Maite Carranza
El Desierto De Hielo
La Guerra de las Brujas 2, 2006
PROFECÍA DE OM
Verá la luz en el infierno helado,
donde los mares se confunde con el firmamento,
y crecerá en el espinazo de la tierra,
donde las cumbres rozan los astros.
Se alimentará de la fuerza de la osa,
crecerá bajo el manto cálido de la foca
impregnándose de la sabiduría de la loba
y al fin se deberá a la astucia de la zorra.
La elegida, hija de la tierra, surgirá de la tierra
que la amará y acogerá en su seno.
Prisionera de su tibieza, permanecerá ciega y sorda,
acunada por las madres oscuras
y arropada en sus dulces mentiras.
La noche de Imbolc
Anaíd dormía despreocupadamente con los brazos extendidos y el semblante plácido sin importarle la luz que se colaba por los postigos de su ventana.
A su alrededor, en la habitación de techos altísimos y paredes encaladas una y mil veces, se respiraba la atmósfera que precede a las migraciones estacionales. Ropa apilada, libros diseminados, zapatos en hilera, todo dispuesto para ser trasladado a la enorme maleta que, aún vacía, aguardaba su turno a los pies de la cama.
Selene, con el cabello revuelto y una taza de café humeante en la mano, entró sigilosamente seguida de una figura abrigada con una pelliza de lana. Con ojos picaros se inclinó sobre Anaíd soplándole levemente el oído.
– Buenos días.
Anaíd, en sueños, lanzó un manotazo sobre su oreja y Selene sonrió. Era su juego de siempre.
Volvió a soplar con suavidad sobre el lóbulo provocando que su hija, con un movimiento brusco, girase sobre sí misma y se destapara. La contempló con una mezcla de melancolía y orgullo. Su pequeña había crecido demasiado deprisa. Así dormida, con la punta de los dedos rozando los labios entreabiertos, aún conservaba el gesto de niña desvalida; pero esas largas piernas, inacabables, las caderas redondeadas, la curva del pecho que se movía al ritmo de su respiración y esa piel tersa, elástica, acabada de estrenar, pertenecían al cuerpo de una joven.
Selene susurró al oído de Anaíd:
– Despierta, bella durmiente.
– Déjame -se oyó por toda respuesta-. No estoy.
Y para corroborarlo, se tapó la cabeza con la funda nórdica.
Pero su madre continuó incordiándola a su manera.
– Ha venido tu príncipe a despertarte.
– Vete a la porra.
Entonces le hizo cosquillas sin piedad y con el dedo índice indicó a la silenciosa figura que se acercase.
– Prepárate -advirtió Selene-. Vas a recibir un beso de amor.
Y sobre su cara se posaron unos labios juguetones que fueron besuqueando su barbilla, su nariz, sus mejillas y, justo en el momento en que se acercaban a su boca, Anaíd abrió los ojos y se incorporó de un salto con una expresión sincera de alegría.
– ¡¡¡Clodia!!!
En efecto, la intrusa cariñosa no era otra que la amiga siciliana de Anaíd. La simpática Clodia, ligona, enrollada y discotequera. Quince años como ella. Una bruja Omar como ella. Una joven del clan del delfín que le debía la vida, y con la que compartió un gran peligro, allá en Taormina, bajo la lava del Etna, cuando las dos quedaron prisioneras de la bruja Odish Salma.
Selene se retiró prudentemente y las dejó solas, abrazándose y celebrando su reencuentro.
Luego se ocuparían de la maleta.
Anaíd todavía digería la sorpresa.
– Selene me dijo que no podías venir.
– ¿Y perderme tu primera fiesta de cumpleaños? Ni loca.
– Me dijo que estabas liada con las clases -murmuró mientras mostraba su ropa nueva a Clodia.
Clodia estaba entusiasmada con las compras de Anaíd y se encaprichó de una falda corta.
– Ha sido una excusa muy buena. Me he saltado mi examen de Mates. Te quiero, Anaíd. Y esta falda me encanta, me la voy a probar.
Y se quitó los pantalones en un abrir y cerrar de ojos.
– O sea, que has venido aquí para saltarte tu asqueroso examen y para gorronearme mi ropa.
– Eso mismo… ¿O te creías que venía a tu fiesta porque era tu amiga?
– ¿Y quién degollará al conejo para leer sus vísceras?
– Yo, por supuesto. Pero eso será después.
– ¿Después de qué?
– De probarme todos tus modelitos super fashion y darte tu última clase de maquillaje. ¿Cómo quieres ligar con esa cara?
– Si es que me acabo de despertar…
– Por eso. Si acabada de despertar tienes cara de sueño, ¿qué cara vas a tener a las doce de la noche?
– ¡Eres imposible!
– Ven aquí que te pinte la raya en su sitio.
– Ven tú primero y te enseñaré una cosa.
Anaíd abrió la ventana de par en par y el frío aire del Pirineo se coló como un torbellino arrastrando consigo una finísima lluvia de hojarasca y polvillo que hizo estornudar a Clodia.
– ¡Esto es terrorismo! No puedes abrir la ventana de esta nevera montañesa a una siciliana de sangre mediterránea.
– Calla y mira.
Y Anaíd, con su mano, le mostró la imponente cordillera pirenaica con las cimas pintadas de blanco. Las dos contemplaron el paisaje durante unos instantes en los que el único sonido fue el crujir de las ramas movidas por el viento. Pero Clodia no podía estarse callada más allá de medio segundo.
– Parece una postal. Una postal congelada.
– Shhhhhiiii.
– Eso blanco… ¿no será nieve?
– Pues claro.
– ¡Qué horror! ¡Tan cerca!
– Es preciosa. Fíjate en cómo resplandece.
Clodia cerró la ventana tiritando y se encaró con Anaíd.
– Ahora entiendo por qué tu madre está tan bien conservada. A esta temperatura… cualquiera.
Y las dos se lanzaron sobre la cama peleando por una camiseta azul.
Aún desgreñada y somnolienta, Selene regresó a la hogareña cocina de su casa de Urt, puso una nueva cafetera en el fuego y sirvió un plato más en la mesa cubierta de hule amarillo donde en esos momentos desayunaban Valeria, Karen y Elena.
Acababan de presentarse las tres juntas, por sorpresa, y ese desayuno en cierta manera significaba un reencuentro y una despedida.
Karen, que era médico rural y conocía al dedillo las angostas carreteras pirenaicas, había recogido en la estación de Jaca a Valeria, bióloga y matriarca del clan del delfín, y a su hija Clodia. Las dos brujas sicilianas se sumaban así a la fiesta de despedida que Anaíd y Selene celebrarían esa noche antes de su partida.
– Anda, prueba la coca de piñones, está recién salida del horno -la tentó la oronda Elena, la bibliotecaria, que con sus ocho hijos y sus muchos kilos de más era la dienta favorita de la panadería del pueblo.
Valeria, hambrienta tras el largo viaje, se chupaba con glotonería los dedos cubiertos de azúcar.
– Si me hubieras dicho que en tu tierra horneabais delicias como ésta, Clodia y yo hubiésemos venido más a menudo.
Selene le sonrió, pellizcó un piñón con desgana, sorbió su café, se estremeció y se sentó junto a Karen, su mejor amiga, que tal vez por deformación profesional de una rápida ojeada aventuró su diagnóstico.
– Estás asustada.
Selene asintió. Valeria, toda energía, oprimió su mano con fuerza.
– Cuenta con nosotras.
Selene suspiró.
– Nadie podrá saber nuestro paradero. Ni siquiera vosotras.
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