Francis Carsac - Los robinsones del Cosmos

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Un planeta perteneciente a otra dimensión interacciona con el nuestro y le arrebata algunos fragmentos que luego se lleva consigo. En uno de ellos está incluído un pueblo de los Alpes franceses. Todas estas gentes se ven enfrentadas de pronto con un mundo virgen y salvaje poblado por extrañas bestias, algunas peligrosas, y también por una raza inteligente, aunque primitiva, semejante fisícamente a los legendarios centauros.

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Los acontecimientos se precipitaron. Cuando llegamos, el encargado de la radio me tendió un mensaje: El destructor americano bombardeaba Puerto del Oeste. El Temerario y el Surcouf respondían. Para estar dispuestos para cualquier eventualidad, se lanzó la orden de movilización. Los aviones debían estar atentos para despegar, con las armas cargadas y los depósitos llenos. Por radio suplicamos al gobierno americano suspender las hostilidades y aguardar la llegada de plenipotenciarios. Aceptaron, y nos enteramos que el bombardeo de nuestro puerto había cesado. Por otra parte el destructor había quedado maltrecho a causa de una granada teledirigida desde el Surcouf que lo había alcanzado a proa.

Miguel, mi tío y yo partimos inmediatamente por avión. Media hora después estábamos en New-Washington. La entrevista fue al principio tempestuosa. Los americanos adoptaron una arrogancia tal que Miguel tuvo que recordarles que sin nosotros a aquellas horas habrían sido presa de los monstruos marinos o derivarían, muertos de hambre, en sus navíos sin carburante. Finalmente se designó una comisión de encuesta, compuesta por Jeans, Smith, mi tío, yo y el hermano de Vzlik, Isszi. Los dos americanos jugaron con limpieza y reconocieron los errores de sus compatriotas. Los culpables fueron condenados a diez años de prisión. Los Sswis fueron indemnizados con 10.000 puntas de flecha.

Después de esos incidentes, cosa curiosa, las relaciones se distendieron. Al terminar el año 10, eran lo bastante buenas para que pudiéramos promover la fundación de los Estados Unidos de Telus. El 7 de enero del año 11, una conferencia reunió a los representantes americanos, canadienses, argentinos, noruegos y franceses. Se adoptó una constitución federal. Esta reconocía a cada estado una amplia autonomía, pero establecía un gobierno federal situado en una ciudad que se fundó en la confluencia del Dron y el Dordoña, en el punto en que habíamos derribado el primer tigrosauro. Fue «Unión». Doscientos kilómetros cuadrados fueron declarados tierra federal. Nos fue difícil reconocer a los americanos la inviolabilidad presente y futura de los territorios Sswis. Finalmente ésta se limitó a los de nuestros aliados actuales, o la de los Sswis que lo fueran en un plazo de cien años.

Las colonias que se fundarían en el futuro serían tierras federales hasta que su población llegase a 50.000 almas. Entonces adquirirían el rango de estados, con libertad de escoger sus constituciones internas. El 25 de agosto del año 12, el Parlamento federal se reunió por vez primera, y mi tío fue elegido presidente de los Estados Unidos de Telus. La bandera federal flotó por fin, azul oscura, con cinco estrellas blancas, simbolizando los cinco estados federados: Nueva América, Nueva Francia, Argentina, Canadá de Telus y Noruega. Las dos lenguas oficiales fueron el inglés y el francés. No voy a entrar en el detalle de las leyes que se votaron, pues están vigentes todavía. El gobierno federal fue el único autorizado para poseer una flota, un ejército, una aviación y fábrica de armas. Previendo el futuro, le reconocimos también la energía atómica, que un día, sin duda, llegaremos a poseer en Telus.

VI — EL CAMINO TRAZADO

¡Han transcurrido cincuenta años! Telus ha dado muchas vueltas. La presidencia de mi tío que duró siete años fue enteramente consagrada a la organización. Ampliamos nuestras vías férreas, más de cara al futuro que para el presente, pues nuestra población total no llegaba a las veinticinco mil almas. Por otra parte, creció rápidamente. Los recursos eran sobrados, las cosechas magníficas y las familias fueron numerosas. Yo tuve once hijos, que todos han vivido. Miguel tuvo ocho. El promedio de las familias fue de seis para la primera generación y de siete la segunda. Contrariamente a nuestros temores, no hubo nuevas epidemias. Comprobamos una sorprendente elevación de la talla humana. En nuestra vieja Tierra las estadísticas situaban el promedio humano en 1 m. 65 cm. Aproximadamente era el promedio francés. En cambio, hoy, en Nueva Francia éste alcanza 1 m. 78 cm. En Nueva América es de 1 m. 82 cm. Y en Noruega 1 m. 86 cm. Únicamente los argentinos y sus descendientes puros han quedado a la zaga con 1 m. 71 cm.

Bajo los presidentes siguientes, el americano Grawford y el noruego Jansen, intensificamos especialmente nuestro esfuerzo sobre la industria. Tuvimos una fábrica de aviación, no solamente capaz de construir los tipos corrientes, sino también de estudiar nuevos modelos. El ingeniero americano Stone realizó en Telus una idea que había tenido en la Tierra, y su avión, el «Comet», batió todos los «records» de altura.

