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Francis Carsac: Los habitantes de la nada

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Francis Carsac Los habitantes de la nada

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F. Borie es trasnportado en un platillo volante por los humanoides de piel verde, los Hiis, a los mundos extra-galácticos, para que les ayude en su lucha contra las criaturas metálicas devoradoras de soles: los Misliks.

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A mediodía, la comida servida por la vieja Magdalena, fue, como siempre, excelente. Clair habló poco. Estaba como preocupado, ausente. Cuando le dije que por la tarde pensaba ir hasta Eyzies para ver a unos amigos pareció aliviado, y quedamos citados para las siete.

En Eyzies vi al paleontólogo Bouchard, quien me contó una extraña historia. Seis meses antes, la aparición de «diablos» en el bosque de Rouffi-gnac había conmovido toda la región. Incluso había circulado el rumor de que esos diablos habían raptado al doctor Clair, pero, evidentemente, todo eso carecía de fundamento, ya que dos días después de la desaparición de los diablos el doctor había reaparecido, «en una columna de fuego verde». La verdad sencilla era que había permanecido dos días encerrado en su laboratorio ocupado en un interesante experimento.

Con respecto a los diablos, lo más curioso del caso era que una quincena de labradores pretendían haberlos visto, afirmando que parecían hombres, pero con el poder sobrenatural de paralizar a la gente dejándolos clavados en el sitio. El Prefecto, así como el Obispo de Perigueux, habían ordenado una investigación. Pero ante los investigadores oficiales, los labradores no se habían mostrado tan seguros de sus afirmaciones. Finalmente se había calmado todo.

— Sin embargo — añadió Bouchard —, debo reconocer que, la noche en que según ellos desaparecieron los diablos, ví en el cielo una intensa luz verde sobre Rouffignac.

Esta historia ofrecía en sí muy poco interés. A diario leemos cuentos parecidos en cualquier periódico. Pero, sin saber por qué, la relacioné con las rarezas de Clair.

Cuando llegué a su casa lo encontré más tranquilo, como si hubiera tomado una decisión importante después de muchas vacilaciones. En el comedor habían puesto cubierto para tres personas. — ¿Esperas a alguien? — pregunté. — No, pero te voy a presentar a mi mujer.

— ¿Tu mujer? ¿Es que le has casado? — Inmediatamente pensé: «¡La silueta!»

— Oficialmente, todavía no. Pero no puede tardar. Esperamos los papeles. Ulna es extranjera.

Dudó un momento.

— Es escandinava. Finlandesa. Te advierto que habla el francés bastante mal.

— ¿Y tú hablas finlandés? ¡Primera noticia!

— Lo aprendí el año pasado durante un viaje de seis meses. Creí habértelo escrito.

— No. Yo consideraba el finlandés un idioma difícil.

— Y lo es. Pero ya sabes, mi ascendencia eslava…

Llamó:

— ¡Ulna!

Una delgada y extraña muchacha entró; alta, rubia, de un rubio pálido, ojos de color indefinido de los que no se podría decir si eran grises, azules o verdes, facciones regulares. Era muy hermosa. Sin embargo, había en ella algo sorprendente. ¿Tal vez su tez bronceada, contrastando con el rubio pálido de sus cabellos? ¿O la pequeñez inverosímil de la boca? ¿O el gran tamaño de los ojos? ¿O todo eso a la vez?

Se inclinó graciosamente ante mí y me tendió la mano, una mano que me pareció extraordinariamente alargada, mientras pronunciaba con voz cálida y sonora, algunas palabras.

Durante la cena estuve sentado ante ella. Cuanto más la miraba, más incitante me parecía. Utilizaba con gran destreza su cuchillo y su tenedor, pero sin el automatismo inconsciente que proporciona la costumbre.

Apenas pronuncié palabra en toda la cena. Clair habló por todos. La vieja Magdalena era una cocinera excepcional. Mi amigo había saqueado su bodega. Observé que Ulna comía poco y no bebió nada, en contraposición del doctor y — debo reconocerlo —, de mí mismo. A medida que la cena avanzaba, fui perdiendo poco a poco esta vergüenza que me cohibía. Ulna no decía nada, pero de vez en cuando miraba a los ojos de Clair y tuve la curiosa sensación de que intercambiaban, no sentimientos, sino ideas.

Después del postre, Clair se instaló cómodamente ante el fuego. Con un gesto me invitó a tomar asiento delante de él, y llamó a la criada para el café. Ulna había salido. Volvió, llevando en la mano un periódico doblado que Clair tomó y me lo tendió. Una rápida ojeada a los titulares me indicó que databa aproximadamente de unos seis meses. Iba a devolvérselo, pidiendo una explicación, cuando ví en la parte baja de la página un artículo señalado con lápiz rojo:

MAS PLATILLOS VOLANTES

Kansas City, 2 de octubre.

