Francis Carsac - Los robinsones del Cosmos

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Un planeta perteneciente a otra dimensión interacciona con el nuestro y le arrebata algunos fragmentos que luego se lleva consigo. En uno de ellos está incluído un pueblo de los Alpes franceses. Todas estas gentes se ven enfrentadas de pronto con un mundo virgen y salvaje poblado por extrañas bestias, algunas peligrosas, y también por una raza inteligente, aunque primitiva, semejante fisícamente a los legendarios centauros.

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—¿Habéis recibido nuestros mensajes?

— No, jamás. Y no obstante, permanecimos a la escucha más de un año.

— Es curioso. ¿Cómo os habéis mantenido?

— Teníamos muchas conservas. Cultivamos trigo; pudimos pescar bastante, y algunas formas terrestres sobrevivieron y se multiplicaron considerablemente. Por falta de leche hemos perdido muchos niños — añadió con tristeza.

Le puse al corriente de lo que habíamos hecho. Hacia las tres de la madrugada llegamos al Temerario. Dejé allí a los que habíamos rescatado, y a pesar de las protestas de Miguel, volví a marchar inmediatamente. Iba a presenciar un espectáculo que me heló la sangre.

Cuando avisté el avión observé, un poco a la derecha, a una enorme masa gelatinosa de un color violeta claro, que se desplazaba a una considerable velocidad, quizá a 30 ó 40 kilómetros por hora. Medía unos diez metros de diámetro por un metro de alto. Intrigado, me detuve. El animal no se preocupó de mí y continuó su ruta hacia el avión. El canadiense abrió la puerta y salió. Vio la camioneta detenida y vino hacia ella. Detrás de él aparecieron Etienne, O'Hara y Jeans. Me fijé de nuevo en el monstruo: su rico color violeta había desaparecido, convirtiéndose en gris opaco; parecía una roca cubierta de líquenes. Previendo el peligro me puse en marcha y toqué la bocina. El mecánico agitó la mano otra vez y aceleró su paso.

Yo di todo el gas. Llegué tarde. El monstruo, de nuevo violeta, se precipitó sobre él. Pary lo vio, dudó un momento y corrió hacia el avión. Entonces ocurrió algo extraño; resonó un ruido seco, y una especie de chispa alcanzó al canadiense, que se desplomó. Desapareció englobado por los seudópodos.

Horrorizado, frené en seco. El animal se volvió y vino recto hacia mí. Salté de mi asiento, trepando hasta la cúpula del lanzagranadas. Febrilmente apunté los tubos, cargados por la mañana. La centella azul saltó nuevamente, dando contra el radiador. Percibí una sacudida. No una sacudida eléctrica, sino como un frío glacial que me obligó a detenerme. Apreté el disparador. Las dos granadas dieron de lleno en el monstruo, a diez metros. Hubo dos explosiones sordas, una serie de crepitaciones violentas acompañadas de chispazos. Saltaron como unos jirones de gelatina. El animal se abarquilló y quedó inmóvil. Puse el motor en marcha y me acerqué con cuidado. Unas irisaciones recorrían aún la jalea viviente que todavía palpitaba. Del canadiense, ni rastro. Por la portezuela lancé dos granadas incendiarias. Con un calor intenso, se arrugó, se redujo y dejó de palpitar. Llegaron los demás.

— What an awful thing — dijo Jeans. Repitió en francés: ¡Qué cosa más horrible!

— Temo que no podamos hacer nada por nuestro mecánico. Enterrarlo, como máximo.

Pero cuando abrimos a hachazos la rígida gelatina, que se había vuelto más densa que la madera, ¡no encontramos más que un anillo de oro!

Apenados, subimos al coche, cargando las ametralladoras. Etienne volvió a su puesto con el lanzagranadas. Al día siguiente hicimos más expediciones para llevar el resto de las armas, las municiones, los motores eléctricos y todo lo que pudo ser salvado. La última, conducida por Miguel, tuvo que luchar con la «muerte violeta». Destruyeron cuatro de estos innobles animales.

Embarcada con rapidez la camioneta, partimos, saludando con una lluvia de granadas una hidra demasiado curiosa, que cayó destrozada. Yo estaba más confiado que en la ida, cumplida mi misión y pudiendo encargar la dirección del navío a unos hombres de los cuales, al menos dos, sabían realmente lo que era un barco.