Fuimos también exploradores. El resto de mi vida ha transcurrido confeccionando mapas geológicos o topográficos, solo o con mis dos colegas americanos, y muy pronto con la ayuda de los tres mayores de mis siete hijos varones, Bernardo, Jaime y Martín. He volado sobre todo el planeta, navegado por muchos océanos, explorado islas y continentes. ¡Los grandes descubrimientos! Pero con un material en el que jamás Colón o Vasco de Gama hubieran podido soñar. He soportado el calor en el Ecuador, a sesenta grados, y me helé en los polos; he combatido a los Sswis rojos, negros o amarillos, o concluido alianzas con ellos; he afrontado a los calamares y a las hidras, no sin pánico terrible. Y siempre Miguel me acompañó y Martina me esperó, en ocasiones durante meses. Pero no quiero atribuirme la gloria de todos estos descubrimientos. Hubieran sido imposibles sin el coraje y la inteligencia de los marinos y aviadores que vinieron conmigo. Miguel me resultó incomparablemente precioso, y sin la entrega de mi mujer no hubiera podido resistir la terrible fiebre de las marismas que me tuvo en cama, al retorno de mi tercera exploración. Martina me acompañó tres veces, compartiendo, como siempre, las molestias y los peligros, sin lamentarse por ello.

Y yo no me encontré solo. La pasión de los descubrimientos se había apoderado de todos nosotros. ¿Qué decir de la hazaña de Pablo Bringer y Nataniel Hawthorne, que partieron en coche hacia el Sur, que dieron la vuelta al viejo continente, perdiendo su coche a más de 7.000 kilómetros de Nueva Francia, y que regresaron a pie, en medio de goliats, de tigrosauros y de indígenas hostiles? ¿Y qué decir, igualmente, de la aventura del capitán Unset, suegro de Miguel, quien con su hijo Eric y trece hombres dio la vuelta al mundo a bordo de el Temerario, en siete meses y veinte días?

Veinte años después de nuestra primera visita, volví de nuevo con Miguel a la Isla Misterio. Nada había cambiado. Simplemente, la tierra había recubierto un poco la extraña inscripción. Entrando de nuevo en la cabina donde se conservaba la mano momificada, vimos el rastro de nuestros pasos que se habían mantenido al abrigo de la intemperie Al regreso, visitamos la ciudad de las catapultas. En esta ocasión llevábamos con nosotros al hijo de Vzlik, Ssiou, que pudo entrar en contacto con los Sswis rojos, que conocían el acero. El jefe nos enseñó los rudimentarios altos hornos donde lo fabricaban. Consintió en explicarnos la leyenda. Hacía más de trescientos años telurianos, tres extraños seres habían llegado en una barca «que marchaba sola» hasta una playa situada al Sur de la ciudad actual. Al ser atacados, se habían defendido «lanzando fuego». No, precisó el jefe, «flechas cortas que hacen bum» como nosotros, sino largas llamas azuladas. Días más tarde fueron sorprendidos mientras dormían y capturados. Por un motivo olvidado, hubo sobre esta cuestión una violenta disputa en la tribu y la mitad de los Sswis rojos habían partido hacia él Norte. De ellos descendían las tribus de Vzlik. Los extranjeros habían aprendido la lengua y enseñado a los Sswis la fundición del metal. Por dos veces habían salvado a la tribu, debilitada por el ataqué de los Sslwips, «lanzando fuego». Parecían aguardar alguna cosa proveniente del cielo. Después habían muerto; no antes de haber escrito un largo libro que se conservaba como un sagrado depósito en la gruta del templo, con los objetos que les habían pertenecido. Intenté que me describieran a los extranjeros. El jefe no pudo hacerlo, pero nos condujo al templo. Allí, un Sswis muy viejo nos mostró unas pinturas rupestres: unas siluetas pintadas en negro, bípedas, con una cabeza y un cuerpo análogo a los nuestros, pero con unos brazos tan largos que casi llegaban hasta el suelo, y un solo ojo muy bien dibujado, situado en la mitad de la frente. Comparándolos a los Sswis representados a su lado, calculé su talla en dos metros cincuenta. Solicitamos ver los objetos: guardaban tres libros de metal, parecidos al que habíamos encontrado en la Isla Misterio, algunos útiles más comprensibles y el resto de las armas que «lanzaban fuego». Se trataba de tres tubos de 70 cm. de largo, más anchos de un extremo, chapados en su interior de platino. Del otro extremo salía un filamento que debía conectar con una parte desaparecida. Probablemente aquellos seres no habían querido dejar en manos de aquellos salvajes un arma demasiado potente. Al fin, vimos el libro hecho de pergamino, de un espesor de unas quinientas hojas, cubierto de los mismos signos que los del libro en metal. Al lamentarme de que nadie sabría jamás lo que contenía, el viejo Sswis afirmó que estaba escrito en su lengua, y que él sabía leerlo. Después de muchas reticencias lo tomó, y cogiéndolo, probablemente al revés, comenzó a recitar:

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