Ayer el teniente George K. Simpson volvía de un ejercicio a bordo de su caza F. 109, al anochecer, cuando divisó, aproximadamente a 25.000 pies, una mancha discoidal que se desplazaba a gran velocidad. Se propuso dar caza al objeto, y pudo acercarse a él. Entonces vio que se trataba de un enorme disco de finos bordes, cuyo diámetro valoró en 30 metros, con una altura en el centro de unos 3 metros. El objeto se desplazaba a una velocidad que el teniente Simpson, a deducir por la de su propio avión, estimó en 1100 kilómetros por hora. La persecución duraba desde hacia unos diez minutos cuando el piloto se dio cuenta de que el misterioso artefacto iba a sobrevolar el campamento de N…, zona prohibida a todo aparato no americano. Como sea que las órdenes son concretas, el teniente Simpson atacó el artefacto. En aquel momento se encontraba a unos dos kilómetros de él y ligeramente más elevado. Picando a gran velocidad, le lanzó una salva de cohetes. «Ví mis proyectiles estallar sobre la caparazón metálica. Un segundo después estalló mi avión y me encontré bajando en la cabina automática de seguridad. Afortunadamente el paracaídas funcionó». Esta escena tuvo numerosos testigos que la presenciaron desde tierra; los expertos examinan los restos del avión del teniente Simpson. En cuanto al misterioso artefacto, desapareció ascendiendo vertical mente en el cielo a una velocidad increíble.

Devolví el periódico a Clair, declarando con tono incrédulo:

— Sin embargo, tenía entendido que después de largas pesquisas, los comunicados oficiales americanos habían acabado con ese cuento.

Mi amigo no respondió. Movió lentamente la cabeza, se inclinó, tomó un tizón del fuego con unas pinzas y encendió minuciosamente su pipa. Chupó varias veces, hizo seña a su sirvienta de servir el café. Ulna no tomó. Bebimos en silencio.

Clair vacilaba. Lo conocía bien y noté que se estaba interrogando. Después se sirvió coñac, y, mirándome a la cara, dijo:

— Tú sabes que no soy un ignorante acabado en ciencia física. También sabes que soy realista «matler of fact», como dicen los ingleses. Pues bien, tengo una larga historia que contar sobre este platillo volante.

«No te asusten las botellas que hay encima de la mesa. Su número es quizás impresionante, pero te aseguro que no tendrá nada que ver con lo que te voy a contar. ¿Tendrá relación con mi decisión de hablarte? Ni siquiera esto. Hace tiempo que había decidido decírtelo todo a la primera ocasión. He aquí mi historia. Instálate bien en tu butaca, pues, como ya te he dicho, será larga.

Le interrumpí:

— En mi maleta tengo un registrador magnetofónico. ¿Puedo grabar tu rollo?

— Como quieras. Hasta puede que resulte útil.

Tan pronto tuve instalado el aparato, empezó a hablar. En el mismo momento que pronunciaba las primeras palabras, mis ojos se fijaron en la mano de Ulna, apoyada en el brazo de su butaca. Entonces comprendí por qué aquella mano me había parecido tan alargada: ¡Sólo tenía cuatro dedos!.

CAPÍTULO PRIMERO — RELATO DEL DOCTOR CLAIR

Como sabes, empezó Clair, soy un gran cazador, por lo menos esta es la fama que tengo, aunque raras veces disparo un tiro. Cierta destreza innata, mezclada con una gran dosis de suerte, han hecho que nunca haya vuelto con las manos vacías. Pues bien, el primero de octubre, recuerda bien esta fecha, al caer la noche, aún no había disparado un solo tiro. En circunstancias normales eso no me habría preocupado, ya que prefiero ver vivos a los animales que matarlos; desgraciadamente, ya tengo que matar demasiados para mis experimentos. Pero había invitado para el día siguiente al alcalde de Rouffignac, pues necesitaba su cooperación para un proyecto que ahora no viene a cuento. Ahora bien, este hombre es un gran amante de los venados y por esto me decidí a hacer una pequeña incursión nocturna. Cuando el sol estaba ya declinando, atravesé el claro de Magnou en pleno bosque. Lo conoces tan bien como yo: cubierto de arbustos y de brezos y rodeado de encinas y castaños; de día es muy pintoresco, pero al caer la noche es siniestro. No es que sea impresionable, pero me apresuré. Cuando iba a entrar nuevamente en el bosque, mi pie quedó cogido en una raíz, me caí de cabeza contra un tronco y quedé sin conocimiento.

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