Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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– ¿Y dónde están las Omar?

– M'hijita, están rodeando a las inmortales, pero yo me vine para meditar con mi Rosita, que es sabia y me escucha. Y llegó usted a mi cueva sin que yo la esperase. La encontré medio muerta y usted fue una señal que me envió el fuego. Y aquí estoy alimentando a la enviada del clan de la loba para que ponga orden en este gallinero.

– Tía Coatlicue, ¿qué está silbando al oído de la loba?

Anaíd miró hacia la puerta. A contraluz, una muchacha morena vestida con vaqueros y polar, y ataviada con el mismo ornamento de la media luna que su tía, estaba en la puerta de la cueva con el atame en mano.

– Nada que no sepan ustedes. Y guarde el atame en mi presencia, es de muy mala educación entrar armada en la cueva.

La joven se asombró.

– ¿Cómo lo vio? ¿Es usted ciega o nos engaña?

Anaíd, horrorizada, pasó una mano ante la mirada hierática de Coatlicue. Sus ojos no siguieron su movimiento y se dio cuenta de que Coatlicue no había visto su pelo rojo puesto que era ciega. Se sintió muy apurada y buscó con la mirada algo con lo que ocultarse. Un bonito mantón bordado le sirvió de excusa. Lo pasó por su cabeza y sus hombros y sonrió aparentando tranquilidad a la recién llegada que, deslumbrada por la luz, se estaba acostumbrando a la oscuridad de la cueva. Y se dispuso a fingir…

– Veo que la decisión de luchar no es bien recibida por la matriarca del clan de la serpiente azteca.

La muchacha guardó su arma.

– Las matriarcas son reacias a los cambios por naturaleza.

Anaíd leyó determinación y algo que hacía tiempo que no hallaba en la actitud de las Omar, valentía. Lamentó no poder dar su auténtico nombre.

– Diana Dolz, hija de Alicia, nieta de Marta, del clan de, la loba.

La chica se acercó a Anaíd y con ojos limpios se presentó arrodillándose ante ella.

– Metztli Talpallan, hija de Itzpapálotl y nieta de Omecíhuatl, del clan de la serpiente.

Y la abrazó con cariño. Anaíd se sintió reconfortada y Metztli olisqueó el cuenco que había junto a su tía.

– Vaya, mi querida tía Coatlicue pretendía comprar tu fidelidad con un puñado de gusanitos de maguey.

Metió la mano, sacó el puño lleno y se lo metió en la boca con glotonería.

– Humm -se relamió Metztli-, riquísimos.

Anaíd sintió mucho asco. Miró fijamente el cuenco creyendo que tal vez los gusanitos fuesen un eufemismo. Pero no. Eran gusanos asquerosos de verdad, con ojos, con anillos y con su forma característica. ¡Y ella se los había comido! Hubiera tenido que vomitarlos, pero decidió que no lo haría. Eran sabrosos, nutritivos y, al fin y al cabo, mientras los comía no sabía que fueran gusanos.

Coatlicue se levantó de su piedra refunfuñando, alcanzó una pipa a tientas, la rellenó con tabaco y se dispuso a prenderla. Metztli dio un codazo a Anaíd.

– Está enfadada, está muy enfadada con las luchadoras.

Anaíd se emocionó.

– ¿Entonces es cierto? ¿Vamos a presentar batalla a las Odish?

– Por la luna Metztli que ilumina las noches y me da nombre, tan cierto como que si sales ahí fuera y te fijas bien, en cada loma, en cada cerro, bajo cada sabina hallarás a una Omar armada y a la espera del gran momento.

A Anaíd se le hizo un nudo en la garganta.

– ¿El gran momento?

Metztli dio un largo trago y se limpió los labios con delectación.

– Tu loba nos guía. Ella ha sido quien nos ha instruido sobre la estrategia.

Y le ofreció el pulque.

– ¿Qué loba?

La joven se asombró.

– ¡Selene! ¡La elegida!

Anaíd sintió cómo las rodillas le flaqueaban y bebió un trago de pulque antes de preguntar con incredulidad:

– ¿La elegida?

– Sí, Selene, la elegida, tomará el cetro de poder de manos de la dama de hielo y la destruirá.

Anaíd repitió como una autómata.

– La dama de hielo ya está aquí.

