A seiscientos metros, abrimos fuego; fue un error haber aguardado tanto, pues poco nos faltó para ser arrollados. Era en vano que nuestras armas automáticas derribaran a los Sslwips como el trigo en sazón, en vano que los Sswis lanzaran flecha tras flecha. En un momento tuvimos diez muertos y más de ochenta heridos, y los Sswis cien muertos y el doble de heridos. La bravura de los Sslwips era maravillosa, y su vitalidad fenomenal. Vi a uno que con el hombro destrozado por un proyectil de 20 mm. corrió hasta la muerte, y se derrumbó a dos pasos de un americano. Al tercer asalto llegaron los aviones. No pudieron intervenir, pues el barullo había comenzado de nuevo. En esta fase del combate, Miguel recibió una flecha en el brazo derecho, y yo otra en la pierna izquierda; heridas, por otra parte, sin gravedad. Tan pronto como el enemigo fue rechazado, los aviones entraron en combate con las ametralladoras, granadas y bombas. Fue la victoria. Cogidos en descubierto, los Sslwips se desbandaron, y nuestros camiones les persiguieron, mientras que Vzlik, a la cabeza de los Sswis, batía y despedazaba a los aislados. Hubo aún alguna ofensiva, y, por la noche, encontramos a uno de nuestros camiones con todos los ocupantes muertos, acribillados a flechazos.
Aprovechando la noche, los sobrevivientes escaparon. Tuvimos entonces que luchar con los tigrosauros, atraídos en gran número por la carnicería, que nos causaron seis bajas. Nuestras pérdidas totales ascendieron a 22 muertos americanos, 12 franceses, 227 Sswis, y a 145 americanos, 87 franceses y 960 Sswis heridos. Los Sslwips dejaron sobre el campo de batalla a veinte mil de los suyos, por lo menos.
Después de esta exterminación, los americanos construyeron una serie de fortines en su frontera, cuya defensa fue facilitada por una falla escarpada del terreno de más de setecientos kilómetros, que iba del mar a las montañas. Los dos años siguientes transcurrieron en silenciosa labor. Vimos con pena, que los americanos se acantonaban cada día más dentro de su territorio. Solamente nos frecuentábamos, salvo casos individuales — tales como la tripulación del avión y nosotros— para cambiar primeras materias y productos manufacturados. Los americanos abrieron explotaciones mineras, menos ricas que las nuestras, pero que bastaban ampliamente para sus necesidades.
Muy pocos de entre nosotros hablaban inglés y viceversa. Las costumbres eran distintas. Nuestro colectivismo, aunque muy parcial, les era sospechoso, y tachaban a nuestro Consejo de dictatorial. Tenían también tenaces prejuicios contra los «nativos», prejuicios que en modo alguno podíamos compartir, ya que doscientos pequeños Sswis frecuentaban nuestras escuelas.
En cambio, manteníamos excelentes relaciones con los noruegos. Les habíamos suministrado los materiales necesarios para la construcción de chalupas, y ellos nos aprovisionaban en abundancia de los productos del mar. Habían sobrevivido algunas especies terrestres que se multiplicaban en proporciones sorprendentes. Los peces telurianos son excelentes.
El «período heroico» había pasado, y para cortar de raíz la crítica de los americanos reorganizamos nuestras constituciones, aunque dentro del estilo francés. Se decidió que Nueva Francia se compondría de: 1) El estado de Cobalt, de cinco mil habitantes, con Cobalt-City (800 h.) por capital, y la ciudad de Puerto-León (324 h.); 2) El territorio de Puerto del Oeste, con una capital del mismo nombre, de 600 habitantes; 3) El territorio de los pozos de petróleo, donde no quedaban más de 50 hombres; 4) El territorio de las minas, sobre el lago mágico, con Beaulieu (400 h.) y Puerto del Norte (60 h.). O sea, que en total, Nueva Francia contaba con 6.000 habitantes. Puerto-León, Puerto del Oeste y Beaulieu tenían Consejo municipal. El gobierno se compuso del Parlamento, elegido por sufragio universal, compuesto por cincuenta miembros, que tenía la función legislativa, votaba todas las decisiones y nombraba a los ministros; y del Consejo inamovible, de siete miembros, que en un principio fueron mi tío, Miguel, Estranges, Beuvin, Luis, el señor cura y yo mismo. Este Consejo tenía un veto suspensivo de seis meses, como igualmente la iniciativa de las leyes. En caso de urgencia, y por una mayoría de los dos tercios, podía arrogarse el poder, por un período renovable de seis meses. Se constituyeron tres partidos políticos: el partido colectivista, cuyo jefe fue Luis, y que tuvo veinte escaños; el partido campesino conservador, igualmente, con veinte escaños; el partido liberal, bajo la dirección de Estranges, que tuvo los diez restantes, y que de acuerdo con la buena tradición francesa, que otorga el gobierno a la minoría, proporcionó los ministros.
