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Francis Carsac: Los habitantes de la nada

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Francis Carsac Los habitantes de la nada

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F. Borie es trasnportado en un platillo volante por los humanoides de piel verde, los Hiis, a los mundos extra-galácticos, para que les ayude en su lucha contra las criaturas metálicas devoradoras de soles: los Misliks.

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Me presenté a las nueve en el castillo de la Roche. Mi cliente no estaba. Con el alma en un hilo, expliqué a su mujer el motivo de mi visita, alegando un experimento importante y urgente. No, el bloque expuesto no pesaba los dos kilos, pero el que tenía guardado en el cajón bajo la vitrina sobrepasaba este peso. Consintió en prestármelo, pero debí prometerle que se lo devolvería antes de un mes. En realidad, se lo devolví ocho días después o, mejor dicho, lo que le llevé fue uno equivalente.

Suponiendo que mis misteriosos amigos lo necesitaban cuanto antes, me dirigí en seguida al claro de Magnou. El círculo de contención ya no estaba. Me recibió Souilik, a quien hice entrega del bloque. No me quedé con ellos, pues tenía una cita a mediodía con el alcalde. Quedamos que pasaría todo el día siguiente, su último día sobre la Tierra, según ellos creían, en el platillo, pues querían hacerme numerosas preguntas sobre nuestro planeta. Por mi parte, pensaba proponerles que volviesen a tierra en algún sitio más seguro. En aquel momento pensaba en el Cáucaso o en el Sahara.

Hacia las cuatro de aquella tarde, cuando nos levantábamos de la mesa, llamaron a la puerta. No sé por qué razón presentí un grave contratiempo. Era Le Bousquet, un mal sujeto, cazador furtivo y factor de ferrocarril, que quería hablar con el señor alcalde.

Divertido por este imprevisto requerimiento, — Le Bousquet solía evitar cuidadosamente cualquier contacto con la autoridad — el alcalde me pidió que le permitiera recibirle en mi casa.

— En un momento habremos terminado, y usted y yo podremos continuar hablando de nuestro asunto.

Acepté e hice pasar en seguida a Le Bousquet.

Ya yo lo conocía por haberlo atendido en alguna ocasión, desde luego sin cobrar. En prueba de agradecimiento, me había indicado algunos buenos lugares de caza abundante.

No perdió el tiempo en cumplidos:

— Señor alcalde, en el claro de Magnou hay diablos.

Debí palidecer. ¡Mis «amigos» habían sido descubiertos!

— ¿Diablos? ¿Qué cuento es ése? — replicó el alcalde, hombre campechano y sin supersticiones.

— Sí, señor alcalde. Diablos. Los he visto.

— ¿Ah, sí? ¿Y a qué se parecen tus diablos?

— Parecen hombres. Hombres verdes. Y, además, también hay «diablas».

— A ver, explícate. ¿Cómo los has visto?

— Pues bien; me estaba paseando por el bosque, no lejos del claro. Oí el ruido de una rama al romperse, pensé que era un jabalí, cogí mi escopeta…

— ¡Ah. ¿Conque te paseabas con la escopeta, eh? Supongo que no tienes permiso.

— Hem…

— Vamos a dejarlo. Pasemos a tus diablos.

— Bueno, pues, cogí mi fusil, me volví y me encontré cara a cara con una diabla.

— ¡Caramba! ¿Era bonita?

— No estaba mal, ¡pero con la piel verde! Con el susto se me disparó la escopeta. No la toqué, pues el cañón apuntaba al suelo, pero tuvo miedo, hizo un gesto con la mano, y me encontré en el suelo como si hubiera recibido un puñetazo. Me dio la espalda y se puso a correr. Me levanté, furioso, y la perseguí. Corría más que yo y la perdí de vista. Llegué a unos 20 metros del claro ¡y me di de cabeza contra un muro!

¿Cómo puedo ser? ¡Si no hay ningún muro! ¡Conozco ese claro como la palma de mi mano!

— No me debo explicar, señor alcalde. Se muy bien que no hay ningún muro, pero era lo mismo. No podía adelantar. Además, los árboles estaban inclinados como si soplara el viento y sin embargo no lo había. >

Yo pensaba en mi propia experiencia y comprendí fácilmente el estupor de Le Bousquet.

