor, su auténtico sitio, estaba al otro lado.
La frontera es doble, ambigua; en unas ocasiones es un puente para encontrar al otro y en otras una barrera para rechazarlo. A menudo es la obsesión de poner a alguien o algo al otro lado; la literatura, entre otras cosas, es también un viaje en busca de la refutación de ese mito del otro lado, para comprender que cada uno se encuentra ora de este lado ora del otro – que cada uno, como en un misterio medieval, es el Otro. El escritor que inventó el paisaje literario triestino y murió luchando para que Trieste se uniese a Italia, Scipio Slataper, empieza su Il mio Carso [Mis montañas del Carso] intentando decir quién es él, y descubre que para representar su identidad más profunda tiene que inventarla y decir que es otro, nacido en otra parte, en algún lugar de ese mundo eslavo que se encuentra en conflicto con la italianidad de Trieste, aunque forme parte de la civilización triestina.
En Trieste nací y viví hasta los dieciocho años; cuando era pequeño, no era sólo una ciudad de frontera, sino que parecía ella misma una frontera, hecha de un sinfín de lindes que se entrecruzaban en su seno y a veces en la misma persona y la vida de sus habitantes. Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.
Además la frontera triestina es, y sobre todo era, una frontera con el Este; la que veía materialmente delante de mí, cuando iba a jugar al Carso con mis amigos, era el Telón de Acero, la frontera que cortaba en dos, entonces, el mundo entero y que estaba a escasísimos kilómetros de mi casa. Más allá empezaba aquel mundo inmenso, desconocido y amenazador que era el imperio de Stalin, un mundo difícilmente accesible, por lo menos hasta el comienzo de los años cincuenta. Pero, al mismo tiempo, aquellas tierras allende la frontera, que pertenecían a la "otra" Europa, habían sido italianas hasta hacía pocos años, hasta el final de la guerra, cuando fueron ocupadas y anexionadas por Yugoslavia; yo las había visto y conocido durante mi infancia, formaban y forman parte constitutiva del mundo triestino, de mi realidad.
Al otro lado de la frontera estaban pues, al mismo tiempo, lo conocido y lo desconocido; había un mundo desconocido que hacía falta volver a descubrir, hacer que volviese a ser conocido. Desde niño comprendí, aunque fuera vagamente, que para crecer, para formar mi identidad en un mundo no completamente escindido, tendría que franquear aquella frontera – y no sólo físicamente, merced a un visado en un pasaporte, sino sobre todo interiormente, volviendo a descubrir aquel mundo que estaba más allá de la linde e integrándolo en lo que era mi realidad.
Más allá de aquella linde empezaba la otra Europa – este término "otra" derivaba en primer lugar desde luego de su pertenencia al universo estalinista, pero ponía de relieve también cierta ignorancia por parte occidental. También yo, de pequeño, creía que Praga estaba al este de Viena y me quedé un poco asombrado ante el mentís del atlas escolar. Esta difusa ignorancia estaba y está a menudo teñida de desprecio, intencionado o inconsciente. Lo que está al este se nos antoja a menudo oscuro, inquietante, promiscuo, poco digno; se tiende a identificar el Este con lo negativo. El príncipe de Metternich decía que en Viena, más allá del Rennweg, la gran arteria que atraviesa la capital austriaca, empezaban los Balcanes, término con el que se daba a entender algo confuso e indistinto, despectivo; hoy, en Ulm, a muchos kilómetros al oeste de Viena, se dice que en Neu-Ulm, más allá del Danubio que atraviesa la ciudad, comienzan los Balcanes, término que tampoco en este caso es ningún cumplido.
La frontera es puente o barrera; estimula el diálogo o lo ahoga. Mi educación sentimental ha estado marcada por la odisea de las fronteras, por su arbitrariedad e inevitabilidad. A ello pertenece por ejemplo la definición, que en aquellos años podía oírse con frecuencia, de Trieste como una "pequeña Berlín"; el Telón de Acero estaba a dos pasos y, por lo menos hasta la mitad de los años cincuenta, separaba la ciudad de su área de influencia y por consiguiente de sí misma, separaba nuestra existencia. Se tenía a veces la sensación no sólo de vivir en una frontera, sino de ser una frontera. La comparación con Berlín le venía mejor por lo demás a Gorizia, ciudad literalmente dividida en dos. "Exactamente como en Berlín", decía satisfecho el señor Krainer, un notario goriziano de origen austríaco, al abrir las ventanas de su casa que daban a la Estación Transalpina mientras señalaba la alambrada de púas que se encontraba pocos metros más abajo. Hay ciudades que se hallan en la frontera y otras que tienen las fronteras dentro y están constituidas por ellas. Son ciudades a las que las vicisitudes políticas les sustraen parte de su realidad, como el área de influencia, su fuerte vínculo con el resto del territorio nacional; la historia las desgarra como una herida y hace de ellas un teatro del mundo, esto es, un teatro del absurdo. En esas ciudades es donde se experimenta de forma particularmente intensa la duplicidad de la frontera, sus aspectos positivos y negativos; las fronteras abiertas y cerradas, rígidas y flexibles, anacrónicas y franqueadas, protectoras y destructivas.
En Trieste todo esto producía a menudo un sentimiento de incertidumbre, de falta de pertenencia y extrañeza; un contradictorio sentimiento de vivir en el centro y a la par en la periferia de la vida. La ciudad, que hasta 1954 fue Territorio Libre administrado por los norteamericanos y los ingleses, formaba y no formaba parte de Italia; era más fácil que en otras partes dudar sobre el futuro, no se sabía bien quién y qué se era y ello traía aparejadas continuas puestas en escena de la propia identidad. La conciencia colectiva se sentía ahogada por todas partes por las fronteras, pero se rodeaba a su vez febrilmente de nuevas fronteras, para huir de toda pertenencia concreta y para construirse una identidad merced a esa alteridad exasperada. Una ciudad italiana, que había vivido intensamente su pasión nacional y cuyos patriotas llevaban a menudo nombres de origen alemán o eslavo, de la misma forma que en Praga había nacionalistas alemanes de apellidos checos y viceversa. O bien como los jefes del irredentismo croata en Dalmacia, que en el siglo pasado se reunían en el café Muljacic de Spalato y redactaban en italiano los programas de las más encendidas reivindicaciones croatas. Una ciudad que se sentía italiana de un modo tan particular, que se consideraba con frecuencia incomprendida por el resto de la nación y se tenía por ende como la Italia más auténtica – como si más allá del río Isonzo, otra frontera fundamental en el mapa geopolítico y fantástico, comenzase la Italia oficial y por consiguiente menos verdadera.
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