Francis Carsac
Los habitantes de la nada
Francis Carsac
Titulo original: Ceux de nulle part
Traducción: J.C.A.
© 1952 by Francis Carsac
© 1956 Editora y Distribuidora Hispano Americana, S.A.
PRIMERA PARTE — LOS VISITANTES
Aquella mañana de marzo de 195… llamé a la puerta de mi viejo amigo el doctor Clair, ciertamente sin sospechar que pronto iba a escuchar un relato fantástico e increíble. Digo «mi viejo amigo» porque, aun cuando ni él ni yo hemos pasado apenas los treinta, nos conocemos desde la infancia y no nos habíamos separado más que en estos últimos cuatro años.
La puerta fue abierta — o mejor entreabierta — por una anciana vestida de negro, como todas las viejas de esta región. Murmuró:
— Si es para una visita, el doctor no recibe hoy. Está haciendo sus experimentos».
Clair era un médico excelente, y, sin embargo, no ejercía regularmente. Gracias a una saneada fortuna podía consagrar casi todo su tiempo a delicados experimentos de biología. Su laboratorio estaba instalado en la casa paterna, cerca de Rouffi-gnac y, en opinión de varios sabios extranjeros que lo habían visitado, había pocos en el mundo que se le pudieran comparar. Hombre muy discreto sobre sus trabajos, sólo me había hecho algunas breves alusiones a ellos, en las escasas cartas que nos habíamos cruzado, pero yo estaba enterado, por los rumores que corrían en los círculos universitarios, de que estaba muy cerca de encontrar la solución para extirpar el cáncer.
La vieja me observaba con desconfianza.
— No, no vengo para una consulta — respondí —. Diga al doctor que Frank Borie querría verle.
— ¡Ah! ¿Es usted el señor Borie? En este caso ya es distinto. Le está esperando.
Desde el fondo del pasillo, una profunda voz de bajo gritó:
— ¿Qué hay, Magdalena? ¿Quién está ahí?
— ¡Soy yo, Seva! — respondí.
— ¡Entra, pardiez!
Con grandes zancadas llegó a mí, casi me desmontó el brazo con su apretón de manos, me hizo doblegar con una palmada en la espalda — ¡y yo había jugado al rugby! — , y en lugar de conducirme en seguida a su despacho, como de costumbre, me llevó nuevamente a la puerta.
— ¡Qué hermoso día! — exclamó con énfasis —. ¡Luce el sol, y llegas tú! A decir verdad, no te esperaba hasta la noche, con el autobús.
— He venido con mi coche. ¿Acaso te estorbo?
— ¡No, no, de ninguna manera! Estoy encantado de verte. ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo va vuestra nueva pila?
— ¡Chist, misterio! Va sabes que no puedo hablar de eso.
— Bueno, bueno ¡atomista misterioso! A propósito, os doy las gracias por vuestro último envío de isótopos radiactivos. Me sirvieron de mucho. Pero ya no os molestaré más con esto. He encontrado algo mejor.
— ¿Y qué es ello? — pregunté extrañado.
— ¡Chist, misterio! No debo hablar.
En el interior, detrás de nosotros, hubo un suave ruido de pasos, y, por una puerta entreabierta, creí distinguir una esbelta silueta femenina. Sin embargo, que yo supiera, Clair era soltero y sin compromiso.
El comprendió sin duda la dirección que seguían mis ojos y, cogiéndome por el brazo, me hizo dar la vuelta.
— Desde luego no has cambiado nada. Siempre el mismo. ¡Vamos adentro!
— Siento no poder devolverte el cumplido. ¡Tú has envejecido!
Su despacho, que yo conocía muy bien, estaba vacío, pero en el aire flotaba un débil y agradable perfume que me sorprendió. Clair se dio cuenta, y, anticipándose a cualquier pregunta, dijo;
— Sí, hace unos días tuve la visita — profesional desde luego — de una célebre actriz, y su perfume aún persiste. ¡Es extraordinario lo que progresa la química!