— Como le digo, no pude dar un paso. Mire más allá de los árboles y vi a unos diez diablos atareados alrededor de una gran máquina que brillaba como la tapadera de un enorme puchero. Entraban y salían por una puerta. Reconocí a la «diabla» hablando con un diablo, pero estaba demasiado lejos para oír lo que decía. Entonces, lodos me miraron y se rieron. En aquel momento, algo cayó sobre mí sin que yo lo viera y fui rodando por la maleza cien metros más allá del claro. He corrido hasta la carretera y aquí estoy para avisarle.

El alcalde le observaba, escéptico:

— ¿Estás seguro de que no has empinado demasiado el codo, hoy? ¿Tal vez exceso de vino, o de ron?

— No, no, señor alcalde; apenas he bebido un par de litros de tinto en la comida, como todo el mundo.

— No sé. ¿Qué le parece, doctor?

Intente ganar tiempo y mentí sin escrúpulos:

— Desde luego, por poco averiado que tenga el hígado, dos litros son más que suficientes para este hombre. Tiene fama de borracho y el deliriam suele producir visiones de elefantes rosa, más que diablos verdes, pero nunca se sabe…

— Bueno, bueno. Ve a verme dentro de una hora en el Ayuntamiento. Ahora tengo que estar por asuntos más importantes que tus diablos.

Le Bousquet salió, moviendo la cabeza. Entonces el alcalde dijo:

— Evidentemente, aunque no se tambalee, está beodo. Diablos. ¡Habrase visto! Además, en todo caso es asunto del párroco, no mío.

Con el pensamiento lejos, asentí con la cabeza. ¿Cómo podía, sin ofenderle, dejar plantado al alcalde para avisar a mis «amigos»?

En realidad, no hubo manera. Tuve que discutir punto por punto la cuestión que nos ocupaba y no se marchó hasta las seis.

Salí inmediatamente y me fui a Rout'fignac. En la plaza se habían formado numerosos grupitos. Le Bousquet había hablado, y la noticia se difundía a cada minuto. Ya se hablaba de 200 diablos echando fuego por la boca. De momento, esto no me inquietó, pues nadie pensaba en ir a comprobar los hechos. El crepúsculo estaba dejando paso a la noche, el viento soplaba y parecía que iba a llover. Dejé Rout'fignac y tomé la carretera que conducía al bosque. Un kilómetro más lejos tuve que frenar. La luz de mis faros iluminó a una docena de labradores en quienes reconocí a mis habituales compañeros de caza. Todos llevaban escopetas. Paré.

— ¿Adonde vais? ¿A cazar o a la guerra? — A cazar diablos, señor Clair. — Pero, ¿cómo? ¿Habéis creído el cuento de este bromista de Le Bousquet? Estaba borracho perdido cuando ha contado su historia. El alcalde os lo confirmará.

Es posible que él estuviera borracho. Pero no María de Blanchard. Ella también los ha visto y casi pierde la razón del miedo. Su colega le está tendiendo.

— ¡Ah, caray! ¿Y ella también los ha visto en el claro de Magnou?

— Sí. Por esto vamos allá. Ya veremos si los diablos resisten a los perdigones.

— ¡Cuidado! Vais a cometer una tontería. No es asunto vuestro; corresponde a los gendarmes. A fin de cuentas, estos diablos no han hecho daño a nadie.

— En este caso, ¿por qué se esconden? Tal vez son espías rusos disfrazados.

— O americanos — dijo una voz que reconocí como la del contramaestre de las canteras.

— Entonces, aun os incumbe menos. ¡Es de la incumbencia del Servicio de Seguridad del Territorio!

— ¡Sí, si!… Y mientras llegan, se nos largan. ¡Vamos allá!

Tomé rápidamente una decisión. No podía pensar en explicarles la verdad. Lo más urgente era, pues, avisar a los Hiss.

— En este caso, yo también iré. ¡Voy delante!

Sin darles tiempo de hablar, salí disparado en mi coche. Oí que me llamaban, pero me guardé de parar y, al contrario, aceleré.

Los gritos se perdieron en la lluvia que había empezado a caer. Paré algo después del camino que conduce al claro y oculté mi coche en un sendero, bajo los árboles. Corrí cuanto pude a través del bosque, tratando de utilizar lo menos posible mi lámpara eléctrica. La lluvia caía sobre el ramaje desnudo, el tronco de los árboles estaba frío y viscoso y mis pies resbalaban en el musgo empapado. A lo lejos, pasaron unos coches por la carretera.

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