Francis Carsac - Los robinsones del Cosmos

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Un planeta perteneciente a otra dimensión interacciona con el nuestro y le arrebata algunos fragmentos que luego se lleva consigo. En uno de ellos está incluído un pueblo de los Alpes franceses. Todas estas gentes se ven enfrentadas de pronto con un mundo virgen y salvaje poblado por extrañas bestias, algunas peligrosas, y también por una raza inteligente, aunque primitiva, semejante fisícamente a los legendarios centauros.

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— En New-Washington tenemos un crucero francés, dos torpederos, un carguero y un pequeño petrolero. Tenemos también dieciséis aviones en estado de vuelo, entre los cuales hay tres helicópteros, pero en cambio no nos queda más combustible. ¿Podría usted vendérnoslo?

— No se trata de esto — repuso mi tío—. Acudir en vuestro socorro es un deber elemental. Pero el gran problema radica en el transporte. Como barco, no tenemos más que el Temerario, que es muy pequeño.

— Conservamos aún el casco del Conquistador — dije—, y especialmente las barcazas remolcables que podrían fácilmente ser transformadas en petroleros. ¿Qué opinan ustedes? — pregunté a nuestros ingenieros.

Estranges reflexionó.

— Diez o doce días de trabajo para construir los depósitos. Otro tanto como mínimo para los dispositivos de seguridad. En total, un mes. Dos depósitos de 10 x 3 x 2 m., con una capacidad para 122.000 litros. Mitad bencina mitad aceites pesados.

— Preferiríamos menos bencina y más aceites pesados.

— Es posible. ¿Cuál es la cifra exacta de vuestra reserva?

— Seis millones de litros — dije—. Detuve la explotación, falto de lugar para el almacenamiento.

—¿Cuánto hay de New-Washington a Puerto-León?

— Unos 450 kilómetros.

— Sí —dije—, pero en alta mar pueden ser más.

—¿Si le confiamos al Temerario y a algunos de nuestros hombres, podría usted conseguirlo? — preguntó mi tío a Jeans.

— Respondo de ello. Vuestro pequeño navío es excelente.

— De acuerdo. Intentémoslo.

Un mes después, el Temerario partió con un remolque cargado con 145.000 litros de carburante.

Como Miguel me contó más tarde, el viaje no tuvo historia. No encontraron calamares, ni monstruo alguno. New-Washington estaba situado sobre una tierra baja, con dos colinas sembradas de casas. Fueron acogidos por salvas de los cañones de los navíos de guerra. Toda la ciudad, situada al borde del mar, estaba adornada. La banda de música del crucero tocó el himno americano, y después la Marsellesa. Los oficiales observaban con asombro al pequeño Temerario, que se deslizaba por el puerto. Los aceites pesados pasaron directamente a los pañoles del petrolero argentino, el cual aparejó en el acto. La bencina fue transportada en camión al campo de aviación.

Miguel fue recibido por el presidente de New-Washington, Lincoln Donalson, y después a bordo del Surcouf, a cuyos oficiales y tripulantes les encantó poder saludar a un pedazo de Francia.

Los ciudadanos de New-Washington se entregaron a un trabajo encarnizado, desmontando y abarrotando los navíos con todo lo que podía ser salvado. Después, regresó el Porfirio Díaz; y el cargo noruego, el Surcouf y los dos torpederos partieron, cargados hasta los topes de material y de hombres. Miguel me anunció su salida por radio. Por mi parte, le informé de que habíamos obtenido de Wzlik, gran jefe de los Sswis, desde la muerte de su suegro, la concesión a los americanos de un territorio, que en realidad pertenecía a los Sswis negros, pero sobre el que su tribu tenía ciertos derechos, y una parte de otro que les pertenecía realmente, comprendido entre el Dron y los Montes Desconocidos. Para nosotros, había obtenido un pasadizo a lo largo del Dordoña hasta su desembocadura, cerca de la que queríamos construir un puerto, Puerto del Oeste. No estábamos inactivos.

Se habían construido unas casas para los americanos cerca de las montañas, en la parte propiamente Sswis de su territorio, justamente al otro lado del Dron, enfrente de nuestra factoría del «Cromo».

