Francis Carsac - Los habitantes de la nada

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Los habitantes de la nada: краткое содержание, описание и аннотация

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F. Borie es trasnportado en un platillo volante por los humanoides de piel verde, los Hiis, a los mundos extra-galácticos, para que les ayude en su lucha contra las criaturas metálicas devoradoras de soles: los Misliks.

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Cuando me reanimé, no murmuré el clásico «¿Dónde estoy?» Un dolor lacerante recorría mi cabeza, mis oídos zumbaban y, por un momento, temí una rotura de cráneo. Afortunadamente no fue así. Mi reloj de pulsera señalaba la una de la madrugada. Era noche cerrada, y el viento soplaba, haciendo crujir las ramas de los árboles. Sobre un claro del bosque, la luna iluminaba una nube parda, aureolándola de un fantástico encanto.

Me senté, buscando mi fusil que, por suerte, había descargado antes de caerme. Tuve que hurgar un poco la húmeda hierba a mi alrededor antes de encontrarlo. Utilizándolo como bastón me levanté lentamente, la cara vuelta hacia el claro. A medida que me levantaba iba aumentando el campo que abarcaba mi vista, y entonces fue cuando ví la cosa.

Al principio, me pareció una masa negra, una especie de cúpula que dominaba los arbustos, un masa indefinible en la débil claridad. Inmediatamente después la luna se desprendió un instante de los velos que la cubrían, y divisé, por espacio de un segundo, un caparazón curvado, reluciente como el metal. Debo confesar que tuve miedo. Este claro de Magnou está por lo menos a media hora de camino de la carretera más próxima a través del bosque, y, desde que el viejo que le dio nombre murió, no pasa por allí más de un alma muy de tarde en tarde. Levantándome tras un castaño observé el claro. Nada se movía. Ni una luz. Sólo esta enorme masa indefinida, oscuridad sobre la oscuridad del bosque.

Después, súbitamente, cesó el viento y en el silencio apenas interrumpido por algún crujido de hojas muertas, oí un débil gemido a lo lejos.

Soy médico. Aunque maltrecho yo mismo, ni por un momento pensé en dejar de socorrer al así gemía, con lamentos más propios de un hombre que de un animal. Busqué mi lámpara eléctrica, la encendí y dirigí el haz luminoso ante mí. La luz arrancó reflejos de un enorme caparazón metálico y lenticular al que me acerqué con el alma en un hilo. Los lamentos venían del otro lado. Di la vuelta al artefacto, hundiéndome en la maleza, arañándome, tropezando, maldiciendo, devorado de pronto por una inmensa curiosidad que había desplazado al miedo. Los gemidos eran más claros y me encontré ante una puerta metálica, trampa abierta sobre el interior de la cosa.

Mi lámpara iluminó un corto pasillo absolutamente vacío, cerrado por un tabique de metal blanco. Sobre el piso metálico yacía un hombre, o por lo menos creí de momento que era un hombre. Su largo cabello era blanco y parecía vestido con una especie de funda de color verde que brillaba como la seda. Una sangre oscura brotaba de una herida en la cabeza. Cuando me inclinaba sobre él, sus lamentos cesaron, tuvo un escalofrío y murió.

Entonces penetré hasta el fondo del pasillo. La pared era lisa sin solución de continuidad, pero observé a la derecha, a la altura de mi mano, un saliente rojizo que empujé. La pared se abrió y un rayo de luz azulada me cegó. A tientas, di dos pasos y oí como la pared se cerraba detrás de mí.

Protegiendo mis ojos con la mano los abrí poco a poco y pude ver una habitación hexagonal de unos cinco metros de diámetro, por dos de lado. Las paredes estaban cubiertas de raros aparatos y en el centro de la habitación, sobre tres butacas muy bajas, estaban tumbados tres seres, muertos o desmayados. Entonces pude examinarlos con calma.

En seguida me convencí de que no eran hombres. En general, la forma era la misma que la de nuestra especie: cuerpo vertical, dos piernas y dos brazos y la cabeza redonda sobre un cuello. Pero ¡cuántas diferencias en el detalle! ¡Sus proporciones son más armoniosas que las nuestras, aunque sean de gran estatura; las piernas son largas, así como los brazos; sus grandes manos tienen siete dedos iguales, de los que, según me enteré más tarde, dos de ellos son oponibles. Su frente estrecha y alta, sus ojos inmensos, su nariz pequeña, las orejas minúsculas, la boca de finos labios y la cabellera de un blanco platino dan a su fisonomía un extraño aspecto. Pero más raro es el color de su piel, de un verde pálido y delicado con reflejos sedosos. Como vestido no llevaban más que una malla pegada al cuerpo, de color igualmente verde, bajo la cual se dibujaba su musculatura. Uno de los seres tumbados allí tenia la mano materialmente aplastada y de ella goteaba la sangre sobre el piso, dejando una mancha verde.