Empezamos a hablar de mil cosas. Le enteré de la muerte de mi madre y con sorpresa le oí decir:
— Eso está bien.
— ¡Cómo, que está bien! — dije apenado.
— No, hombre, quise decir: ahora comprendo por qué me has tenido sin noticias estos últimos tiempos. Entonces, ¿estás solo en el mundo ahora?
Asentí.
— Pues bien. Es posible que te haga una proposición muy interesante. De momento no es más que un proyecto. Ya te hablaré de ello esta noche.
— ¿Y tu laboratorio? ¿Cómo va?
— ¿Quieres verlo? Ven.
El laboratorio, construido después de mi última visita, cuatro años antes, era una amplia habitación con grandes ventanales, más larga que ancha, y ocupaba toda la parte trasera de la casa. Me detuve en la puerta y di un silbido de admiración. Lo recorrí, fijándome, al paso, en el micromanipulador, el corazón artificial. En una pieza contigua había un enorme generador de rayos X. En el centro del laboratorio, una tela ocultaba a medias un aparato.
— ¿Y eso? — pregunté.
— No es nada. Todavía no está a punto. Una prueba…
— No sabía que construyeras nuevos aparatos. Oye, como físico, tal vez pueda ayudarte.
— Ya veremos. Más tarde. De momento prefiero no hablar de eso.
— Como quieras — dije un poco molesto —. Si te estalla en las narices…
Sonó el timbre de la puerta. — ¡Mecachis! Magdalena ha salido. Tendré que ir yo mismo.
Ya solo, me acerqué al misterioso aparato y levanté, indiscreto, la tela. Quedé estupefacto. En vez del lío que esperaba, me encontré ante un maravilloso ajuste de tubos metálicos y de cristal, válvulas opacas y transparentes, empalmes de hilos. Sobre múltiples cuadrantes, extrañas agujas bífidas señalaban graduaciones cuyo significado se me escapaba. Estoy acostumbrado a toda clase de aparatos científicos e incluso en mi laboratorio utilizamos algunos bastante complicados. Pero debo reconocer que nunca había visto nada parecido a aquello.
Oyendo sobre el piso del pasillo los rápidos pasos de mi amigo, volví a poner rápidamente la tela, y, con indiferencia, me puse a mirar distraídamente el jardín por la ventana.
— Un caso de difteria. Mi colega está ausente. Debo ir yo. Toma algún libro de mi despacho, entre tanto.
— ¿Quieres que te lleve? Mi coche está en la puerta.
— Sea. Esto me evitará el tener que sacar el mío.
Mientras rodábamos, reflexioné sobre las singularidades que había observado. Clair no me esperaba hasta la noche, y había parecido molesto al verme llegar más pronto. Me había tenido ante la puerta durante varios minutos, con una temperatura que, sin ser glacial, era bastante fría. Había divisado una silueta escurriéndose por el corredor, e inmediatamente después Clair me había permitido entrar. Había parecido satisfecho al saber que la muerte de mi madre me dejaba solo en el mundo. Y finalmente, había aquel aparato… ni que me mataran podía comprender para qué servía. Y para colmo ¡en un laboratorio de biología! ¿Sería Clair el inventor? Era muy posible. Pero… ¿y el constructor? Recordé sus prácticas de montaje en la clase de Física de la Universidad y no pude evitar una sonrisa.
Paramos ante una granja. Clair no estuvo dentro más de un cuarto de hora.
— No es nada. Hemos llegado a tiempo. Mi colega continuará el tratamiento.
— ¿No ejerces en absoluto?
— Ya no. No tengo tiempo. Sólo algunas veces cuando el doctor Gauthier está ausente, o si me llama en consulta.
Ya de vuelta, me hizo guardar el coche en el garaje, y subimos mi equipaje a la habitación que habitualmente me reservaba. Es contigua a la suya, y, al pasar por delante de su puerta, creí oír ruido en el interior.
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