Poco tiempo después llegó el primer convoy. Lo anunció una mañana el vigía situado en la desembocadura del Dron. El Surcouf y el carguero, demasiado grandes, no pudieron ir más lejos, y bajaron anclas. Los torpederos remontaron el Isla. Los emigrantes arribaron a sus nuevas tierras por medio de pequeñas embarcaciones remolcadas. Por el momento, se decidió que los americanos se contentarían con el territorio propiamente Sswis, dejando para más tarde la conquista — pues una conquista sería necesaria— del sector Sslwip.

Miguel regresó por avión poco antes del séptimo y último convoy. La isla estaba casi sumergida totalmente, pero ya Nueva América contaba con una ciudad y siete pueblos, e iban a recolectarse las primeras cosechas. Nuestra población se incrementó con seiscientos hombres del Surcouf, sesenta argentinos que prefirieron vivir en un «país latino» y unos cincuenta francocanadienses, a quienes aunque al principio desagradó nuestro colectivismo, reducido por otra parte a las instalaciones industriales, se apercibieron muy pronto de que nada les impedía la práctica de su religión. Los noruegos, en número de doscientos cincuenta — cuando el cataclismo habían recogido a los sobrevivientes de un paquebote de su nacionalidad— se establecieron, a petición suya, en un enclave de nuestro territorio, cerca de la desembocadura del Dordoña. Crearon allí un puesto de pesca. En realidad, la segregación nacional no fue absoluta, ya que hubo matrimonios internacionales. Afortunadamente, entre los americanos las mujeres eran mayoría, y muchos de los marinos del Surcouf se habían casado ya en el viejo New-Washington. Un año después de este éxodo, cuando acababa de nacer mi primer hijo Bernardo, Miguel se casó con una linda noruega de dieciocho años, Inge Unset, hija del comandante dei carguero.

Ayudamos a los americanos a establecer sus fábricas. En contrapartida, nos cedieron el utilaje de cuatro aviones. Con dos colegas americanos encontré en su territorio, pero en país Sslwip, importantes yacimientos de petróleo.

Cinco años más tarde tuvo lugar la fundación de los Estados Unidos de Telus. Pero antes debo consignar la conquista del territorio Sslwip. ¡Y que nosotros estuvimos a un paso de la guerra con los americanos!

Fueron los Sslwips quienes desencadenaron la batalla. Una noche, un centenar de ellos sorprendió a un pequeño puesto americano, destrozando a diez de los doce hombres que componían la guarnición. Los dos restantes lograron escapar en coche. Tan pronto fue conocida la noticia, despegaron dos aviones a la caza de los asesinos. Fue imposible encontrarlos, pues los bosques cubrían extensiones inmensas y las llanuras aparecieron solitarias. Una columna ligera en misión de represalia sufrió grandes pérdidas sin resultados positivos. Entonces los americanos acudieron a nosotros, que teníamos mayor experiencia, y a nuestros, aliados Sswis.

¡Fue la guerra más extraña que se pueda imaginar! Los americanos y nosotros, montados en camiones, con cuatro o cinco aviones evolucionando encima de nuestras cabezas, un helicóptero observador, y rodeados por seres de otro mundo, armados con arcos y flechas. La campaña fue dura, y tuvimos nuestras derrotas. Comprendiendo rápidamente que en combate abierto, tendrían desventaja, los Sslwips comenzaron a hostigar nuestras fronteras, a envenenar los pozos y las fuentes, a hacer incursiones sobre Nueva América, en territorio Sswis e incluso a través de las montañas, sobre Nueva Francia. Fue en vano que los torpederos descubrieran y bombardearan a dos pueblos de la costa. Igualmente que los aviones destruyeran otros poblados. Cuando nos adentramos en territorio enemigo, más allá de la futura frontera de Nueva América, los Sslwips creyeron practicable el asalto definitivo. Al amanecer, una banda que sobrepasaba los cincuenta mil se precipitó de todas partes sobre nuestro campo. Inmediatamente, Jeans, jefe de la expedición, lanzó una llamada a los aviones que despegaron de New-Washington y de Cobalt. A 1.000 kilómetros por hora, iban a llegar dentro de poco, pero ¿podríamos aguardar? La situación era crítica: éramos 500 americanos y 300 franceses, ciertamente bien armados, y 5.000 Sswis, contra 50.000 enemigos armados con arcos que alcanzaban a cuatrocientos metros. Era imposible aprovecharse de la movilidad de los camiones: el enemigo nos rodeaba a treinta de fondo. Dispusimos un círculo con nuestros vehículos, salvo nuestro viejo camión blindado y, con las ametralladoras dispuestas, aguardamos.

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