Después de un momento de indecisión me acerqué al que estaba más cerca de la puerta y toqué su mejilla. Estaba tibia y firme bajo la presión del dedo. Destapé un frasco que llevaba encima y traté de hacerle sorber un poco de vino. La reacción fue inmediata. Abrió los ojos de un verde pálido, fijó en mí su mirada por espacio de unos segundos y se incorporó corriendo hacia los aparatos de la pared. Hacía ya unos años que no jugaba al rugby, pero en mi vida había logrado un placage tan rápido. En un instante la idea de que corría a buscar un arma me cruzó el cerebro, y de ninguna manera quería dejarlo pasar. Resistió poco tiempo, con energía, pero sin fuerza. Cuando dejó de debatirse, lo solté y le ayudé a levantarse. Entonces fue cuando se produjo lo más extraordinario: aquel ser me miró a los ojos y sentí que se formaban en mi mente pensamientos que me eran extraños.

Como tú sabes, desempeñé cierto papel en la polémica que tiempos atrás opuso a los médicos de esta región contra aquel charlatán que pretendía curar a los enajenados, reeducando su cerebro por medio de la transmisión de pensamientos. Había escrito sobre esa cuestión dos o tres artículos que juzgaba definitivos, solventando de una vez para siempre este problema y relegando su pretensión a la categoría de curanderismo sin fundamento. Por esta razón, se mezcló a mi perplejidad cierta dosis de despecho y por espacio de unos segundos mandé mentalmente a paseo el ser que tenía ante mi y que estaba probando mi error. Se dio cuenta do ello y algo parecido a una expresión de temor cruzó su rostro. Me dediqué entonces a calmarlo, manifestando en voz alta que no llevaba ninguna mala intención.

Volviendo la cabeza a su compañero herido, se precipitó hacia él, tuvo un gesto de impotencia y, dirigiéndose a mí, me pidió si podía hacer alguna cosa por él. No articuló una sola palabra, pero oí dentro de mí una voz sin timbre y sin acento. Me acerqué al herido y sacando de mi bolsillo un trozo de cuero y un pañuelo limpio, lo utilicé para improvisar un garrote. La sangre dejó de manar. Entonces intenté averiguar si había algún médico en la dotación. No fui comprendido hasta que substituí en mi pensamiento la palabra médico por la de «cuidador».

— Me temo que ha muerto — respondió el ser de verde piel.

Salió para buscarlo. Regresó sin el médico, pero me indicó que en las otras habitaciones varios de sus compañeros estaban heridos. Cuando me estaba preguntando lo que debía hacer, el que yo había cuidado volvió en sí y poco después lo hizo el tercero, encontrándome rodeado por tres extraños en nuestro mundo.

No me amenazaron, pues el primero les contó lo sucedido. Entonces me enteré que cuando no se miran a la cara o cuando están alejados los unos de los otros, no hay transmisión de pensamiento. Su lenguaje consiste en una serie de modulados susurros, muy rápidos.

Aquél al que yo había reanimado, cuyo nombre, según nuestra fonética, podría convertirse en Souilik, salió de la estancia y volvió llevando en sus brazos el cadáver del médico de a bordo.

¡Qué noche pasé! Hasta el alba estuve haciendo curas y vendajes a esos desconocidos. Sin contar dos muertos, eran diez. Entre ellos había cuatro «mujeres». ¡Cómo describirle la belleza de estas criaturas! La vista se acostumbraba pronto al extraño color de su piel y no veía más que la gracia de sus formas y la elegancia de sus movimientos. Al lado de ellos el más perfecto atleta habría parecido tosco y la más hermosa muchacha, desgarbada. Aparte de dos brazos rotos y varias contusiones, observé algunas heridas que parecían hechas por cascos de metralla. Les cuidé lo mejor que pude ayudado por dos de las mujeres. Mientras, me enteré de buena parle de su historia, que no voy a resumir, pues más tarde tuve ocasión de enterarme de muchas más cosas.

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