Nuestro cambio de Gobierno no transformó en absoluto nuestra manera de vivir. Si las fábricas y las máquinas, como también las minas y la flota, eran propiedad colectiva, la tierra pertenecía como siempre a los campesinos que la cultivaban. Desarrollamos nuestra red ferroviaria y de carreteras. Los americanos hicieron otro tanto. Tenían más máquinas de vapor que nosotros que, en cambio, conseguimos construir potentes motores eléctricos. La vía más larga iba de Cobalt-City a puerto del Oeste, por Puerto León.
Nuestras relaciones con los americanos se enfriaron aún más. El primer incidente fue el del destructor canadiense, servido por una mayoría de francocanadienses. Estos decidieron venir a vivir con nosotros, y quisieron, como era lógico, llevarse el barco. Aquello fue el origen de numerosas dificultades. Finalmente, cedimos el armamento a los americanos, transformando el barco en un carguero rápido. El segundo punto de fricción fue nuestra negativa a explotar en común los yacimientos petrolíferos, situados a poca profundidad, en territorio Sswis, al lado del Monte Tenebroso. Los americanos tenían petróleo, aunque más profundo, y nosotros sabíamos que los Sswis verían con muy malos ojos a los americanos en sus tierras. Pero el 5 de julio del año 9 de la era teluriana, se produjo el conflicto.
Aquel día, una docena de Sswis quisieron, usando la facultad que les reconocía el tratado, atravesar la punta del sector Este de Nueva América, situada en su propio territorio. Se dirigían a nuestro puerto de los montes de Beaulieu para intercambiar productos de caza por puntas de flecha de acero. Penetraron, pues, en América, y cuando estaban ya a la vista de nuestro puerto, a la otra orilla del alto Dron, fueron detenidos por tres americanos armados con ametralladoras, quienes les interpelaron brutalmente, ordenándoles volverse atrás, cosa perfectamente absurda, pues estaban a cien metros de vuelo de pájaro de Beaulieu, y a quince kilómetros de la frontera en sentido inverso. En francés, el jefe de los Sswis, Awithz, se lo hizo observar. Furiosos, dispararon tres ráfagas, matando a dos Sswis e hiriendo a dos, uno de ellos, Awithz, que fueron hechos prisioneros. Los demás atravesaron el Dron bajo una lluvia de balas. Comunicaron lo ocurrido al jefe de nuestro puesto, Pedro. Lefranc, el cual para percatarse mayormente de la situación, fue con ellos hasta la orilla. Una ráfaga desde el otro lado mató a otro Sswis e hirió a Lefranc. Fuera de sí los hombres del pueblo respondieron con una decena de granadas que demolieron e incendiaron una granja del sector americano. Quiso el azar que yo pasara por allí acompañado de Miguel, instantes más tarde. Montando a Lefranc y a los Sswis heridos en mi camión, corrí hacia Cobalt. Allí me personé rápidamente en la residencia del Consejo, quien convocó el Parlamento, que votó el estado de urgencia. Lefranc, acostado en una camilla, hizo su declaración corroborada por la de los Sswis. Estábamos dudando sobre qué decisión tomar cuando nos llegó un radiomensaje desde el puente de los Sswis sobre el Vecera. Desde el puesto se oían con claridad los tambores de guerra y se observaban numerosas columnas de humo en territorio Sswis. Por un procedimiento desconocido, Vzlik estaba ya al corriente y reunía a sus tribus. No cabía duda que ante tal circunstancia las tribus confederadas marcharían con él. Conociendo el carácter vindicativo y absolutamente despiadado de nuestros aliados, pensé inmediatamente en las granjas americanas existentes a lo largo de la frontera, y en lo que podría ocurrir dentro de pocas horas. Por helicóptero mandé un mensajero a Vzlik, rogándole que esperara un día, y, rodeado del Consejo, fui a la emisora de radio para tomar contacto con New-Washington.
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