– ¿De dónde sales? Claro que está aquí, con todas sus Odish, que vinieron tras ella desde Veracruz. Es su gran reina. A lo mejor no te has enterado, pero Baalat por fin ha sido destruida.

Anaíd fingió absoluta ignorancia para saber qué bulo corría entre las nuevas Omar guerreras.

– ¿Y quién destruyó a Baalat?

Metztli se asombró.

– La elegida, naturalmente. Selene es una loba de la tribu escita que vive en las montañas del norte de España.

– Algo he oído.

Metztli suspiró con admiración.

– Tendrías que verla. Selene es alta, valiente, tiene el pelo rojo y llama a las cosas por su nombre. No tiene miedo a nada ni a nadie y sacrificará su vida si es preciso para salvar a las Omar.

Anaíd se sintió mareada. Esa grandeza, esa honestidad, esa valentía que ella hubiera deseado transmitir eran patrimonio de su madre. Metztli estaba entusiasmada y el entusiasmo de la joven, en lugar de alegrarla, la amargaba. ¿Sentía celos? ¿Envidia? ¿Rencor?

– ¿Y sabéis cuáles son los planes de las Odish? Metztli asintió.

– La dama blanca y sus sanguinarias Odish están preparándose para oficiar la gran ceremonia de mañana y consagrar el cetro de poder en el Tetzacualco del Popo, con el primer rayo de sol equinoccial -y se permitió aclarar el término al darse cuenta de la cara de desconcierto de Anaíd-. El Tetzacualco es un adoratorio que recibe el primer rayo de sol. Las Odish celebraban allí sus ceremonias sangrientas desde antiguo y ofrendaban niñas Omar.

Anaíd se estremeció.

– ¿La dama blanca será la portadora del cetro?

Metztli afirmó.

– Pero no saben que las tenemos rodeadas.

– Os tienen que haber visto a la fuerza, son muy poderosas -objetó Anaíd.

Metztli sonrió.

– Nos hemos impregnado de invisibilidad. Por primera vez hemos usado estrategias de lucha. Las Odish están tan acostumbradas a creerse todopoderosas, que ni siquiera han considerado esa posibilidad. Nos han confundido con un puñado de Omar descontentas.

Anaíd sintió como el corazón le latía con demasiada rapidez.

– ¿Y qué haréis mañana?

– Atacaremos, y la elegida tomará el cetro que le pertenece.

– ¿La elegida?

Metztli asintió.

– Selene. Y se cumplirá la profecía de O.

Anaíd se puso lívida y quiso gritar. De pronto, toda la generosidad y la benevolencia hacia las Omar se esfumó. Eran tramposas, la habían acogido hospitalariamente para anular su voluntad con halagos, pero se equivocaban si creían que en su larga ausencia podrían sustituirla. El cetro era suyo. La elegida era ella y no permitiría que Cristine y Selene se disputasen lo que era suyo y sólo suyo. En ese instante sintió la quemazón urgente en la palma de su mano y la angustia por poseer el cetro volvió a dominarla: un sentimiento mezquino, vengativo, inmediato. Intentó someter su rabia e invocó a Deméter; recordó entonces su compromiso con los muertos y con su abuela, su última misión, la que tenía que realizar antes de morir.

Metztli se dio cuenta del cambio que se operaba en la recién llegada.

– ¿Te sientes mal? ¿Qué te ocurre? ¿Te pasa algo en la mano?

Y pretendió cogérsela, pero Anaíd la retiró con violencia.

– ¡Déjame! -gritó colérica escondiendo la mano iluminada tras su espalda.

Salió corriendo para esconderse a solas en el fondo de la cueva. Allí, en un rincón, jadeó asustada. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué sentía esa rabia y ese deseo de venganza? ¿Por qué el cetro la dominaba cuando perdía el control de sus sentimientos? ¿Era quizá que no se sentía amada por sus seres queridos? Podría ser eso. La idea de que Selene o Cristine la traicionasen hacía renacer su odio y anular cualquier contrición.

Pidió ayuda a su hermana de leche, Sarmik. Pero al atraer su mente hacia ella, en lugar de obtener respuesta, un rugido atronador conmovió la cueva. Anaíd se sobresaltó, las paredes habían temblado. Salió al exterior donde estaban las dos Omar. Coatlicue fumaba parsimoniosamente de su pipa y expulsaba blancas volutas de humo.

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