IV — HE DESCUBIERTO TIERRAS IGNORADAS…

Dejé la dirección técnica en manos de Jeans y sus oficiales, reservando para mí y para Miguel el mando general. Envié un mensaje a Cobalt. Después, aconsejado por Wilkins, intenté comunicar con New-Washington. Con gran sorpresa de mi parte, lo conseguí. Jeans les explicó sucintamente lo ocurrido, y nos transmitió el agradecimiento de su gobierno y una invitación.

— Sintiéndolo mucho, no puedo aceptar de momento — respondí—. No tenemos bastante carburante para recorrer los 10.000 kilómetros que nos separan de New-Washington. Primero pasaremos por Cobalt-City.

—¿Cómo es que vosotros, franceses, habéis bautizado así vuestra ciudad? — inquirió O'Hara.

— Pues, porque es idéntica a uno de los pueblos de vuestro «Far-West» por allá el 1880. ¡Al menos tal como nosotros lo imaginamos!

Apenas dejamos el río nos dirigimos hacia el Nordeste. Soplaba un fuerte viento, y el Temerario, con gran malestar de algunos estómagos, danzaba notablemente. Estuvimos hablando, medio en francés, medio en inglés. Cuando nos faltaba una palabra, Biraben hacía de intérprete. Nuestro primer día en el mar pasó sin incidentes. Por la noche, aunque el mar se había calmado, aminoramos la marcha. Me fui a dormir, dejando a Smith en el puente. Un cambio de oscilación del Temerario me despertó. Escuché, con la sensación de que ocurría algo anormal. Inmediatamente lo comprendí: los motores se habían parado. Me vestí a toda prisa y subí al puente. Pregunté a un hombre de servicio:

—¿Qué pasa?

— No lo sé, señor, acabamos de parar.

—¿Dónde está el comandante americano?

— A popa, con el ingeniero. Miguel sacó la cabeza por un tragaluz.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué hemos parado?

— No lo sé. Ven conmigo.

— Voy.

Al decir esto se produjo como una tromba de agua contra el casco; después una sacudida hizo vacilar el barco. Oí un sonoro Damn it! (¡Maldición!), después una exclamación de sorpresa y un grito, un grito terrible:

—¡Todo el mundo dentro!

Smith me cayó encima, proyectándose sobre el callejón. Wilkins se zambulló literalmente en el interior. Smith sacó la cabeza sobre el puente, comprobó que estaba desierto y cerró la puerta. A la luz de una lamparilla vi su rostro, lívido, descompuesto. Vi como la cubierta del puesto de tripulación se cerraba con violencia. Hubo otra sacudida, y el Temerario dio un bandazo a estribor. Yo tropecé y caí sobre el tabique.

—¿Puede saberse qué ocurre?

Wilkins, al fin, contestó:

—¡Calamares gigantes!

Quedé horrorizado. Desde mi primera infancia, cuando leía Veinte mil leguas de viaje submarino, estaba atemorizado por estos animales. Conseguí articular:

— Come with me (¡Ven conmigo!) Temblándonos las piernas subimos la escalerilla, que conducía a la cubierta. Lancé una ojeada a través de las claraboyas: el puente estaba desierto y relucía bajo las lunas. En la extremidad delantera, una especie de cable grueso oscilaba detrás del afuste de los lanzagranadas. A diez metros a babor, emergió, por un instante, una masa de un mar de tinta; después aquello fue un volteo de brazos, recortado por la luz lunar. Calculé la longitud de aquellos brazos en veinte metros. Miguel se unió al grupo y después los demás americanos. Smith explicó el incidente. Cuando las dos hélices se detuvieron a la vez, estaba a popa con Wikins, y vio a dos ojos enormes que relucían débilmente. El animal les lanzó un tentáculo. Fue entonces cuando oímos el grito.

Intentamos poner de nuevo en marcha el motor. Así lo hicimos, las hélices batieron el agua, el Temerario vibró y avanzó unos metros. Después los motores se calaron con una serie de sacudidas.

— Esperaremos el día — aconsejó Wilkins. La espera resultó larga. Al amanecer pudimos comprobar la extensión del peligro. Como mínimo estábamos rodeados de veinte monstruos. No se trataba de calamares, aunque a primera vista pudieran parecerlo. Tenían un cuerpo fusiforme, agudo por la parte trasera, sin aletas, de diez o doce metros de largo por dos o tres de diámetro. De la parte delantera partían seis brazos enormes de unos veinte metros de largo y cincuenta centímetros de diámetro. Estaban dotados de garras relucientes, aceradas, y terminaban en punta de lanza. Los ojos, igualmente en número de seis, se encontraban en la base de los tentáculos.

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